– Te puedo responder, Simon -Trujillo adoptó la voz arrastrada y cóncava de las solemnes ocasiones. Fijó la vista en la araña de cristal de bombillas en forma de pétalos, y añadió-: El 2 de octubre de 1937, en Dajabón.
Hubo rápidos intercambios de miradas entre los asistentes al almuerzo ofrecido por Trujillo a Simon y Dorothy Gittleman, luego de la ceremonia en la que el ex marine fue condecorado con la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte. Al agradecer, a Gittleman se le quebró la voz. Ahora, trataba de adivinar a qué se refería Su Excelencia.
– ¡Ah, los haitianos! -su palmada en la mesa hizo tintinear la fina cristalería de copas, fuentes, vasos y botellas-. El día que Su Excelencia decidió cortar el nudo gordiano de la invasión haitiana.
Todos tenían copas de vino, pero el Generalísimo sólo bebía agua. Estaba serio, absorbido en sus recuerdos. El silencio se espesó. Hierático, teatral, el Generalísimo levantó las manos y las mostró a los invitados:
– Por este país, yo me he manchado de sangre -afirmó, deletreando-. Para que los negros no nos colonizaran otra vez. Eran decenas de miles, por todas partes. Hoy no existiría la República Dominicana. Como en 1840, toda la isla sería Haití. El puñadito de blancos sobrevivientes, serviría a los negros. Ésa fue la decisión más difícil en treinta años de gobierno, Simon.
– Cumplido su encargo, recorrimos la frontera de uno a otro confín -el joven diputado Henry Chirinos se inclinó sobre el enorme mapa desplegado en el escritorio del Presidente y señaló-: Si esto sigue así, no habrá ningún futuro para Quisqueya, Excelencia.
– La situación es más grave de lo que le informaron, Excelencia -el delicado índice del joven diputado Agustín Cabral acarició la punteada línea roja que bajaba haciendo eses de Dajabón a Pedernales-. Miles de miles, afincados en haciendas, descampados y caseríos. Han desplazado a la mano de obra dominicana.
– Trabajan gratis, sin cobrar salario, por la comida. Como en Haití no hay que comer, un poco de arroz y habichuelas les basta y sobra. Cuestan menos que los burros y los perros.
Chirinos accionó y cedió la palabra a su amigo y colega:
– Es inútil razonar con hacendados y dueños de fincas, Excelencia -precisó Cabral-. Responden tocándose el bolsillo. ¿Qué más da que sean haitianos si son buenos macheteros para la zafra, y cobran miserias? Por el patriotismo no voy a ir contra mis intereses.
Calló, miró al diputado Chirinos y éste tomó el relevo:
– A lo largo de Dajabón, Ellas Piña, Independencia y Pedernales, en vez del español sólo resuenan los gruñidos africanos del creole.
Miró a Agustín Cabral y éste encadenó:
– El vudú, la santería, las supersticiones africanas están desarraigando a la religión católica, distintivo, como la lengua y la raza, de nuestra nacionalidad.
– Hemos visto párrocos llorando de desesperación, Excelencia -tremoló el joven diputado Chirinos-. El salvajismo precristiano se apodera del país de Diego Colón, Juan Pablo Duarte y Trujillo. Los brujos haitianos tienen más influencia que los párrocos. Los curanderos, más que boticarios y médicos.
– ¿El Ejército no hacía nada? -Simon Gittleman bebió un sorbo de vino. Uno de los mozos uniformados de blanco se apresuró a llenarle la copa de nuevo.
– El Ejército hace lo que manda el Jefe, Simon, tú lo sabes -sólo el Benefactor y el ex marine hablaban. Los demás escuchaban y sus cabezas se movían, del uno al otro-. La gangrena había avanzado hasta muy arriba. Montecristi, Santiago, San Juan, Azua, hervían de haitianos. La peste había ido extendiéndose sin que nadie hiciera nada. Esperando un estadista con visión, al que no le temblara la mano.
– Imagine una hidra de innumerables cabezas, Excelencia -el joven diputado Chirinos poetizaba con las maromas de sus ademanes-. Esa mano de obra roba trabajo al dominicano, quien, para sobrevivir, vende su conuco y su rancho. ¿Quién le compra esas tierras? El haitiano enriquecido, naturalmente.
– Es la segunda cabeza de la hidra, Excelencia -apuntó el joven diputado Cabral-. Quitan trabajo al nacional y se apropian, pedazo a pedazo, de nuestra soberanía. -También de las mujeres -agravó la voz y soltó un vaho lujurioso el joven Henry Chirinos: su lengua rojiza orn', serpentina, entre sus gruesos labios-. Nada atrae tanto a la carne negra como la blanca. Los estupros de dominicanas por haitianos son el pan de cada día.
– No se diga los robos, los asaltos a la propiedad -insistió el joven Agustín Cabral-. Las bandas de facinerosos cruzan el río Masacre como si no hubiera aduanas, controles, patrullas. La frontera es un colador. Las bandas arrasan aldeas y haciendas como nubes de langostas. Luego, arrean a Haití los ganados y todo lo que encuentran de comer, ponerse y adornarse. Esa región ya no es nuestra, Excelencia. Ya perdimos nuestra lengua, nuestra religión, nuestra raza. Ahora es parte de la barbarie haitiana.
Dorothy Gittleman apenas hablaba español y debía aburrirse con este diálogo sobre algo ocurrido veinticuatro años atrás, pero, muy seria, asentía cada cierto tiempo, mirando al Generalísimo y a su esposo como si no perdiera sílaba de lo que decían. La habían sentado entre el Presidente fantoche, Joaquín Balaguer, y el ministro de las Fuerzas Armadas, general José René Román. Era una viejecita menuda, frágil, derecha, rejuvenecida por el veraniego vestido de tonos rosados. Durante la ceremonia, cuando el Generalísimo dijo que el pueblo dominicano no olvidaría la solidaridad que le habían demostrado los esposos Gittleman en estos momentos difíciles, cuando tantos gobiernos lo apuñalaban, también soltó unas lágrimas.
– Yo sabía lo que estaba ocurriendo -afirmó Trujillo-. Pero, quise verificarlo, que no quedara duda. Ni siquiera después de recibir el informe del Constitucionalista Beodo y Cerebrito, a quienes mandé sobre el terreno, tomé una decisión. Decidí ir yo mismo a la frontera. La recorrí a caballo, acompañado por los voluntarios de la Guardia Universitaria. Con estos ojos lo vi: nos habían invadido de nuevo, como en 1822. Esta vez, pacíficamente. ¿Podía permitir que los haitianos se quedaran en mi país otros veintidós años?
– Ningún patriota lo hubiera permitido -exclamó el senador Henry Chirinos, elevando su copa-. Y, menos, el Generalísimo Trujillo. ¡Un brindis por Su Excelencia!
Trujillo continuó, como si no hubiera oído:
– ¿Podía permitir, que, como en esos veintidós años de ocupación, los negros asesinaran, violaran y degollaran hasta en las iglesias a los dominicanos?
En vista del fracaso de su brindis, el Constitucionalista Beodo resopló, bebió un trago de vino y se puso a escuchar.
– A lo largo de aquel recorrido de la frontera, con la Guardia Universitaria, la flor y nata de la juventud, fui escrutando el pasado -prosiguió el Generalísimo, con creciente énfasis-. Recordé el degüello en la iglesia de Moca. El incendio de Santiago. La marcha hacia Haití de Dessalines y Cristóbal, con novecientos notables de Moca, que murieron en el camino o fueron repartidos como esclavos entre los militares haitianos.
– Más de dos semanas que presentamos el informe y el jefe no hace nada -se inquietó el joven diputado Chirinos-. ¿Tomará alguna decisión, Cerebrito?
– No seré yo quien se lo pregunte -le repuso el joven diputado Cabral-. El jefe actuará. Sabe que la situación es grave.
Ambos habían acompañado a Trujillo en el recorrido a caballo a lo largo de la frontera, con el centenar de voluntarios de la Guardia Universitaria, y acababan de llegar, boqueando más que sus bestias, a la ciudad de Dajabón. Los dos, pese a su juventud, hubieran preferido descansar los huesos molidos por la cabalgata, pero Su Excelencia ofrecía una recepción a la sociedad de Dajabón y jamás le harían un desaire. Ahí estaban, asfixiados de calor en sus camisas de cuellos duros y sus levitas, en el engalanado ayuntamiento donde Trujillo, fresco como si no hubiera cabalgado desde el amanecer, en un impecable uniforme azul y gris constelado de condecoraciones y entorchados, evolucionaba entre los distintos grupos, recibiendo pleitesías, con una copa de Carlos I en la mano derecha. En eso, divisó a un joven oficial de botas polvorientas, irrumpiendo en el embanderado salón.
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