Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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Cato bajó la vista, avergonzado y resentido. Por mucho que lo intentara, no podía asumir el papel de legionario en el que Macro estaba tan cómodo. Siempre que se acercaba a un nuevo desafío, lo acosaba una dolorosa y perpetua timidez.

– Y qué, ¿cómo van esas quemaduras? ¿Lo puedes sobrellevar? ~¿Tengo otra elección, señor?

– No.

– Duelen una barbaridad, pero puedo cumplir con mis obligaciones.

– ¡Ése es el espíritu! Has hablado como un verdadero soldado.

– He hablado como un perfecto idiota -dijo Cato entre dientes.

– Pero, ¿te sientes con fuerzas? Hablando en serio, quiero decir.

– Sí, señor. El centurión recorrió con la mirada la refulgente masa de ampollas que cubría el brazo de Cato y luego asintió con la cabeza.

– Entonces, de acuerdo. La legión se pondrá en marcha al despuntar el día. Dejaremos aquí nuestras mochilas y la columna de bagaje del ejército lo traerá todo cuando hayamos cruzado el Támesis. Cuando estemos en el otro lado, tenemos órdenes de atrincherarnos y esperar a que el emperador llegue con refuerzos.

– ¿El emperador va a venir aquí? -En persona. Al menos eso es lo que el legado dijo en la reunión para dar instrucciones. Al parecer quiere estar presente en el momento culminante para presentarse ante la multitud de Roma como gran triunfador. Cruzaremos el Támesis y entonces estaremos bien situados para enfilar hacia el oeste, hacia el corazón de Britania, o para dirigirnos al este y tomar la capital de los catuvelanios. En cualquier caso, mantendremos en suspense a los nativos y mientras tanto recuperaremos del todo las energías y nos prepararemos para la siguiente etapa de la invasión.

– ¿No sería mejor mantener nuestras espadas detrás de Carataco para evitar que vuelva a formar su ejército? Si nos quedamos allí sentados a esperar lo único que hará será hacerse más fuerte.

Macro asintió con un movimiento de la cabeza. -Lo mismo he pensado yo. De todos modos, órdenes son órdenes.

– ¿Y nos van a dar reemplazos, señor? -Están mandando a algunas cohortes de la octava desde Gesoriaco. Tendrían que alcanzarnos cuando crucemos el Támesis. Gracias a nuestras bajas a la segunda le han prometido la mayor parte de los reemplazos. ¿Estás al día con los comunicados de efectivos de la centuria?

– Acabo de mandarlos al cuartel general, señor. -Bien. Esperemos que esos malditos administrativos se dignen a hacernos llegar nuestro cupo. No es que esos cabrones haraganes de la octava sean gran cosa. Han pasado demasiado tiempo acuartelados y casi todos estarán más blandos que una fruta podrida. Puedes estar seguro de ello. De todos modos, un cabrón haragán vivo es de más utilidad que uno muerto.

Cato no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza ante aquellas palabras de tan impecable sabiduría. Especialmente porque todos los hombres que habían muerto generaban ahora una cantidad de papeleo desagradablemente enorme.

– Así pues, ¿cómo andamos? -¿Señor? Macro alzó los ojos al cielo. -¿Cuál es nuestro contingente actual? -¡Ah! Cuarenta y ocho efectivos, incluyéndonos a nosotros y al portaestandarte, señor. Tenemos a doce en el hospital, tres de los cuales tienen miembros amputados.

Macro les dedicó a aquellos tres últimos un minuto de su pensamiento, muy consciente del destino que les esperaba a aquellos que eran dados de baja de las legiones.

– De esos tres, ¿hay alguno que sea veterano?

– Dos, señor. El tercero, Cayo Máximo, se unió a la legión hace tan sólo dos años. Recibió un golpe de espada en la rodilla que casi se la cercenó. El cirujano tuvo que amputar.

– Eso es duro. Muy duro -murmuró Macro, con el rostro prácticamente oculto por las crecientes sombras de la noche-. Dos veinticincoavas partes de su gratificación es todo lo que le van a dar. No es mucho para que un hombre pueda sobrevivir.

– Es romano, señor. Tendrá derecho al reparto de grano. -¡Al reparto de grano! -dijo Macro con desprecio-. Es una perspectiva condenadamente humillante para un ex legionario. No, no puedo dejar que dependa de eso. Debe recibir algo de dinero para abrir un comercio. Un zapatero remendón no echaría en falta una pierna o dos. Él puede hacer eso, o dedicarse a otro negocio similar. Haremos una colecta para Máximo. Haz las rondas antes de que todo el mundo se acueste esta noche. Y devuélvele el dinero de los fondos funerarios. Dudo que los muchachos protesten por eso. Encárgate de ello.

– Sí, señor. ¿Algo más, señor? -No. Puedes transmitir la orden sobre el avance de mañana mientras anotas las contribuciones para Máximo. Hazles saber a los chicos que estaremos en pie antes del amanecer.

Desayunados, reunidos y listos para ponernos en marcha…Y ahora ponte a trabajar.

Mientras observaba la oscura figura del optio al bajar por la línea de tiendas, el pensamiento de Macro volvió a Cayo Máximo. Apenas era mayor que Cato, pero ni con mucho tan inteligente. En realidad era bastante tonto. Un joven grandote y desgarbado de los barrios bajos de la Suburbia en Roma. Alto, lento y pesado, con unas grandes orejas entre las cuales una exasperante sonrisa torcida dividía su cara. Desde el momento en que Macro se había hecho cargo de la centuria, había visto a Máximo como una baja previsible, y había sacudido la cabeza con lástima ante los intentos del chico por formar parte de la legión. A Macro no le produjo ninguna satisfacción que se hubiera demostrado que estaba en lo cierto, y era doloroso imaginarse al joven y burro inválido tratando de sobrevivir en una metrópolis abarrotada de ladrones y granujas de la peor calaña. Pero la espada que había sesgado de golpe la carrera del muchacho (por no mencionar su pierna), podía haber caído con la misma facilidad sobre cualquier otro soldado de la centuria, reflexionó Macro. También sobre él o el joven Cato.

El centurión dobló su túnica y la colocó entre los correajes y la armadura para que así el rocío no la empapara. Cuando se hubo asegurado de que sus armas estaban al alcance de la mano, Macro se cubrió con su capa de lana y se tumbó sobre la hierba mirando hacia la negrura salpicada de estrellas. A su alrededor, la oscuridad estaba llena de los sonidos de un ejército que se acostaba para pasar la noche. El distante estruendo de un cuerno desde el cuartel general anunció un cambio de guardia, y entonces, en la creciente quietud de las hileras de hombres que dormían apaciblemente, al centurión le venció el sueño.

CAPÍTULO XVIII

– ¿Por qué?

– ¿Señor? -Vitelio sonrió con inocencia al legado. -¿Por qué te han vuelto a destinar a la segunda legión? Pensé que te habían ascendido al Estado Mayor del general 'de forma permanente. Una recompensa por tus heroicos esfuerzos. ¿Qué ha cambiado entonces? -Vespasiano lo observó con desconfianza-. ¿Te ordenaron que volvieras aquí o lo solicitaste tú?

– Fue a petición mía, señor -respondió el tribuno con soltura-. Le dije al general que quería estar donde estuviera la acción la próxima vez que la segunda entrara en combate.

El general dijo que admiraba mi coraje, que ojalá hubiera más como yo, me preguntó una vez si quería cambiar de opinión y luego me mandó para aquí.

– Me lo imagino. Nadie en su sano juicio querría que un espía imperial acampara en su puerta.

– Él no lo sabe, señor. -¿No lo sabe? ¿Cómo puede no saber lo que eres? -Porque nadie se lo ha dicho. Nuestro general da por sentado que mi ascenso se debe exclusivamente a mis contactos en palacio. Cuando le pedí que me enviaran de vuelta a la segunda tampoco le disgustó que me fuera. ¿Puedo hablar con sinceridad, señor?

– Por supuesto. -No estoy seguro de poseer el temperamento adecuado para formar parte del Estado Mayor del general. Los hace trabajar demasiado y los expone a demasiados riesgos, no sé si me entiende.

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