Ismail Kadaré - Crónica de la ciudad de piedra

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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba fácil ser niño en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, vísperas de la Segunda guerra mundial. La novela autobiográfica del reconocido autor albanés está contada desde la perspectiva de un niño cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un carácter de onírica reflexión.

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Habíamos llegado a la aldea.

Por la noche, lejos, en la dirección en que debía encontrarse la ciudad, se divisaron fuegos. Todos los refugiados salieron al exterior y contemplaban boquiabiertos el temblor débil de las llamas. Se decía que estaban quemando las casas de los guerrilleros, pero no se sabía nada con certeza. Entre la oscuridad y la niebla, la ciudad lanzaba señales mediante los pañuelos lejanos de las llamas, que nadie era capaz de descifrar.

Nosotros, los chavales, encaramados a unas rocas desnudas, gritábamos todo lo que se nos ocurría.

– Aquella es mi casa. ¡Está ardiendo mi casa! ¡Hurra!

– ¡Mentira! Es la mía.

– ¿Sí? ¿Y quién de tu familia se ha hecho guerrillero?

– Mi tío.

– ¿Y de mi casa, que se ha ido mi hermano? ¿Qué?

Después siguieron las disputas por las llamas. Cada cual presumía que su casa ardía con unas llamas más altas que la de su compañero.

– ¿Y mi casa, que suelta todo ese humo? Una vez, cuando se atascó la chimenea…

– ¡Cuando se queme mi casa ya veréis!

– ¡Pues cuando se quemen los libros turcos de mi abuelo, que son tan gordos como una empanada! -dije con gesto presuntuoso.

– ¡Pues cuando se queme mi abuela, que es toda grasa! -dijo el nieto de la señora Majnur.

– No tienes vergüenza. ¿Cómo hablas así de tu abuela?

– Mi abuela es ballista .

– ¡Ilir, Ilir! -gritaba su madre.

Uno a uno, nos fuimos retirando todos. Cuando regresaba vi a la nuera de Nazo en la plaza desierta, completamente sola, vestida con una chaqueta preciosa, con el cuello de piel. Acababa de salir la luna y su cabeza surgía de entre la piel blanca como de la niebla.

– Buenas noches -me dijo.

– Buenas noches.

Me puso la mano en la nuca y durante un rato sus dedos juguetearon con mi pelo, sin peinar hacía largo tiempo.

– ¿Qué has oído decir de Maksut? -preguntó de pronto.

Yo bajé aún más la cabeza y no dije nada. Sus dedos, que por un instante se habían crispado sobre mi cuello, se tornaron nuevamente acariciadores.

– Se quema -dijo mirando en la dirección en que relumbraban los fuegos-. ¿Te da pena?

No sabía qué decir.

– Pues yo quiero que se queme. Toda -la palabra «toda» me sonó extraña en su boca-. Que no queden más que ruinas y ceniza. ¿Te gusta la ceniza?

Estaba desconcertado.

– Sí -le dije.

En ese momento, sus ojos, a la luz de la luna, me parecieron dos ruinas maravillosas.

¿Quiénes sois vosotros, que no conocéis ni los pájaros, ni la paja, ni los árboles? ¿De dónde habéis venido?

Hemos venido de aquella ciudad, de allí. Conocemos las piedras. Son como las personas: ásperas, suaves, rojizas, porosas, jóvenes, viejas, pulidas, arrugadas, con venas, cortantes, astutas, bonachonas, que te sujetan cuando resbalas; desleales, que se ríen de tu desgracia; fieles, aguantan durante siglos sobre los cimientos, cumpliendo su deber, bobas, ceñudas; pretenciosas, que sueñan con ser lápidas conmemorativas; sencillas, que te sirven sin pago a cambio, tendidas en el empedrado en hileras interminables como el pueblo, sin nombre, sin nombre, por los siglos de los siglos.

¿Estáis hablando en serio o deliráis?

Ahora están ensangrentadas por la guerra, como las personas.

¿Vero qué ciudad es ésa? ¿Qué ciudad es ésa?

Tenemos prisa por llegar allí.

DECLARACIONES DE DESCONOCIDOS

… ¡No me hables de cabelleras rubias! ¿Quién puede saber lo que tienen bajo esos cascos de hierro? Marchan. Marchan. Por doquier impera la guerra. Oscuridad. ¿Dónde vamos de este modo? No puedo más. Vendrá un tiempo hermoso, un cielo limpio. Un comisario llamado Enver Hoxha ha dicho: «Se instaurará el comunismo. Saludos a todos; yo ya me voy; disfrutad de la nueva Albania, camaradas». Marchan cascos y cascos innumerables por nuestros caminos. ¿Cuántos ejércitos ha visto este país? Y aunque la ciudad saltara por los aires, con sus casas, sus calles, sus puentes, sus puertas y ventanas, todo, yo sé que tú me habrás esperado. ¿A dónde vas? Nieva en las montañas. Esto es una operación quirúrgica. No consiste ni en abrir el vientre, ni en abrir el pecho. La llaman operación de invierno de los alemanes. Albania se retorcerá de dolor. El destino de este país ha surgido siempre de la cumbre de las montañas, como el sol. Ahora hace frío. Dime algo del comunismo. ¡Qué cielo tan despejado!…

XVIII

Por la mañana, la ciudad volvió a alzarse en la lejanía, sola y gris. Los incendios de la noche anterior no habían quebrado nada su silueta. Estaba lejos, pero todo en torno suyo: las montañas, las aldeas, los valles, estaba vinculado a su destino. Un fuego suyo era la señal de alarma para toda la comarca. Ahora, semiabandonada, semejante a una ciudad prehistórica donde hace ya tiempo que ha cesado la vida, como una coraza pétrea semivacía, esperaba a los alemanes.

La carretera que los había de traer (tal como había traído a todos los ejércitos) se desvivía ahora pidiendo disculpas a sus pies. Pero ella, noble y arrogante como siempre, ni se dignaba mirarla. Sus ventanas veladas observaban la lejanía.

Nadie se enteró inicialmente de lo sucedido en el instante en que la vanguardia del ejército alemán llegó a la entrada de la ciudad. Se supo todo más tarde. Las avanzadillas fueron atacadas con fusiles y con bombas. Los motoristas que quedaron con vida volvieron atrás como el rayo. La carretera quedó solitaria durante mucho tiempo. Reinaba un silencio profundo. La ciudad, tras cumplir su costumbre, esperaba tranquila la venganza.

Aparecieron de pronto. Esta vez los tanques iban delante, inundando de negrura la carretera. No entraron en la ciudad. Se detuvieron a sus pies y los tubos largos de sus cañones giraron lentamente hacia ella. Los alemanes esperaron durante un rato la aparición de la bandera blanca, la señal de rendición de la ciudad. Pero todo continuba siendo gris.

Entonces empezó el bombardeo, un bombardeo intenso, monótono. El estruendo del choque entre el hierro y la piedra llenó todo el valle. Fragmentos de muros y tejados, miembros de edificios y cabezas de chimeneas volaron por los aires. Un polvo negro lo cubría todo. Dos ciudadanos que habían querido sacar una bandera blanca en lo alto de los tejados cayeron muertos por las balas de los que habían decidido no entregarse. El tercero, arrastrándose y reptando con una gran sábana, fue alcanzado por las balas en el mismo instante en que desplegaba la tela. Cayó sobre la sábana y, mientras rodaba por el alero del tejado, se enrolló en ella y envuelto así cayó al suelo.

El bombardeo duró tres horas. Por fin, entre el color gris de la muerte, alguien pudo alzar algo blanco. Nunca se supo quién fue la persona que se elevó como un fantasma sobre la superficie de la ciudad y se hundió bruscamente, después de agitar aquel objeto blanco en dirección a los alemanes. Tampoco se sabía qué objeto era aquel: bandera, pañuelo o simplemente un trapo común y corriente. Sólo se sabía que durante largo tiempo aquella cosa blanca aterrorizaría las conciencias de todos.

Los alemanes, que al parecer observaban con prismáticos desde diferentes puntos, captaron de inmediato aquella imagen fugaz entre el caos del humo y de las ruinas. El bombardeo se interrumpió. Los tanques hicieron girar sus cañones y empezaron a ascender hacia la ciudad. Todo se estremecía. Las cadenas, al rozar con el empedrado, gemían, aullaban, despedían chispas. Un estruendo infernal lo inundaba todo. La ciudad, casi abandonada, era ocupada.

Más tarde se supo que, mientras los tanques subían aullando como monstruos por la calle de los Puentes Grandes, desde dos ventanas había tenido lugar la siguiente conversación entre la tía Xemo y la vieja de la vida Xano:

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