Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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– ¡Narciso! -¿César? -¿Cuántas veces me llamaron Imperator? -Dieciocho veces, incluidas las de esta noche, César. -¡Ve veis! ¿Qué me decís a esa ¡Más de lo que nunca consiguieron Augusto o Tiberio!

Narciso inclinó la cabeza y sonrió con modestia ante la hazaña.

– César -dijo Plautio respetuosamente -No más de lo que se merece. Se hizo a un lado y señaló a sus oficiales superiores con un gesto de la mano-. ¿Me permite presentarle a mis legados y tribunos, César?

– ¿Qué has dicho? -Claudio acercó un oído hacia él. las tropas se habían entusiasmado demasiado con sus aclamaciones y se estaba haciendo difícil mantener una conversación a la distancia prescrita entre emperador y subordinado. Otra convención completamente distinta existía entre el emperador y el liberto, puesto que este último ocupaba un escalafón social tan bajo que no había protocolo. Claudio le hizo una señal a Narciso para que se acercara y le gritó al oído.

– Mira, es muy a-amable por su parte y todo eso, p-p-pero -tendrías que, decirle a alguien que los hiciera callar. No oigo n-n-nada.

– ¡Enseguida, César! -Narciso hizo una reverencia, retrocedió y señaló a los centuriones jefe de la guardia pretoriana allí reunidos, luego señaló al suelo delante de sus pies. Vespasiano observó atónito cómo inmediatamente los centuriones acudían allí como respuesta a la llamada del liberto.

Estaba claro que Narciso se hallaba tan bien situado junto al emperador que podía exigir obediencia inmediata por parte de aquellos ciudadanos de Roma libres de nacimiento que en teoría eran socialmente superiores a él. Se dieron las instrucciones con rapidez, los centuriones salieron a toda prisa al tiempo que agitaban los brazos hacia los soldados alineados en el recorrido y enseguida empezó a decaer el griterío.

– ¡Ah! ¡Mu-mucho mejor! Y bien, Plautio, ¿qué de-dedecías?

– Mis oficiales, César. Me gustaría presentárselos. -¡Claro que sí! Es una idea e-estupenda. El emperador recorrió la fila de legados y tribunos, dispuestos según legiones, mientras que al pasar iba repitiendo una serie de frases hechas.

– ¿Estáis teniendo una buena campaña? Lamento no haber podido u-unirme a vosotros antes. Quizá la p-p-próxima vez, ¿eh?… Tuvisteis unos buenos co-co-combates, por lo que he oído. ¡Espero que les hayáis d-d-demostrado lo duros que somos los romanos!… ¡Espero que me hayáis dejado suficientes b-bárbaros para una batalla decente! ¡Tengo que pepe-pelear mucho para ponerme al día!

Hasta que se acercó a Vespasiano. Se aproximó cojeando tras dejar al último tribuno de la novena legión y se detuvo frente al legado de la segunda.

– ¿Estáis teniendo…? ¡Vaya, pero si es Flavio Vespasiano! ¿Cómo estás, muchacho?

– Estoy bien, César. -Bien, eso es bueno. Muy bu-bueno. He oído cosas excelentes sobre tu hermano últimamente. Debes de estar orgulloso de él.

– Sí, César -respondió Vespasiano con mucha frialdad antes de poder contenerse.

– Pero bueno, si-sigue así, y quizás algún día puedas tener el mando de tu propia legión. -César. -Narciso se le acercó con soltura--. Este es el hermano Flavio que está al mando de la segunda.

– ¿Entonces quién es el otro?

– Flavio Sabino. Adscrito al Estado Mayor.

Al emperador se le iluminó levemente el semblante cuando lo comprendió. -¡A já! Entonces éste es el que tiene esa e-e-esposa. ¿Cómo se llama?

– Flavia, César -contestó Vespasiano.

– ¡Eso es! Así se llama. Tiene esa preciosa e-esclava, ¿no? verdad? No me importaría echarle un vistazo más de cerca algún día, A la esclava, claro está -se apresuró a añadir Claudio mientras Vespasiano trataba de ocultar su indignada expresión.

– . Pero tu Flavia también es una gu-gu-guapa potra. Aunque un p-poco descarada, ¿eh, Narciso? -El emperador hizo amago de guiñarle el ojo a su liberto, pero su tic le ganó la batalla y el rostro se le convulsionó. Narciso se ruborizó ligeramente y se volvió hacia Plautio.

– Presente al siguiente oficial, por favor. -Vitelio, tribuno superior de la segunda, César. -Vitelio, muchacho, ¿te van bien las cosas?

– Como siempre, César -dijo Vitelio con una sonrisa de suficiencia.

– Tu padre te manda sa-saludos y espera… espera… -El semblante de Claudio se arrugó, meditabundo, antes de recordar lo que quería decir--. ¡Ah! ¡Ya lo tengo! ¡Espera que mantengas el buen nombre de la fa-familia! ¡Ya está! ¿Te unirás a nosotros en el festejo de esta noche?

– Lo siento, César, pero debido a la pesada naturaleza de las obligaciones con las que mi legado me colma, necesito acostarme temprano.

Claudio se rió.

– Tú te lo pierdes, muchacho. Cu-cuídate, joven Vitelio, y llegarás muy le-lejos.

– Ésa es mi intención, César. Claudio siguió por la fila de oficiales y Vitelio se arriesgó a hacerle un rápido guiño a su legado, que estaba que echaba chispas. Cuando ya había atendido al último de los oficiales superiores, Claudio saludó a los estandartes de manera formal y realizó la preceptiva libación en el altar del ejército. Luego Narciso acompañó al emperador hacia las dependencias que se habían preparado para él con todo lujo de detalles entre las paredes de la casa del general. En cuanto Claudio se perdió de vista, el general Plautio ordenó a los oficiales que rompieran filas y dio la señal para que las unidades pretorianas y los elefantes se retiraran. Iban a ser acuartelados en tiendas que ya estaban preparadas junto a la plaza de armas, la posición más cercana posible al emperador al que habían jurado proteger con sus vidas.

Vespasiano se dirigió apresuradamente hacia su comandante y se puso frente a él con decisión, resuelto a comunicar su advertencia sin más demora. Plautio lo observó cansinamente y frunció los labios.

– ¿No puedes esperar hasta que hayas visto a tu esposa? -No, señor. -De acuerdo entonces, sólo un momento. -Era obvio que tendría que retrasar las demás tareas programadas para antes de acostarse.

– En privado, señor. -Por encima del hombro del general, Vespasiano vio que Vitelio se quedaba lo suficientemente cerca como para oírlos-. Lo que tengo que decir sólo lo puede escuchar usted.

– ¡Maldita sea! No tengo tiempo para esto.

– Sí que lo tiene, señor. Créame.

El hecho de que el legado se arriesgara a ser tan insubordinado no le pasó por alto a Plautio. Asintió con un rápido movimiento de cabeza, fue delante hasta el vestíbulo del cuartel general y giró para entrar en la primera oficina. Los administrativos levantaron la mirada de sus papeles, sorprendidos.

– Marchaos -ordenó Plautio, y los administrativos dejaron las plumas al instante y salieron disparados de la estancia. Plautio cerró el faldón y se dio la vuelta enojado. -Y ahora, ¿te importa decirme qué es tan condenadamente importante para que tenga que oírlo en persona y en privado?

Vespasiano se lo explicó.

CAPÍTULO XL

Ya había pasado un buen rato desde que en el campamento de la orilla derecha la gente se hubiera acomodado para pasar la noche, cuando alguien levantó la portezuela de los aposentos de Flavia. Una sombra oscura entró con cautela y sin hacer ruido se acercó sigilosamente a la cama de viaje. Vespasiano se colocó con cuidado bajo la tenue luz de la única lámpara de aceite que seguía ardiendo sobre un soporte cercano y bajó la mirada hacia su esposa, maravillándose ante su perfección en reposo. La piel de Flavia era tersa bajo aquel suave resplandor anaranjado y, con los labios entreabiertos, respiraba profundamente a un ritmo regular que sonaba como el lejano océano. Oscuros mechones de su cabello caían sobre la almohada cilíndrica de seda y Vespasiano se inclinó para olerlos, sonriendo ante el familiar aroma. Al enderezarse, dejó que su mirada se deslizara hasta su pecho, que se elevaba y descendía suavemente con cada respiración, y luego se fijó en las ondas de seda que, con unas curvas más pronunciadas, se ceñían al contorno de su cuerpo.

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