Encontró a Rashid en el cobertizo de las herramientas, claveteando una tabla de madera. Cuando la vio, Rashid se quitó un clavo de la comisura de la boca.
– Iba a ser una sorpresa. El niño necesitará una cuna. No tenías que verla hasta que estuviera terminada.
Mariam deseaba que su marido dejara de aferrarse a la esperanza de que fuera un niño. A pesar de la felicidad que sentía por el embarazo, le pesaba aquella expectativa. La víspera, Rashid había salido y había vuelto a casa con un abrigo de ante para un niño, forrado por dentro de suave piel de cordero y con las mangas bordadas con hilo de seda rojo y amarillo.
Rashid cogió un largo y estrecho tablón. Mientras lo serraba por la mitad, comentó que le preocupaban las escaleras.
– Habrá que hacer algo más adelante, cuando empiece a andar. -Y añadió que también le preocupaba la estufa. Y los tenedores y los cuchillos habrían de guardarse fuera de su alcance-. Toda precaución es poca. Los niños son muy curiosos y no conocen el peligro.
Mariam se arrebujó en el chal para protegerse del frío.
A la mañana siguiente, Rashid dijo que quería invitar a sus amigos a cenar para celebrarlo. Mariam se pasó la mañana limpiando lentejas y poniendo el arroz en remojo. Cortó berenjenas en rodajas para hacer borani, y preparó aushak con puerros y buey picado. Barrió, sacudió las cortinas y ventiló bien la casa, a pesar de que volvía a nevar. Dispuso cojines grandes y pequeños contra las paredes de la sala de estar y colocó unos cuencos con caramelos y almendras tostadas sobre la mesa.
Se metió en su habitación al atardecer, antes de que llegaran los hombres. Estuvo tumbada en la cama escuchando risas, vítores y bromas, que fueron en aumento. No podía evitar que las manos se le fueran a cada momento hacia el vientre. Pensaba en lo que crecía en su interior y la felicidad la invadía como una ráfaga de viento abriendo una puerta de par en par. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Mariam pensó en su viaje de seiscientos cincuenta kilómetros en autobús con Rashid, desde Herat, que estaba situado al oeste, cerca de la frontera con Irán, hasta Kabul, en el este. Habían pasado por pueblos y ciudades, y por aldeas con un puñado de casas que surgían una tras otra. Habían atravesado montañas y desiertos pelados, recorriendo una provincia tras otra. Y allí estaba ahora, después de dejar atrás rocas y colinas resecas, con marido y casa propia, encaminándose a la etapa final y más preciada: la maternidad. Qué agradable pensar en su bebé, el bebé de los dos. Qué maravilloso saber que el amor por su bebé empequeñecía ya todo cuanto había sentido antes como ser humano, y que desde ese momento no necesitaría jugar más con guijarros.
Abajo alguien afinaba una armónica. Después se oyó el sonido de una tabla, ese instrumento musical consistente en dos tambores llamados dayan y bayan. Alguien carraspeó. Y después empezaron los silbidos, las palmas, las exclamaciones y los cánticos.
Mariam se acarició el suave vientre. «Tan pequeño como una uña», había dicho el médico. «Voy a ser madre», pensó ella.
– Voy a ser madre -dijo. Luego rió para sí y lo repitió una y otra vez, deleitándose con las palabras.
Cuando pensaba en su bebé, se le henchía el corazón. Crecía y crecía hasta borrar todo el dolor, la soledad y la humillación que había experimentado en su vida. Por eso Dios la había llevado hasta allí, al otro lado del país. Ahora lo comprendía. Recordó un versículo del Corán que le había enseñado el ulema Faizulá: «Y Alá es el este y el oeste, por tanto, allá donde vayas, será designio de Alá…» Colocó su estera y rezó el namaz. Cuando terminó, unió las manos frente al rostro y pidió a Dios que no permitiera que cambiara su buena fortuna.
Fue Rashid quien tuvo la idea de ir al hammam. Mariam no había estado nunca en unos baños, pero él le aseguró que no había nada mejor que salir del agua y respirar la primera bocanada de aire fresco, notando aún el calor que desprendía el cuerpo.
En el hammam de mujeres, las figuras se movían en medio del vapor alrededor de Mariam, y ella vislumbraba una cadera aquí y el contorno de un hombro allá. Los chillidos de las jovencitas, los gruñidos de las viejas y el sonido del agua resonaban entre las paredes, mientras se frotaban la espalda y se enjabonaban los cabellos. Mariam se sentó en el rincón más alejado, sola, y se frotó los talones con piedra pómez, aislada por una cortina de vapor de las figuras que pasaban cerca.
Hasta que vio la sangre y empezó a chillar.
Oyó el sonido de pisadas sobre las losas húmedas. Vio rostros que la escudriñaban entre el vapor y oyó chasquidos de lengua.
Esa noche, en la cama, Fariba le contó a su marido que, al oír el grito y acercarse corriendo, había encontrado a la esposa de Rashid encogida en un rincón, abrazándose las rodillas y con un charco de sangre a sus pies.
– Se le oían castañetear los dientes a la pobre chica, Hakim, de tanto como temblaba.
Al verla, explicó Fariba, Mariam le había preguntado con voz aguda y suplicante: «Es normal, ¿verdad? ¿Verdad? ¿Verdad que es normal?»
Otro viaje en autobús con Rashid. Nevaba de nuevo. Esta vez copiosamente. La nieve se amontonaba en las aceras, en las azoteas, en los troncos de árboles diseminados. Mariam contemplaba a los mercaderes que abrían caminos en la nieve frente a sus tiendas. Un grupo de niños perseguía a un perro negro y todos agitaron la mano para saludar juguetonamente al autobús. Mariam miró a Rashid. Su marido tenía los ojos cerrados. No tarareaba. Ella recostó la cabeza y cerró también los ojos. Quería quitarse los fríos calcetines y el húmedo suéter de lana que le producía picor. Quería abandonar aquel autobús.
En casa, Rashid la tapó con una colcha cuando ella se tumbó en el sofá, pero su gesto era envarado, maquinal.
– ¿Qué clase de respuesta es ésa? -volvió a quejarse-. Eso es lo que se espera de un ulema. Pero cuando uno paga a un médico espera una respuesta mejor que «Es la voluntad de Alá».
Mariam se acurrucó bajo la colcha y le dijo que debería descansar.
– La voluntad de Alá -repitió él, con ira sorda.
Rashid se pasó el día en su habitación, fumando.
Mariam se quedó acostada en el sofá con las manos metidas entre las rodillas, contemplando la nieve que se arremolinaba frente a la ventana. Recordó que Nana le había dicho en una ocasión que cada copo de nieve era el suspiro de una mujer a la que habían ofendido en algún lugar del mundo. Que todos los suspiros subían al cielo, formaban nubes y luego se deshacían en trocitos diminutos que caían silenciosamente sobre las personas.
«Para recordar cuánto sufren las mujeres como nosotras -había dicho-. Con cuánta resignación soportamos todo lo que nos toca sufrir.»
La pena no dejaba de sorprender a Mariam. Sólo tenía que pensar en la cuna sin terminar en el cobertizo, o el abrigo de ante en el armario de Rashid, para que volviera a desatarse. El bebé cobraba vida entonces y ella lo oía, oía sus quejidos de hambre, sus gorjeos y balbuceos. Lo notaba olisqueándole los pechos. El dolor la inundaba, la arrastraba, la zarandeaba. A Mariam le asombraba que pudiera echar tanto de menos a un ser al que ni siquiera había llegado a ver, a tal punto que la nostalgia la paralizaba.
Pero había días en que la tristeza no le resultaba tan implacable. Días en los que la mera idea de reanudar las viejas rutinas no le parecía tan agotadora, en que no precisaba de un gran esfuerzo de voluntad para levantarse, rezar, lavar, preparar las comidas para Rashid.
Temía salir a la calle. De repente, envidiaba a las mujeres del vecindario con su abundante prole. Algunas tenían siete u ocho hijos y no comprendían lo afortunadas que eran por haber sido bendecidas con el fruto de su vientre, que había vivido para agitarse entre sus brazos y mamar de sus pechos. Sus hijos no se habían ido por el desagüe de una casa de baños con su propia sangre, agua jabonosa y suciedad corporal de mujeres desconocidas. A Mariam le molestaba oírlas quejarse del mal comportamiento de sus hijos y la pereza de sus hijas.
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