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Almudena Grandes: Las Edades De Lulú

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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Mientras tanto, ellos ya habían empezado a trabajar.

Me conocían muy bien, y conocían su oficio.

El que se parecía a Lester se colocó detrás de mí, rodeó mi cuerpo con los brazos y comenzó a acariciarme, a sobarme con las manos abiertas, hablándome en voz alta, subiéndome el vestido por detrás, descubriendo la carne desnuda con fingida sorpresa, apretándose contra mí, clavándome la bragueta de sus pantalones de cuero en el culo, moviéndose rítmicamente para impulsarme hacia delante. Manolo me había jurado un par de veces que era un homosexual puro, que solamente le gustaban los hombres, y de hecho jamás había follado conmigo, pero a veces me costaba trabajo creérmelo.

Como compensación, su novio, que se llamaba Juan Ramón, tenía cara de tonto y contemplaba la escena con expresión risueña, se calzaba cualquier cosa que le pusieran delante.

Se acercó a nosotros, se colocó ante mí y me abrazó. Sus manos tropezaban con las de su amigo, su boca se encontraba con la de aquel encima de mi hombro, su sexo, enfundado en unos vaqueros viejos que parecían a punto de estallar, tropezaba con el mío, sus caricias nos abarcaban a los dos.

No pude evitar que mis ojos se cerraran, que mi cuerpo se tensara, que mis brazos se ablandaran en cambio, inermes, que mi sexo comenzara a engordar, no pude evitarlo y tampoco me tomé el trabajo de intentarlo, todo me daba igual ya, y ellos eran tan deliciosos, eso era lo único que no había cambiado, ellos seguían siendo deliciosos cuando jugaban conmigo, se lanzaban mutuamente mi cuerpo como si fuera una pelota grande, sentía cómo sus acometidas, alternativas, me impulsaban hacia delante y hacia atrás, balanceándome entre ellos, me apretaban, me daban calor, un placer fácil, primario, me gustaban, me gustaba lo que se hacían, y lo que me hacían a mí, se besaban entre ellos y me besaban, se tocaban entre ellos y me tocaban, se chupaban entre ellos y me chupaban, y yo disfrutaba más con las miradas, las sonrisas, las palabras que se dirigían el uno al otro que con las miradas, las sonrisas, las palabras que me dirigían a mí, pero no se lo decía, ellos no comprenderían, eran bastante brutos, los dos, animalitos, sus manos se perdían de vez en cuando bajo mi vestido, y su contacto era muy distinto al que producían las manos de los otros hombres, no había violencia, ni ansias de reconocimiento en ellas, eso lo reservaban para sí mismos, y sus dedos, ligeros, no se detenían sobre mí, solamente, si acaso, me daban descuidados golpecitos, caricias pobres, rácanas, pero el simple roce de sus uñas me erizaba la piel, y yo acariciaba sus cabezas, hundía las manos en sus cabellos, pobrecitos, mis niños pequeñitos, de la que os habéis librado, qué incomprensible fallo el de la Naturaleza, privarme de la oportunidad de medirme con vosotros en igualdad de condiciones, relegarme a la condición de espectadora de vuestros juegos inocentes, habrían dejado de ser tan inocentes, conmigo, pero ya no hay remedio, pobrecitos, qué suerte habéis tenido, queridos, queridos míos.

Cuando ya lo habían arrugado por encima de mis pechos, ambos tiraron al mismo tiempo del vestido, obligándome a levantar los brazos y sacándomelo por la cabeza. Entonces me anunciaron entre risas que iban a disfrazarme.

Jesús, que jamás me había puesto un dedo encima, nos miraba desde un rincón, ataviado de una forma extraña. Parecía un héroe de cómic, un reluciente vengador galáctico, oscuro y peligroso, estúpido al mismo tiempo, con esas enormes hombreras, y los leotardos negros, abiertos por delante y por detrás, como esos pantys agujereados -pantys para follar; la cruda realidad es que ningún mito dura eternamente-, que ahora venden hasta en las mercerías más corrientes con la excusa de que no te los tienes que quitar para ir al baño, y así es más difícil hacerse carreras. Su sexo, completamente depilado, colgaba aburrido sobre el lúrex que se pegaba a sus muslos como una segunda piel. Está ridículo, pensé, aunque en realidad me gustaba mirarle, estaba ridículo pero muy pronto yo misma ofrecería un aspecto parecido al suyo.

Me pusieron unas botas negras muy altas, que me llegaban hasta la mitad del muslo, estrechas hasta la rodilla, más anchas después, con una plataforma salvaje, y los tacones más finos y empinados que había visto en mi vida.

– Yo no voy a poder andar con esto -advertí. Ellos se rieron-. En serio, que no me conocéis, pero yo me mato, fijo que yo con estas botas me mato…

Los restantes accesorios eran más cómodos, pero igualmente estrambóticos, un cinturón adornado con tachuelas plateadas, que se prolongaba en varias tiras de cuero también tachonadas que había que abrochar de una en una y se cruzaban a distintas alturas sobre mis caderas, una especie de sujetador vacío, tres tiras de cuero que enmarcaban en un triángulo negro cada uno de mis pechos sin cubrirlos, y un collar de perro a mi medida, adornado con aros metálicos.

Lester me condujo hacia un espejo, me miré y me gusté,-aquellos correajes me sentaban bien, me encontré guapa, se lo comenté a ellos y se mostraron de acuerdo conmigo, estás muy bien, me hubieran dicho lo mismo de haber llevado puesto un saco de patatas pero era agradable oírlo, luego me sujetaron por los brazos y me condujeron a la habitación del fondo, donde tres figuras, sentadas en una especie de diván con adornos de falsa madera dorada, saludaron jubilosamente mi llegada.

El del centro -delgadísimo, bajito, semicalvo, la uña del meñique derecho muy larga, las otras solamente negras, con uno de esos ridículos bigotitos, una línea finísima que no llegaba a cubrir los confines del labio, sobre una paradigmática cara de vicioso- debía de ser el especulador inmobiliario alicantino.

A su diestra, un adolescente de belleza pueblerina, mofletes sonrosados, quince años, dieciséis todo lo más, se acariciaba constantemente la ropa. De uno de los codos de su americana, cachemira de diseño italiano con enormes hombreras, colgaba todavía el enganche de plástico de una etiqueta.

A su siniestra, una jovencita de mejillas macilentas, el brazo izquierdo surcado por un rosario de pequeños puntos sanguinolentos, no había tenido tanta suerte.

Había también un hombre muy alto, inmenso, con pinta de culturista, al que no conocía.

Y una mujer de unos treinta y cinco años, alta, robusta pero de carnes duras, guapa a pesar del maquillaje de bruja, pestañas postizas, enormes rabillos, labios granates y los pezones perforados por dos anillas plateadas.

Ella fue quien más se alegró de verme.

Me señaló con un dedo, primero. Luego arqueó las cejas, frunció los labios y me dedicó una sonrisa pavorosa.

Alguien me lo había contado, hacía muchos años, y me había parecido un chiste muy malo, solamente duelen las treinta primeras hostias, pero es verdad, la pura verdad, solamente duelen las veinte, las treinta primeras hostias, luego ya todo da lo mismo.

Y sin embargo, al principio me lo pasé bien, muy bien, la verdad es que confiaba en que se tratara de una cuestión de puro fetichismo, cuero, hierros, argollas y punto, a juzgar por sus comentarios iniciales el de Alicante era un individuo muy simple, demasiado simple para que todo aquello fuera mucho más allá. Por eso permanecí tranquila cuando el inmenso desconocido fijó el extremo de la cadena en el aro posterior de mi collar, ensartando uno de los eslabones en un grueso clavo que introdujo previamente a martillazos en la pared.

Pobre Encarna, pensé, te están jodiendo la casa.

Estaba tranquila todavía, y muy excitada por la densa atmósfera que invadía la habitación, el deseo sólido, espeso, que distorsionaba los rostros de algunos de los presentes, sólo dos ojos ávidos, enormes.

El culturista asumió el papel de maestro de ceremonias.

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