Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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Aquéllas no eran unas tropas corrientes, Macro se dio cuenta de ello mientras intercambiaba golpes con un anciano guerrero al que el sudor le brillaba sobre la piel de su musculoso cuerpo. Del cuello del britano colgaba un pesado torques de oro similar al trofeo tomado del cadáver de Togodumno y que Macro llevaba en esos instantes. El britano lo vio, en su expresión se hizo patente que lo había reconocido y arremetió con el hacha contra Macro con renovada furia alimentada por su deseo de venganza. Al final, su propia ira acabó con él: el romano, más sereno, dejó que la menguante energía de aquel hombre se agotara contra su escudo antes de zanjar el asunto con un golpe rápido. Un legionario, uno de los reclutas del otoño anterior, se arrodilló y tendió una mano hacia el torques del britano muerto.

– Coge eso y estás muerto -le advirtió Macro-. Ya conoces las reglas sobre el botín de guerra.

El legionario asintió con un rápido movimiento de la cabeza y se lanzó hacia el cada vez más reducido grupo de britanos, con lo cual consiguió únicamente empalarse a sí mismo en una -lanza de guerra de hoja ancha.

Macro soltó una maldición. Entonces siguió adelante y se encontró con que, una vez más, Cato estaba a su lado y gruñía con los dientes apretados mientras seguía luchando con una eficiencia feroz. Cuando el arrebol anaranjado y rojo del sol poniente-teñía el cielo, una trompeta romana tocó retirada a todo volumen y se abrió un pequeño espacio alrededor de los britanos -que seguían con vida. Cato fue el último en ceder, tuvo que ser físicamente apartado de la lucha por su centurión y zarandeado para hacerlo volver a un estado de ánimo más equilibrado.

En la penumbra, reunidos en un pequeño círculo de no más de cincuenta hombres, los britanos miraban en silencio a los legionarios. Sangrando por numerosas heridas, con los cuerpos manchados de sangre que se agitaban al haberse quedado sin aliento, se apoyaron en sus armas y aguardaron el final. Desde las filas de las legiones una voz les gritó algo en una lengua celta. Una llamada a la rendición, se imaginó Macro. El llamamiento se volvió a repetir y esta vez los britanos dieron rienda suelta a un coro de gritos y gestos desafiantes. Macro sacudió la cabeza, de pronto estaba muy harto de luchar. ¿Qué más tenían que demostrar aquellos hombres con su muerte? ¿Quién iba a enterarse nunca de su última resistencia? Era axiomático que la historia-la escribían los vencedores en la guerra. Eso era lo que había aprendido de los libros de historia que Cato había utilizado para enseñarle a leer. Aquellos valientes se condenaban a sí mismos a morir para nada.

Poco a poco las palabras provocadoras y los gestos fueron decayendo y los britanos hicieron frente a sus enemigos con una calma fatalista. Hubo un momento de silencio y entonces, sin necesidad de mandato alguno, los legionarios se abalanzaron sobre ellos y los eliminaron.

Los romanos hicieron balance de su victoria a la luz de las antorchas. Las puertas estaban vigiladas en previsión de un contraataque, y la tarea de buscar a los romanos heridos entre los cuerpos desparramados por todo el campamento britano empezó de forma concienzuda. Con las antorchas en alto, las- patrullas de legionarios localizaban a sus maltrechos compañeros y los llevaban al campo de heridos de vanguardia que se había levantado a toda prisa junto a la orilla del río. Los britanos heridos fueron despachados con clemencia mediante rápidas estocadas de espada y lanza y amontonados en pilas para su posterior enterramiento.

Macro mandó a un destacamento a buscar provisiones para la sexta centuria y relevó a Cato de servicio. En la mente del optio sólo había una sola cosa. La necesidad desesperada de algún tipo de alivio del dolor que le causaban sus quemaduras. Dejó al centurión junto al terraplén, trepó por los restos de la empalizada y bajó con dificultad por el otro lado. Se abrió camino a través de la zanja y subió por la orilla del río que las antorchas y braseros del campo de heridos iluminaban con luz vacilante. Se habían dispuesto hileras de heridos, moribundos y muertos por toda la orilla y Cato tuvo que pasar cuidadosamente entre ellos para llegar al río. En la orilla del agua dejó a un lado su escudo y se desabrochó las correas del casco, de la cota de malla y del cinturón de las armas con mucho cuidado. Mientras se despojaba del equipo y se palpaba buscando heridas, notó que una palmarla sensación de ligereza le inundaba el cuerpo exhausto. Tenía algunos cortes en los que la sangre seca ya había formado costra y las quemaduras estaban empezando a ampollarse. Eran un martirio al más mínimo roce. Desnudo, temblando más a causa del cansancio que por el aire fresco de la noche, Cato se adentró en la suave corriente. En cuanto estuvo a suficiente profundidad, se sumergió de pronto y su respiración se volvió fatigosa cuando el agua fría envolvió su cuerpo. Un momento después sonreía de pura dicha por el abrumador alivio que aquello proporcionó a sus quemaduras.

CAPÍTULO XIV

– ¡Eso debe de doler! -Macro hizo una mueca mientras el cirujano untaba con ungüento la piel ampollada del costado derecho de Cato, que le iba de la cadera al hombro. La mirada iracunda que el optio le lanzó fue del todo elocuente.

– No te muevas -el cirujano chasqueó la lengua--. Ya es bastante difícil trabajar con esta luz sin tenerte a ti aquí dando vueltas. Venga, centurión, no muevas la antorcha.

– Lo siento. -Macro levantó más la antorcha de brea y bajo su anaranjado resplandor parpadeante el cirujano metió la mano en el pequeño tarro de ungüento que tenía entre las rodillas y con cuidado le embadurnó el hombro a Cato. Cato se estremeció y tuvo que apretar los dientes mientras el cirujano continuaba la aplicación. El aire fresco de la hora anterior al amanecer lo hacía tiritar, pero proporcionaba un pequeño alivio en aquella herida sumamente lacerante que, de un extremo a otro de su costado, le enviaba oleadas de un punzante dolor que lo martirizaba. _¿Va a poder reincorporarse a la unidad? -preguntó Macro.

– ¡Hazme un favor, centurión! -El cirujano sacudió la cabeza--. ¿Cuándo aprenderéis los oficiales que no podéis esperar que los heridos se levanten de un salto y salgan disparados directamente de vuelta al combate? Si el optio sale de aquí, se le revientan las ampollas y se le infectan, estará muchísimo peor de lo que está ahora. _¿Cuánto tiempo entonces?

El cirujano examinó el conjunto de ampollas inflamadas y ladeó la cabeza.

– Unos cuantos días, para que salgan las ampollas y luego desaparezcan. Tendrá que mantener el costado expuesto al aire y descansar tanto como sea posible. Así que está relevado de servicio.

– ¡Relevado de servicio! -se mofó Macro-. Tal vez no te hayas dado cuenta, pero hay una maldita batalla en curso. Tiene que volver a la unidad. Me hacen falta todos los hombres que tengo.

El cirujano se levantó cuan alto era y se encaró con el centurión. Por primera vez Macro fue consciente de lo enorme que era ese cirujano, casi treinta centímetros más alto que él y de complexión robusta como la de un toro. Tenía alrededor de veinticinco años, con facciones morenas y un cabello negro de apretados rizos que sugerían unos orígenes africanos. Grande como era, no parecía tener ni un gramo de grasa en su musculoso cuerpo.

– Centurión, si aprecias a este hombre, debes permitir que se recupere de las quemaduras. Está exento de servicio, y mi decisión tiene el respaldo del cirujano jefe y del legado. -Su tono y expresión dejaron completamente claro que no estaba de humor para escuchar ningún tipo de argumento contra su decisión. Pero eso no cambiaba el hecho de que la sexta centuria estaba muy falta de efectivos y necesitaba la presencia de cualquiera que todavía pudiera empuñar un arma.

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