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Isaac Singer: Un Amigo De Kafka

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Isaac Singer Un Amigo De Kafka

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¿Por qué siguió viviendo y sufriendo? ¿Para tener más hijas, más asnos y más camellos? No. La verdad es que Job siguió adelante por amor al juego de vivir, al juego en sí mismo. Todos jugamos al ajedrez con el Destino. El Destino mueve una pieza, y nosotros movemos otra. El Destino intenta darnos jaque mate en tres jugadas, y nosotros intentamos impedírselo. Nos consta que no podemos ganar, pero sentimos la necesidad de oponer resistencia. Mi adversario en este juego de ajedrez es un ángel muy duro de pelar. Ataca a Jacques Kohn con todos los medios, todos los trucos y las argucias a su disposición. Ahora, estamos en pleno invierno; incluso con la estufa encendida hace frío; pues bien, mi estufa lleva meses estropeada, y el casero se niega a repararla. Además, si la estufa funcionara, de nada me serviría porque no tengo dinero para comprar carbón. Mi querido y joven amigo, si no ha vivido en una buhardilla ignora usted la fuerza de los vientos. Los cristales de las ventanas retiemblan incluso en verano. A veces, un gato vagabundo se sube al tejado debajo de mi ventana y se pasa la noche gimiendo como una mujer en parto. Yo me quedo bajo las mantas, tiritando de frío, mientras el gato maúlla llamando a una gata, aunque quizá sean tan sólo lamentos provocados por el hambre. Cierto es que podría darle algo que comer para que se tranquilizara un poco, y que también podría asustarle, pero no lo hago porque temo quedarme helado si abandono el lecho, ya que me envuelvo con cuantos harapos tengo, incluso con periódicos viejos, de modo y manera que me encuentro metido dentro de un capullo que el más leve movimiento puede desbaratar. De todos modos, mi querido amigo, debe usted reconocer que, caso de jugar al ajedrez, más vale hacerlo con un adversario de nota que con un maleta. Admiro a mi adversario. A veces su ingenio me pasma. Está ahí sentado, en un despacho del tercero o séptimo cielo, en ese departamento de la Providencia que rige nuestro minúsculo planeta, y sólo tiene una misión: atrapar a Jacques Kohn. Las órdenes que ha recibido son: raja el tonel, pero no permitas que el vino se derrame. Y esto es exactamente lo que hace. No sé cómo se las arregla para mantenerme vivo, es un milagro. Me avergouzaría decirle, mi querido amigo, la cantidad de medicamentos que tomo, la cantidad de píldoras que me trago. Suerte que tengo un amigo farmacéutico, ya que si no fuera así no podría comprar tanto potingue. Antes de acostarrne, me trago las píldoras esas, de una en una, en seco. Sí, porque si bebo orino. No ando muy bien de la próstata, e incluso sin beber tengo que levantarme varias veces, por la noche. En la oscuridad, las categorías de Kant dejan de tener aplicación. El tiempo deja de ser tiempo y el espacio deja de ser espacio. De noche, uno sostiene algo en la mano, y, de repente, deja de sostenerlo. Encender mi lámpara de gas no es una tontería, ni mucho menos. Las cerillas desaparecen constantemente. La buhardilla está atestada de demonios. De vez en cuando, me dirijo a alguno de ellos: «¡Eh, tú, Vinagre, hijo del Vino! ¿Quieres dejar de gastarme tus pesadas bromas?» No hace mucho, en plena noche, oí que golpeaban la puerta de mi buhardilla, y con los golpes una voz de mujer. No pude discernir si la mujer reía o lloraba. Y para mis adentros, me dije: «¿Quién será? ¿Será Lilith? ¿Namah quizá? ¿O Machlath, la hija de Ketev M'riri?» En voz alta, grité: «Señora, se equivoca, no es aquí.» Pero la mujer siguió con sus golpes. Entonces, oí un gemido y el sonido de un cuerpo desplomándose. No me atrevía a abrir la puerta. Comencé a buscar las cerillas, y, por fin, descubrí que las tenía en la mano. Salté de la cama, encendí la lámpara de gas, y me puse la bata y las zapatillas. Sin querer, vi por un instante mi cuerpo reflejado en el espejo, y la visión me asustó. Tenía la cara verde y sin afeitar. Abrí la puerta, y vi a una mujer joven, descalza, con abrigo de piel de marta y camisón. Estaba pálida, y llevaba en desorden su larga cabellera rubia. Le dije: «Señora, ¿qué le ocurre?» Y ella repuso: «Cierta persona ha intentado asesinarme, por favor déjeme entrar, me iré tan pronto amanezca.» De buena gana le hubiera preguntado quién era esa persona que la quería matar, pero no lo hice porque vi que estaba medio helada. Y también borracha, prabablemente. La dejé entrar, y advertí que llevaba una pulsera con grandes diamantes. Le advertí: «No tengo calefacción…» Y ella repuso: «Más vale esto que morir en la calle.» Bueno, y allí quedamos los dos. ¿Qué iba yo a hacer con aquella mujer? Sólo tengo una cama. No bebo, ya que el médico me lo ha prohibido, pero un amigo me había regalado una botella de cognac y aún me quedaban unas cuantas galletas resecas y rancias. Le di una copa y una galleta. El alcohol pareció reanimarla un poco. Le pregunté: «¿Vive usted en esta casa, señora?» Dijo: «No; vivo en el bulevar Ujazdowskie.» Al momento comprendí que se trataba de una aristócrata. Sin apenas darnos cuenta trabamos conversación, y supe que era condesa, viuda, y que su amante vivía en mi casa. También era miembro de la nobleza, aunque por su mal vivir había sido excluido de los ambientes nobiliarios. Había cumplido un año de presidio en la Ciudadela por intento de asesinato. Este hombre no podía visitar a su amante porque ésta vivía con su suegra, y, en consecuencia, ella era quien le visitaba a él. Aquella noche, en un arranque de celos, aquel hombre la había golpeado y le había puesto la boca del revólver junto a la sien. Para abreviar, diré que la mujer consiguió coger el abrigo y salir corriendo de la casa de su amante. Llamó a la puerta de varios vecinos, pero ninguno la dejó entrar, y así llegó a la buhardilla. Le dije: «Señora, su amante seguramente sigue buscándola… ¿y si la encuentra?, yo he dejado de ser lo que se llama un guerrero, ¿sabe?» Repuso: «No se atreverá a armar escándalo, porque está en libertad vigilada; he terminado con él para siempre; por favor no me abandone en plena noche…» Le pregunté: «¿Y cómo se las arreglará para ir mañana a su casa?» Contestó: «No lo sé; estoy harta de vivir, sí, pero no quiero morir a manos de este hombre.» Le dije: «En fin, de todos modos no vov a poder dormir, asi es que le ruego acepte mi cama y yo descansaré en una silla.» Se negó: «No, no puedo aceptarlo, usted ya no es joven y tiene mal aspecto, vaya a su cama, y yo me sentaré en la silla.» Discutimos largamente el asunto, y, al fin, decidimos acostarnos juntos. La tranquilicé: «No tema, soy viejo, y ya no puedo satisfacer a una mujer.» Quedó convencida de la verdad de mis palabras… Bueno… ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Pues el caso es que me encontré en cama, en compañía de una condesa cuyo amante podía derribar la puerta de un momento a otro. Nos cubrimos con mis dos únicas mantas, y no me preocupé de formar el usual capullo dentro del que duermo. Me sentía tan nervioso e inquieto que hasta del frío me olvidé. Además, no dejaba de tener conciencia de que la mujer estaba allí, a mi lado. De su cuerpo emanaba un extraño calor distinto a cuanto había yo conocido hasta entonres, o quizá todo se debía a que ya había perdido el recuerdo de esas cosas. ¿Acaso mi adversario en la constante partida de ajedrez me tendía una nueva celada? Durante los últimos años, mi adversario había jugado sin gran encono. Sí, porque, como usted sabe muy bien, mi querido amigo, también hay lo que podríamos llamar ajedrez humorístico. Según me han dicho, Nimzowitsch a veces gastaba bromas a sus adversarios. Y en los viejos tiempos, Morphy tuvo fama de ser un humorista del ajedrez. In mente, dije a mi adversario: «Buena jugada, jugada de maestro…» Y, entonces, me di cuenta de que sabía quién era el amante de la condesa. Me había cruzado con él en la escalera más de una vez. Era un gigante con cara de asesino: Qué final tan divertido… ¡Jacques Kohn, despeñado por un Otelo polaco! Me eché areír y la condesa se echó también a reír. La abracé y la retuve junto a mí. No se resistió. De repente, ocurrió un milagro. ¡Volvía a tener vigor viril! En cierta ocasión, al atardecer de un jueves, me encontraba yo ante el matadero de un pueblecito, y vi como un toro cubría a una vaca, antes de que uno y otra fueran sacrificados para la celebración de la fiesta del Sábado. Nunca sabré la razón por la que la condesa consintió. Quizá lo hizo para vengarse de su amante. La condesa me besaba y musitaba dulces frases a mi oído. Entonces oímos unos pesados pasos. Alguien golpeó con el puño la puerta de la buhardilla. La mujer rodó por la cama y cayó al suelo. Sentí deseos de recitar la oración de los moribundos, pero me daba vergüenza presentarme ante Dios hallándome en aquellas circunstancias. Bueno, más que vergüenza de presentarme ante Dios era vergüenza a presentarme ante mi burlón adversario en la partida de ajedrez. ¿Cómo iba yo a darle semejante placer? Incluso el melodrama tiene sus límites. El animal al otro lado de la puerta seguía golpeando, y yo me maravillaba de que la puerta no hubiera cedido ya a sus golpes. Ahora le propinaba patadas. La puerta gemía, pero seguía resistiendo. Entonces el ruido cesó. Otelo se había ido. La mañana siguiente llevé la pulsera de la condesa a una casa de empeños. Con el dinero obtenido, compré a mi heroína un vestido, ropa interior y zapatos. El vestido no le caía bien y los zapatos tampoco eran de su medida pero, a fin de cuentas, lo único que tenía que hacer era cruzar la acera y subir a un taxi a menos que su amante la estuviera acechando en la escalera. Pero, cosa curiosa, el individuo desapareció aquella noche, y nunca más se supo de él. Antes de irse, la condesa volvió a besarme y me rogó encarecidamente que la visitara pero, a pesar de todo, no soy tan insensato como eso. El Talmud dice: «Los milagros no ocurren todos los días.» Bueno, y lo curioso es que Kafka, pese a su juventud, vivía atormentado por esas mismas inhibiciones que son la tortura de mi ancianidad. A Kafka estas inhibiciones le tenían paralizado, tanto en materia literaria como en cuestiones carnales. Ansiaba amar, pero huía del amor. Escribía una frase e inmediatamente la tachaba. También Otto Weininger era así, loco y genial. Le conocí en Viena. No cesaba de prodigar aforismos y paradojas. Dijo una frase que jamás olvidaré: «Dios no creó las chinches.» Es preciso haber vivido en Viena para comprender estas palabras. ¿Quién creó a las chinches? ¡Mire, ahí llega Bamberg! Fíjese en su modo de avanzar, inseguro, con esas piernecillas tan cortas, como un cadáver que se negara a bajar a la tumba… ¿Por qué andará ese hombre zascandileando por ahí toda la noche? ¿Por qué se empeña en ir a los cabarets cuando ya no pueden divertirle? Los médicos le desahuciaron hace ya años, cuando aún estábamos en Berlín. Pero esto no le impidió estar sentado en el Romanisches Café hasta las cuatro de la madrugada, charlando con las rameras. Una vez, Granat, el actor, anunció que iba a dar una fiesta -una verdadera orgía- en su casa, y, entre otros, invitó a Bamberg. Granat encomendó a todos los hombres que acudieran con una señora, fuese la propia, fuese una amiga. Pero Bamberg no tenía esposa ni amante, por lo que contrató a una furcia para que le acompañara. Tuvo que comprarle también un vestido de noche. Los invitados eran, exclusivamente, escritores, profesores, filósofos, y los clásicos individuos que van siempre detrás de los intelectuales. Todos habían tenido la misma idea que Bamberg y vinieron con prostitutas. También fui. Acudí en compañía de una actriz de Praga, vieja amiga mía. ¿Conoce usted a Granat, mi querido y joven amigo? ¿No? Pues es un salvaje. Bebe el cognac como si fuera agua, y es capaz de comerse como si tal cosa una tortilla de diez huevos. Tan pronto los invitados hubimos llegado, Granat se desnudó y comenzó a bailar como un loco con las furcias, sólo para impresionar a los invitados intelectuales. Al principio, éstos estuvieron sentados, mirando el espectáculo. Al cabo de un rato comenzaron a hablar de sexualidad. Nietzche decía esto o decía lo otro… Quienes no lo hayan presenciado difícilmente podrán imaginar lo ridículos que pueden llegar a ser los genios esos. Y, de repente, Bamberg se sintió enfermo. Se puso verde como el césped y echó a sudar. Me dijo: «Jacques, todo ha terminado para mí, ¡buen sitio en el que morir!» Padecía un ataque de riñón o de hígado. Le saqué de allí y le llevé a un hospital. A propósito, mi querido y joven amigo, ¿puede prestarme un zloty ?
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