Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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– Cato, tienes ojos. Eres muy inteligente. Pero a veces haces unas malditas preguntas de lo más tonto. Claro, muchos soldados están encallecidos. Pero, ¿no lo están también algunos civiles? ¿No conociste a nadie encallecido cuando vivías en palacio? ¿Ese tipo de personas que matarían a sus propios hijos para conseguir un ascenso político? Cuando cayó Seyano, ¿no hubo alguien que ordenó al verdugo que violara a su hija de diez años porque la ley no permitía ejecutar a las vírgenes? ¿No consideras eso estar encallecido? Mira a tu alrededor. -Con un movimiento de la mano Macro señaló las hileras de tiendas que se extendían por todos lados, los centenares de hombres que descansaban tranquilamente en aquel cálido día de verano, entre los cuales había un puñado que jugaba a los dados, uno o dos que leían y algunos que limpiaban su equipo y armas.

_Son sólo hombres, Cato. Hombres normales y corrientes con todos sus vicios y virtudes. Pero mientras que otros hombres viven sus vidas con la muerte como un problema secundario, nosotros vivimos las nuestras con la muerte como constante compañera. Tenemos que aceptar la muerte.

Sus miradas se cruzaron y Macro asintió con la cabeza tristemente.

– Así es como es, Cato. Y ahora escúchame un momento: eres un buen muchacho y tienes potencial para convertirte en un buen soldado. Piensa en ello.

– Sí, señor. Macro se puso en pie y le dio unos tirones a su túnica para que le quedara recta bajo su cota de malla. Con una rápida sonrisa de ánimo se dio la vuelta para marcharse y entonces chasqueó los dedos ''irritado.

– ¡Mierda! Casi me olvido del motivo por el que vine a verte. -Metió la mano por debajo del correaje y sacó un pequeño pergamino, muy enrollado y sellado-. Es para ti. Han llegado algunas cartas con la columna de abastecimiento. Toma. Léelo y descansa un poco. Necesitaré que vuelvas al servicio esta noche.

Mientras el agotado centurión se dirigía hacia su tienda andando con rigidez, Cato examinó el pergamino. La dirección que había en el sello que lo cerraba había sido escrita con una caligrafía pulcra y clara. «Para Quinto Licinio Cato, optio de la sexta centuria, cuarta cohorte, segunda legión». La curiosidad se convirtió en deliciosa expectativa cuando leyó el nombre del remitente: Lavinia.

CAPÍTULO XVI

Para los soldados que luchaban en una campaña, cualquier oportunidad para descansar representaba un lujo que tenía que saborearse, y los hombres de la segunda legión dormitaban tranquilos bajo la luz del astro rey. El calor del sol de la tarde inundaba el mundo que tenía por debajo y provocaba una cálida y reposada calima que flotaba en el paisaje y los llenaba de una sensación de calma y satisfacción. El legado se había cerciorado de que a sus hombres les dieran bien de comer en su regreso al campamento y se había enviado una generosa asignación de vino a todas las cocinas de campaña. Como era habitual, algunos de los legionarios se habían jugado a los dados su ración de vino en un intento de ganar más. En consecuencia, algunos de ellos se hallaban hoscamente sobrios mientras fulminaban con la mirada a sus inconscientes compañeros que dormían el producto de sus ganancias sumidos en un sopor etílico.

Mientras deambulaba por entre las tranquilas líneas de hombres, el legado de la segunda legión no pudo evitar ser consciente de los bruscos cambios que acarreaba la vida. A esa hora del día anterior, aquellos mismos hombres se habían estado preparando para atacar las fortificaciones britanas y para matar o morir en el intento. Sin embargo allí estaban, durmiendo como bebés. Y aquellos que no dormían estaban silenciosamente meditabundos. Algunos de los soldados se encontraban tan absortos en sus pensamientos que no lo veían pasar, pero Vespasiano no exageró la importancia de aquella inobservancia de la disciplina. Habían combatido con todas sus fuerzas. Habían peleado duro y habían salido adelante, pero a qué precio, y era bueno que reposaran y recobraran un poco de bienestar interior. Al día siguiente tendrían que volver a darle duro, cuando el ejército trasladara su posición a través del río Medway y continuara haciendo retroceder a los britanos.

Pero, de momento, los asuntos militares eran un tema secundario. Metida dentro del portamonedas que le colgaba del cinturón había una carta que había encontrado con los partes al volver a su tienda de mando. La letra se reconocía al instante y el legado la había cogido con avidez. Un mensaje de su mujer era lo que le hacía falta en aquel momento más que nada en el mundo. Algo que le mantuviera ocupada la mente un ratito y le recordase que era humano, algo que no tuviera nada que ver con el montón de obligaciones que le rodeaban. Había ordenado de manera cortante a sus oficiales de Estado Mayor que se ocuparan del papeleo, se había quitado la armadura y había abandonado la tienda vestido con una ligera túnica de hilo en busca de un poco de intimidad. El decurión a cargo de la escolta del legado se había cuadrado y dispuesto para ordenar a sus hombres que se levantaran, pero Vespasiano había logrado detenerlo a tiempo. Le mandó al decurión que relevara de servicio a sus hombres y los dejara descansar. Entonces se fue dando un paseo, solo y sin protección.

Más allá de las líneas de los piquetes se alzaba una pequeña loma en lo alto de la cual había un bosquecillo de abedules. Las huellas de un animal trazaban una línea más o menos recta ladera arriba a través de una densa masa de perifollo y ortigas. Ni una brisa perturbaba la calma de la atmósfera; mariposas, abejas y otros insectos flotaban sobre la inmóvil vegetación, ajenos a la enorme fuerza de soldados con sus caballos y bueyes que se extendía a lo largo de las colinas por encima del río que fluía plácidamente. Allí arriba en la loma reinaba el silencio y una completa calma. Vespasiano se dejó caer en el suelo con la espalda apoyada contra la rugosa corteza de un árbol.

Incluso a la sombra el aire era cálido y bochornoso. Las gotas de sudor le corrían por debajo de los brazos y las notaba frías al deslizarse por sus costados bajo la túnica. Abajo, junto al vado del río, una brillante rociada de agua entre unas diminutas figuras le llamó la atención. Algunos legionarios nadaban en el río, sin duda deleitándose con la oportunidad de disfrutar del agua fría. A Vespasiano no se le ocurrió nada más apetecible que un buen baño, pero le llevaría demasiado tiempo bajar andando hasta el río. En cualquier caso, la subida de vuelta al campamento en la colina lo dejaría desagradablemente acalorado otra vez.

Una maravillosa sensación de anticipación había ido creciendo en su interior; podía saborear la carta entonces, en vez de aprovechar algún descanso que le fuera bien mientras pasaba el papeleo por la criba al volver al cuartel general. Rompió el sello y al hacerlo se imaginó las manos de Flavia sosteniendo aquel mismo rollo no 'hacía demasiado tiempo. El pergamino era duro y Vespasiano sonrió al reconocerlo como parte del juego de escritorio que le había comprado a Flavia hacía casi un año. La caligrafía era tan elegante como siempre. Resistiendo el impulso de recorrer rápidamente la carta con la vista como hacía con la mayoría de documentos, Vespasiano se acomodó para leer la carta de su esposa. Empezaba con el acostumbrado formalismo fingido.

Escrita en los idus de junio, desde el cuartel general del gobernador en Lutecia.

Para Flavio Vespasiano, comandante de la segunda legión, casualmente amado esposo de Flavia y ausente padre de Tito.

Querido esposo,

Confío en que estés bien y en que estés haciendo lo posible para mantenerte a salvo. El joven Tito te ruega que tengas cuidado y amenaza con no volverte a hablar nunca más si caes en combate. Me da la impresión de que se toma el eufemismo en sentido literal y se asombra ante la torpeza de los militares como tú. No tengo valor para explicarle lo que ocurre en realidad. Tampoco es que pueda, ni que quiera descubrir nunca cómo es una batalla. Podrías explicárselo todo algún día cuando vuelvas (y no si vuelves).

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