Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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– ¿Cato? -El rostro de Macro se arrugó en un gesto de preocupación. El optio se balanceó, con la cabeza caída y el brazo con el que manejaba la espada colgando sin fuerzas a un lado. Por todo alrededor se extendían los cuerpos retorcidos de romanos y britanos. El río manchado de sangre lamía suavemente la costa, su superficie rota por los brillantes montículos de cadáveres. Por encima de sus cabezas, el sol caía de lleno sobre la escena. Reinaba una abrumadora sensación de calma que en realidad era una lenta adaptación después del terrible estruendo del conflicto. Hasta el trino de los pájaros sonaba extraño a oídos de los hombres que acababan de emerger de la intensidad de la batalla. De pronto Cato fue consciente de que estaba cubierto de mugre y de sangre de otros hombres y la náusea le subió desde la boca del estómago. No pudo contenerse y devolvió, salpicando el suelo con su vómito delante de Macro antes de que al centurión le diera tiempo a apartarse. Macro hizo una mueca pero rápidamente alargó los brazos para agarrar al muchacho por los hombros cuando a Cato le fallaron las piernas. Lentamente ayudó al optio a ponerse de rodillas.

– Tranquilo, chico -dijo con suavidad-. Cálmate. Cato vomitó otra vez, y otra, hasta que no le quedó nada dentro y entonces le vinieron arcadas y el estómago, el pecho y la garganta se le contrajeron espasmódicamente, la boca abierta, hasta que al fin se le pasó y pudo recuperar el aliento. Un fino hilo de baba describía una curva hacia abajo a través del ácido hedor entre sus manos extendidas. Toda la fatiga y la tensión de los últimos días habían encontrado una vía de escape y su cuerpo ya no pudo más. Macro le dio unas palmaditas en la espalda y lo observó con incómoda preocupación, deseoso de reconfortar al muchacho pero demasiado cohibido para hacerlo delante de los demás soldados. Al final, Cato se sentó y apoyó la cabeza entre las manos, con la suciedad de su rostro salpicada de sangre. Su delgado cuerpo temblaba con el frío del completo agotamiento; no obstante, una última reserva de fuerza mental lo mantenía despierto.

Macro movió la cabeza en señal de total comprensión. Todos los soldados llegaban a este punto en algún momento de sus vidas. Sabía que finalmente el muchacho había sobrepasado el límite de resistencia física y emocional. Ya no serviría de nada que lo exhortaran a cumplir con su deber.

– Descansa, chico. Yo me encargaré de los muchachos. Pero ahora tú debes descansar.

Por un breve instante pareció que el optio quería protestar. Al final asintió con la cabeza y lentamente se tumbó en la orilla del río cubierta de hierba, cerró los ojos y se quedó dormido casi enseguida. Macro lo observó un momento y luego desabrochó la capa del cuerpo de un britano y la puso sobre Cato con cuidado.

– ¡ Centurión Macro ¡ -retumbó la voz de Vespasiano-. Me habían dicho que estaba muerto.

Macro se puso en pie y saludó. -Le informaron mal, señor. -Eso parece. Explíquese. -No hay mucho que explicar, señor. Me tiraron al suelo, me llevé a uno de ellos por delante y nos dieron por muertos a ambos. En cuanto pude regresé a la legión. Llegué justo a tiempo de saltar en uno de los barcos del segundo grupo. Pensé que Cato y los muchachos podrían necesitar ayuda, señor.

Vespasiano bajó la mirada hacia la acurrucada figura del optio.

– ¿El chico está bien? Macro asintió con la cabeza.

– Se encuentra bien, señor. Sólo está exhausto. Por encima del hombro del legado, los lozanos tribunos y otros oficiales de Estado Mayor se mezclaban con los cansados legionarios que habían sobrevivido al asalto del río. La presencia del legado de-pronto hizo que Macro frunciera el ceño preocupado.

– De momento el chico está acabado, señor. No puede hacer nada más hasta que haya descansado.

– ¡Tranquilo! -se rió Vespasiano-. No tenía intención de asignarle otra tarea. Sólo quería cerciorarme de que estaba bien. Esta mañana ese joven ha hecho mucho por su emperador.

– Sí, señor. Sí lo ha hecho. -Asegúrate de que descanse todo lo necesario. Y ocúpate de tu centuria. Se han portado magníficamente bien. Deja que descansen. La legión tendrá que arreglárselas sin ellos durante el resto del día. -Vespasiano intercambió una sonrisa con su centurión-. Sigue con tu trabajo, Macro. ¡Me alegro de tenerte de vuelta!

– Sí, señor. Gracias, señor. Vespasiano saludó, se dio la vuelta y se fue a organizar la defensa de la cabeza de puente. Los oficiales del Estado Mayor se separaron para dejarle pasar y luego se apresuraron a seguirle.

Con una última mirada para asegurarse de que su optio seguía descansando plácidamente, Macro se marchó para ocuparse de reconfortar a los soldados de su centuria que había sobrevivido. Caminó con cuidado por entre los cuerpos tendidos en el suelo y gritó la orden para que la sexta centuria se reuniera.

Cato se despertó con un sobresalto y se incorporó, bañado en un sudor frío. Había estado soñando que se ahogaba, atrapado por un guerrero enemigo en un río de sangre. La imagen se disipó poco a poco y fue sustituida por el color azul que se desvanecía en el naranja. A sus oídos llegaron los crujidos y traqueteos de la cocina de campaña. Un acre aroma de estofado le inundó el olfato.

– ¿Estás mejor ahora? -Macro se inclinó sobre él. Macro estaba vivo. Cato se incorporó como pudo y se quedó reclinado. Anochecía el sol acababa de ponerse y bajo la tenue luz vio que la legión estaba acampada a lo largo de la orilla del río. Se habían llevado los cadáveres y unas ordenadas hileras de tiendas se extendían por todas partes. A lo lejos, la silueta del terraplén y la empalizada señalaba el lugar donde se habían levantado fortificaciones alrededor del campamento.

¿Quieres algo de comer? Cato miró en torno de él y vio que estaba tendido cerca de una pequeña fogata sobre la cual una gran olla de bronce se aguantaba sobre unos trébedes. Un débil borboteo acompañaba al vapor que suavemente flotaba sobre el borde y el aroma le hizo sentir de pronto un apetito voraz.

– ¿Qué es? -Liebre -contestó Macro. Con un cucharón sirvió un poco en el plato de campaña de Cato-. Este lugar está lleno. Nunca en mi vida había visto tantas. Los muchachos se han pasado la tarde disparándoles al azar. Aquí tienes.

– Gracias, señor. -Cato dejó el plato sobre la hierba a su lado. Tomó la cuchara que Macro le ofrecía y empezó a remover la humeante comida, impaciente por empezar a comer. Al mismo tiempo, había una pregunta que necesitaba que le contestaran. _Señor, ¿cómo lo hizo?

Macro se reclinó en su asiento, se rodeó las rodillas con los brazos y sonrió. Se había quitado la sangre y la inmundicia que le habían dado un aspecto tan siniestro unas horas antes y estaba sentado descalzo y vestido con su túnica.

– Me preguntaba cuándo me ibas a interrogar. Tuve suerte, supongo. La Fortuna debe de haberme echado el ojo. La verdad es que creí que todo había terminado. Sólo quería matar a todos los cabrones que pudiera antes de que acabaran conmigo. Conseguimos retenerlos durante un rato. Entonces algunos de ellos lograron meterse entre los escudos y pillaron a uno de los muchachos. En cuanto cayó, se nos echaron encima en un momento. Uno de ellos saltó sobre mí, de un golpe me mandó la espada a un lado y caímos sobre los arbustos que había junto al camino. Conseguí sacar mi daga y se la clavé en la garganta. ¡Casi me ahogo con la sangre de ese hijo de puta!

»Bueno, me quedé quieto mientras el resto se amontonaba encima. Debieron de pensar que estaba muerto y estaban impacientes por encargarse de ti y los demás muchachos. Cuando estuve seguro de que se habían ido, me quité de encima al britano y me deslicé dentro del pantano. Me mantuve alejado de los caminos y me dirigí hacia el río y luego seguí hacia abajo. De todos modos tuve que tener cuidado porque todavía había muchos de ellos por ahí. Al final me uní a algunos muchachos de la séptima cohorte y regresamos con la legión justo a tiempo de ver como vosotros arremetíais contra los britanos al otro lado del río. La verdad es que no tienes ningún respeto por la centuria de otro hombre, ¿no es cierto? Apenas te nombran centurión interino que ya pones a los muchachos bajo la muela.

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