Ismail Kadaré - Crónica de la ciudad de piedra

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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba fácil ser niño en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, vísperas de la Segunda guerra mundial. La novela autobiográfica del reconocido autor albanés está contada desde la perspectiva de un niño cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un carácter de onírica reflexión.

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– ¿Por qué hacen tanto ruido? Podrían entrar también sin armar tanto alboroto -dijo la primera.

Y la otra le respondió:

– Todos arman mucho alboroto cuando entran, pero cuando se van no se los oye.

Al caer el crepúsculo, la ciudad que había figurado en los mapas del Imperio Romano, de Bizancio, del Imperio Turco, del Reino de Grecia, del Reino de Italia, se acostó esta vez bajo el Imperio de los alemanes. Cansada, profundamente aturdida por la confrontación, no daba ninguna señal de vida.

Cayó la noche. Tras todo aquel estruendo que había inundado como una avalancha la amplia comarca, el mundo parecía ensordecido. Miles de refugiados, que durante los estampidos de los cañones habían salido a los alrededores dé las aldeas y seguían con ojos y oídos lo que sucedía, ahora que todo se había calmado, estaban petrificados como estatuas.

¿Qué estaría haciendo la ciudad ahora, allí en la oscuridad, a solas con ellos? Aquella debía de ser, según la profecía, la última noche de su vida milenaria. Los hombres de cabellos rubios habían llegado por fin.

En la aldea donde estábamos instalados no durmió nadie en toda la noche. Todos permanecían silenciosos, afuera, de pie, a la espera. Quienes se retiraban a echar una cabezada regresaban poco después, envueltos en mantas. Nadie hablaba en voz alta. Los ojos de todos estaban vueltos en la dirección en que debía de encontrarse la ciudad. Era toda negrura. Las garras férreas de los tanques le oprimían el pecho. Ninguna luz. Ninguna señal. La estaban hundiendo en la oscuridad.

Despuntó el día y allí estaba aún, cenicienta como siempre y grande. Alguien lloraba. Todos repetían la palabra «hoy». Habían decidido volver.

Abandonamos la aldea por la tarde. Nuestro grupo lo formaba la misma gente que a la venida, además de Xexo. Caminaban en silencio. Los almiares solitarios quedaban atrás, desperdigados. Parecían tener algo que decirnos, sin conseguirlo. Eramos extraños.

Al mismo tiempo, en cientos de direcciones, pequeños grupos de refugiados regresaban a la ciudad. La cascara gigante, medio abandonada ahora, volvería a llenarse al cabo de pocas horas de pasos, suspiros, nervios, pasiones, murmuraciones, esperanzas, dolores humanos.

Caminábamos sin parar. Hacía tiempo que el último almiar había quedado atrás…

– Regresemos -dijo de pronto Xexo y se detuvo-. Me ha zumbado el oído derecho.

Nadie dijo nada. Proseguimos la marcha. Xexo continuó también, murmurando durante un buen rato, pero pronto se calmó. Era quizá medianoche. No se veía nada. Sólo se presentía que a la noche le habían salido enormes quistes y tumores que debían de tener forma de repechos y de rocas. Sin duda había pasado ya la medianoche cuando comenzamos a caminar por la llanura. Anduvimos aún largo rato. Debíamos de estar en el campo del aeropuerto. Junto a nosotros se cernía algo negro. El cadáver del bulldog . Sentí un hedor fuerte. Al parecer, los caminantes lo habían venido utilizando como letrina.

– ¿Te acuerdas dónde has escondido el puñal? -me preguntó Ilir.

– Sí.

Nos detuvimos a descansar. Ilir y yo fuimos a orinar junto al aeroplano derribado. ¡Nunca lo hubiera imaginado! Amanecía. Confusamente comenzaron a dibujarse los contornos de la ciudad, que se erguía a nuestra espalda como una esfinge. No sabíamos qué hacer, si entrar o no. Del caos de las tinieblas iban surgiendo los tejados de los edificios más altos, las chimeneas y las ventanas. Las agujas de los minaretes, los campanarios y los desvanes, recubiertos de hojalata, parecían locos que vagaran entre el resto de las construcciones, después de ponerse en la cabeza sus viejos cascos.

Decidimos entrar. Atravesamos el puente del río (el puesto de vigilancia militar estaba abandonado) y después la carretera. No había alemanes por ningún lado. Quizá se habían encerrado en la fortaleza.

Caminamos un poco más por tierra yerma. De pronto, la ciudad se alzó ante nosotros. Alta. Se la veía arrogante, ofendida por el abandono. Las huellas de los disparos eran visibles. Frentes de casas quebrados, balcones arrancados.

En el primer poste del teléfono se distinguía algo blanco. Al acercarnos vimos un cartel. Aún estaba oscuro y apenas se distinguían las letras: «Ordeno… prohibición… espero… asimismo… muerte tras… fusilamiento… así como… El comandante de la ciudad, Kurt Volerlzeju».

Ascendíamos la calle de Varosh. En la ventana del cronista Xivo Gavo parpadeaba una luz débil. De pronto sentí cómo una mano me apretaba la cabeza contra un cuerpo.

– No mires.

Había un bulto a un lado del camino, encogido. No pude verlo bien. Sentía náuseas.

Más adelante nadie me impidió mirar. Caminábamos como autómatas. Dos italianos muertos. Más allá, otro.

El ahorcado se veía desde lejos, en la encrucijada, en el poste del teléfono. Al acercarnos pudimos comprobar que se trataba de una mujer. Era vieja. Xexo emitió un lamento ahogado.

– Doña Pino -dijo Ilir.

Era ella. Menuda. El viento la balanceaba levemente. Sobre el pecho, un trapo blanco llevaba escrito, medio en albanés, medio en alemán: «Saboteadora».

Apresuramos el paso. El callejón. La casa. Mamá ya había sacado la enorme llave. Unos pasos más. Pero en el empedrado… había un hombre tendido. Junto a la cabeza, un charco de sangre. Sobre el pecho, una hoja escrita. Nazo lanzó un alarido, aunque contenido: «¡Maksut!». Su nuera miró con indiferencia el cuerpo de su marido y pasó por encima de él con precaución, como si temiera salpicarse de sangre. No podía apartar los ojos de la hoja de papel donde se leía: «Así muere un espía». Aquella escritura inclinada hacia adelante, como si se apresurara bajo el viento y la lluvia, yo la conocía. Era la letra de Javer.

– Van a ocurrir cosas terribles -dio Xexo y se fue por las callejuelas.

Todos se dispersaron. Nazo y su nuera comenzaron a arrastrar el cadáver hacia su puerta.

En cuanto mamá dio la vuelta a la llave, la puerta se abrió sola. La abuela apareció como un fantasma.

– Venid, venid -dijo en voz baja.

Entramos.

– Os esperaba.

– Maksut, allí… afuera…

– Lo sé. Lo mataron a medianoche.

– Doña Pino…

– Lo sé -repitió-. La colgaron ayer.

Subimos.

– Iba a vestir a una novia -dijo la abuela-. La cogió la patrulla por la calle.

– ¿Quién puede casarse en estos momentos? -exclamó mamá.

– Se casan -respondió la abuela-. Siempre lo hacen.

– ¡Es terrible! ¡Es inaudito!

– Parece que se confundieron con sus avíos -dijo la abuela-. Pensaron que eran cables para construir minas. Por lo menos, eso se dice.

Miré al exterior por la ventana. Hacía frío. Un proyector terrorífico se encendió y volvió a apagarse. Ocupación alemana. Grisalla. Teutones. Sobre la torre de la cárcel se veía su bandera. Dos eses o dos zetas se retorcían con el viento.

Afuera se oía cómo Nazo y su nuera arrastraban el cuerpo de Maksut.

– Va a ser una guerra despiadada -dijo la abuela, poniéndome la mano sobre la cabeza.

Se oyeron pasos cautelosos.

– Regresan -dijo ella-. Están regresando durante toda la noche.

La carne tierna de la vida volvía a llenar el caparazón de piedra.

PROYECTO DE PLACA CONMEMORATIVA

Tras una larga ausencia volví a la ciudad gris e inmortal. Mis pies se posaron con timidez sobre el lomo de su empedrado. Me sostuvo. ¡Me habéis reconocido, piedras! En ciudades extranjeras, caminando por los amplios bulevares, mis pies tropezaron con frecuencia donde no tropieza nadie. Los transeúntes volvían la cabeza sorprendidos; pero yo lo sabía: erais vosotras. Surgíais de pronto del asfalto y volvíais después a hundiros en sus profundidades.

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