Carlos Zafón - Las Luces De Septiembre

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Irene y su familia se trasladan a vivir a bahía azul, donde su madre trabaja como ama de llaves de un misterioso fabricante de juguetes donde vive recluido en una gigantesca mansión poblado por seres mecánicos y sombras del pasado. Un enigma en torno a unas extrañas luces que brillan entre la niebla que rodea el islote del faro, una criatura de pesadilla que se oculta en el bosque, el misterio unirán a Ismael e Irene para siempre durante un mágico verano.
Un misterio que los llevará a vivir la más emocionante de las aventuras en un laberíntico de luces y sombras.

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Una bruma teñida de azul evanescente velaba la habitación, apenas interrumpida por los destellos escarlatas que emanaban del fuego.

Irene avanzó unos pasos hacia el interior de la estancia. Todo estaba como lo recordaba. El gran retrato de Alma Maltisse brillaba sobre el hogar y sus reflejos se esparcían por la densa atmósfera de la cámara, insinuando los contornos de las cortinas de seda transparente que rodeaban el palanquín del lecho. Ismael cerró cuidadosamente la puerta tras ellos y siguió a Irene.

El brazo de la muchacha lo detuvo. Señaló una butaca orientada frente al fuego, de espaldas a ellos. De uno de los brazos pendía una mano pálida, caída sobre el suelo como una flor marchita.

Junto a ella brillaban los fragmentos rotos de una copa sobre una lámina de líquido, perlas candentes sobre un espejo. Irene sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho. Soltó la mano de Ismael y se acercó paso a paso a la butaca. La claridad danzante de las llamas iluminó su rostro aletargado: Simone.

Irene se arrodilló junto a su madre y tomó su mano. Durante unos segundos fue incapaz de encontrarle el pulso.

– Dios mío…

Ismael se apresuró hasta el escritorio y cogió una pequeña bandeja de plata. Corrió hasta Simone y la colocó frente a su rostro. Una tenue nube de vaho tiñó la superficie de la placa. Irene respiró profundamente.

– Está viva -dijo Ismael, observando el rostro inconsciente de la mujer y creyendo ver en ella a una Irene madura y sabia.

– Hay que sacada de aquí. Ayúdame.

Cada uno se apostó a un lado de Simone y, rodeándola con sus brazos, trataron de izarla de la butaca.

Apenas la habían levantado unos centímetros cuando un susurro profundo, escalofriante, se oyó en el interior de la habitación. Ambos se detuvieron y miraron a su alrededor. El fuego proyectaba múltiples visiones fugaces de sus propias sombras sobre las paredes.

– No perdamos tiempo -lo urgió Irene. Ismael izó de nuevo a Simone, pero esta vez el sonido se oyó más próximo y sus ojos lo rastrearon. ¡La lámina del retrato! En un instante, el velo que recubría el óleo se combó en una plancha de oscuridad líquida, adquiriendo volumen y desplegando dos largos brazos acabados en garras afiladas como estiletes.

Ismael trató de retirarse, pero la sombra saltó desde la pared como un felino, trazando una trayectoria en la penumbra y posándose a su espalda. Por un segundo, lo único que el muchacho pudo ver fue su propia sombra observándolo. Después, del contorno de su propia silueta emergió otra que creció gelatinosamente hasta engullir completamente su propia sombra. El muchacho sintió que el cuerpo de Simone se le resbalaba de los brazos. Una poderosa garra de gas helado le rodeó el cuello y lo lanzó contra la pared con una fuerza incontenible.

– ¡Ismael! -gritó Irene.

La sombra se volvió hacia ella. La joven corrió hacia el otro extremo de la habitación. Las sombras a sus pies se cerraron sobre ella dibujando una flor mortal. Sintió el contacto helado, estremecedor, de la sombra envolviendo su cuerpo y paralizando sus músculos. Trató de forcejear inútilmente mientras contemplaba horrorizada cómo, desde el techo, se desprendía un manto de oscuridad que tomaba la forma del rostro familiar de Hannah. La réplica espectral le dirigió una mirada de odio y los labios de vapor dejaron entrever largos colmillos húmedos y relucientes.

– Tú no eres Hannah -dijo Irene, con un hilo de voz.

La sombra la abofeteó y un corte se abrió sobre su mejilla. En un instante, las gotas de sangre que afloraban de la herida fueron absorbidas por la sombra, como si una fuerte corriente de aire las aspirase. Un espasmo de náusea la golpeó. La sombra blandió dos dedos largos y puntiagudos, como dagas, frente a sus ojos, aproximándose.

Ismael oyó aquella voz ronca y maléfica mientras se incorporaba de nuevo, aturdido por el golpe. La sombra sostenía a Irene en el centro de la habitación, dispuesta a aniquilada. El muchacho gritó y se abalanzó contra la masa. Su cuerpo la atravesó y la sombra se escindió en miles de diminutas gotas que cayeron sobre el suelo en una lluvia de carbón líquido. Ismael levantó a Irene y la retiró del alcance de la sombra. Sobre el pavimento, los fragmentos se unieron en un torbellino que sacudió las piezas del mobiliario que la rodeaban y las propulsó hacia paredes y ventanas, convertidas en proyectiles mortales.

Ismael e Irene se tiraron al suelo. El escritorio atravesó una de las cristaleras y la pulverizó. Ismael rodó sobre Irene, cubriéndola del impacto. Cuando alzó de nuevo la vista, el torbellino de oscuridad se estaba solidificando. Dos grandes alas negras se extendieron y la sombra emergió, mayor que nunca y más poderosa. Alzó una de sus garras y mostró la palma abierta. Dos ojos y unos labios se desplegaron sobre ella.

Ismael extrajo de nuevo su cuchillo y lo blandió frente a él, situando a Irene a su espalda. La sombra se alzó y se desplazó hacia ellos. Su garra asió la hoja del cuchillo. Ismael percibió la corriente helada ascendiendo por sus dedos y su mano, paralizándole el brazo.

El arma cayó al suelo y la sombra envolvió al chico. Irene trató de asirlo en vano. La sombra conducía a Ismael hacia el fuego.

Justo entonces, la puerta de la estancia se abrió y la silueta de Lazarus Jann apareció en el umbral.

La luz espectral que emergía del bosque se reflejó sobre el parabrisas del coche de la gendarmería, que abría la formación. Tras él, el vehículo del doctor Giraud y una ambulancia reclamada del dispensario de La Rochelle cruzaban la carretera de la Playa del Inglés a toda velocidad.

Dorian, sentado junto al comisario jefe, Henri Faure, fue el primero en advertir el halo dorado que se filtraba entre los árboles. La silueta de Cravenmoore se adivinó tras el bosque, un gigantesco carrusel fantasmal entre la niebla.

El comisario frunció el ceño y observó aquella visión que jamás había contemplado en cincuenta y dos años de vida en aquel pueblo.

– ¡Más de prisa! -instó Dorian.

El comisario miró al muchacho y, mientras aceleraba, empezó a preguntarse si la historia de aquel supuesto accidente tenía algo de cierta.

– ¿Hay algo que no nos hayas dicho?

Dorian no respondió y se limitó a mirar al frente.

El comisario aceleró a fondo.

La sombra se volvió y, al ver a Lazarus, dejó caer a Ismael como un peso muerto. El muchacho golpeó contra el suelo con fuerza y profirió un grito ahogado de dolor. Irene corrió a socorrerlo. -Sácalo de aquí -dijo Lazarus, avanzando lentamente hacia la sombra, que se retiraba.

Ismael notó una punzada en un hombro y gimió. -¿Estás bien? -preguntó la muchacha.

El chico balbuceó algo incomprensible, pero se incorporó y asintió. Lazarus les dirigió una mirada impenetrable.

– Lleváosla y salid de aquí -dijo.

La sombra susurraba frente a él como una serpiente al acecho. De pronto saltó hacia el muro y el retrato la absorbió de nuevo.

– ¡He dicho que os marchéis de aquí! -gritó Lazarus.

Ismael e Irene cogieron a Simone y la arrastraron hacia el umbral de la habitación. Justo antes de salir, Irene se volvió a mirar a Lazarus y vio cómo el fabricante de juguetes se acercaba al lecho protegido por los velos y los apartaba con infinita ternura. La silueta de aquella mujer se perfiló tras las cortinas.

– Espera… -murmuró Irene con el corazón en un puño.

Tenía que ser Alma. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al advertir las lágrimas en el rostro de Lazarus. El fabricante de juguetes abrazó a Alma. Jamás en la vida Irene había visto a alguien abrazar a otra persona con semejante cuidado. Cada gesto, cada movimiento de Lazarus denotaba un cariño y una delicadeza que sólo una vida entera de veneración podían otorgar. Los brazos de Alma lo rodearon también y, por un instante mágico, ambos permanecieron unidos en la penumbra, más allá de este mundo. Sin saber por qué, Irene sintió deseos de llorar, pero una nueva visión, terrible y amenazadora, se cruzó en su camino.

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