Almudena Grandes - Las Edades De Lulú

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Las Edades De Lulú: краткое содержание, описание и аннотация

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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Agarró a Jesús por un brazo, le condujo al centro de la habitación y le tiró al suelo.

Juan Ramón se acercó lentamente, y le puso un pie encima de la nuca para impedir que se levantara, una pura concesión a la ortodoxia iconográfica, pensé, porque la víctima no mostraba signo alguno de disconformidad con su situación.

Mientras tanto, con la misma forzada parsimonia que caracteriza los últimos contoneos de una bailarina de strip-tease, aquella bestia hizo desaparecer buena parte de su brazo derecho dentro de un largo guante de cuero rígido, adornado con pequeños remaches puntiagudos, que le llegaba hasta el codo.

Luego, sonriendo para sí, cerró el puño y lo miró largo rato, como si necesitara concentrarse para apreciar la potencia de aquella bola erizada de puntas metálicas cuyo aspecto recordaba el de una terrible arma medieval, antes de dirigirse hacia Jesús, que, sumido en el suelo, se había perdido el último acto.

Me descubrí a mí misma sonriendo, los dientes clavados en mi labio inferior, y me asusté, modifiqué inmediatamente la expresión de mi rostro, procuré adoptar un aire distante, neutro, como si todo aquello no fuera conmigo, pero no pude mantener esa apariencia de imperturbabilidad por mucho tiempo.

Lo hizo.

Nunca hubiera creído que fuera posible, que un cuerpo tan pequeño pudiera albergar una maza semejante, pero lo hizo, su antebrazo desapareció casi por completo dentro del menudo atleta, que chillaba y se retorcía, incapaz de levantarse bajo la presión del pie que ahora ya le aplastaba la nuca, lo hizo y, no contento con eso, comenzó a mover el brazo dentro de su envoltorio, recibiendo con una sonrisa los alaridos de dolor que arrancaba en cada recorrido.

Lo hizo, pero él no era el único que parecía disfrutar con el espectáculo.

Lester se acercó a su novio, se apoyó lánguidamente contra él y empezó a acariciarle por detrás con la mano derecha, mientras con la izquierda liberaba hábilmente el sexo deseado, lo encerraba en su puño y comenzaba a agitar ambas cosas, acariciando la húmeda punta con la yema del pulgar. Pronto fue correspondido. Sin disminuir ni un ápice la presión del pie con el que mantenía a Jesús pegado al suelo, el otro consiguió desabrochar con la mano izquierda la hilera de corchetes que atravesaba los pantalones de cuero de mi favorito y, tras acariciar ligeramente su carne, deliciosamente dura, le hundió el dedo índice en el culo, toma, le dijo, Lester suspiró y puso cara de bobito, qué encantador, pensé, mientras advertí que mi sexo se licuaba, mi ser se escurría irremisiblemente entre mis muslos, nunca había podido resistir aquella visión, nunca.

El flamante adolescente de la ropa nueva también parecía muy excitado. Inclinado hacia delante, la boca entreabierta, jadeando ruidosamente, no se perdía un detalle. Su propietario se había puesto cachondo, también, le besaba, le metía mano, le obligaba a hacer lo propio con él, y le hablaba con voz entrecortada, todo esto te lo voy a hacer, punto por punto, cuando volvamos a Alcoy, me vuelves loco, pero te encerraré en el sótano y ya no volverás a ver la calle, ni a tu madre, ni a tus hermanos, solamente me verás a mí, cuando baje a darte de latigazos, mearé encima de tus heridas, no te volveré a dar por el culo, nunca, encontraré otros más guapos y más jóvenes que tú y les llevaré a casa, me los tiraré delante de tus narices, nunca más follarás conmigo, nunca más follarás con nadie, usaré una barra de hierro para eso, te desgarraré con ella, te la dejaré dentro toda la noche, y te obligaré a que se la chupes a mi perro, eso será lo primero que hagas cuando te despiertes cada mañana, ya verás, no te servirá de nada llorar, ni suplicar, te arrastrarás de rodillas para pedirme que te dé de comer, y dejaré que te mueras de hambre, te mataré, te destrozaré con un guante peor que ése de ahí, porque me vuelves loco, loco, todo esto te lo voy a hacer, cuando volvamos a Alcoy…

La mujer de los pezones perforados, encaramada en una butaca, las piernas atravesadas sobre los brazos del mueble, los pies colgando en el aire, se masturbaba con un consolador metálico, negro, con la punta dorada. Me miró, sonrió, luego miró a la yonqui le hizo una señal con la mano, acércate, la otra no se dio por enterada, entonces habló, acércate, le dijo, y por fin lo consiguió, la jovencita del brazo herido se levantó y fue hacia ella, la voz de aquella mujer acaparó toda la atención por un instante, luego extrajo su juguete de entre los muslos y apuntó con él a la boca de aquella torpe prostituta asustada, que mantuvo los labios firmemente cerrados incluso cuando el duro extremo mojado se posó sobre ellos, no debe llevar mucho tiempo en esto, pensé, y me compadecí de ella, porque no sabía calcular, la bruja la agarró entonces del pelo, la levantó en vilo, el puño cerrado sobre la melena castaña, ella chilló, dejó escapar un grito sobrecogedor, y mantuvo la boca abierta, el consolador se perdió entre sus dientes, luego, manteniéndola bien sujeta, la mujer de los pezones perforados atrajo violentamente su cabeza hacia sí misma, y dejé de verle la cara, solamente escuchaba los ahogados ruidos que producía su lengua en contacto con el sexo desnudo de la otra mujer, que, abriéndose con una mano, usando la otra para guiar el instrumento del que obtenía a todas luces un placer cada vez más intenso, se retorcía en su asiento, emitiendo débiles gritos que la acercaban, momentáneamente, a la condición de los seres humanos.

El gigante se cansó de penetrar a Jesús con su brazo enguantado y lo extrajo finalmente de su cuerpo, empapado en sangre. Luego se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, justo delante de la cabeza de su víctima, quien, libre por fin de toda presión, no se movió, no podía moverse, se agitaba trabajosamente sobre el suelo, dejando escapar gemidos agónicos, pero la misma mano que antes le había penetrado, desnuda ahora, se posó sobre su cabeza, revolviéndole el pelo, y, como si respondiera a un signo convenido previamente, el pequeño maltratado logró entonces incorporarse a medias, echó los brazos en torno al cuello de su torturador, le miró con ojos húmedos, tiernos, y le besó largamente en la boca para, después, en silencio, dirigir los labios hacia la gruesa verga de su verdugo, y comenzar a lamerla concienzudamente con la punta de la lengua antes de hacerla desaparecer dentro de su boca, sin insinuar siquiera un reproche, y parecía feliz, comprendí que era feliz, a pesar del pequeño torrente rojo que descendía lentamente por sus muslos.

Las cosas comenzaron entonces a complicarse, todo se desenvolvía muy deprisa, el alicantino reclamó a Juan Ramón y le habló al oído, cuando éste asintió, aquél le besó en la boca, abrazándole con repentina pasión, y se formaron dos nuevas parejas.

El adolescente protestó al principio, miró a su protector con ojos llorosos, alargó hacia él una mano patética, pero no le sirvió de mucho, Juan Ramón se lo llevó a una esquina, le tumbó boca abajo encima de una mesa y le dio un par de azotes, si te portas mal, yo me portaré todavía peor contigo, rey, aquello pareció tranquilizar al corderito, que se quedó inmóvil, tuve que esforzarme para distinguir lo que ocurría después, estaban demasiado lejos, el novio de Lester introdujo su polla en una especie de funda de goma con púas que incrementaba considerablemente su perímetro ya de por sí bastante respetable, y después, sin avisar, abrió con las manos el culo del jovencito y se la metió dentro de golpe, hasta la base.

El cliente, desnudo, se había encaramado a cuatro patas encima del diván, para contemplar mejor el tormento de su favorito, cuando el mío, Lester, se acercó a él por detrás, el sexo enhiesto solamente a medias en una mano, y, con cara de circunstancias, lo hizo pasar lentamente, sin ninguna dificultad, a través del enorme hueco que se abría en aquel cuerpo añoso y blando, al tiempo que con la otra mano agarraba la escasa picha de su beneficiario, un individuo ciertamente poco atractivo, y la agitaba mecánicamente, con desgana.

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