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Khaled Hosseini: Cometas en el Cielo

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Khaled Hosseini Cometas en el Cielo

Cometas en el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva. Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Un día de la semana siguiente, después de clase, le enseñé el libro a mi maestro y llamé su atención sobre el capítulo dedicado a los hazaras. Hojeó un par de páginas, rió disimuladamente y me devolvió el libro.

– Es lo único que saben hacer los chiítas -dijo, recogiendo sus papeles-, hacerse los mártires. -Cuando pronunció la palabra «chiíta» arrugó la nariz, como si de una enfermedad se tratase.

A pesar de compartir la herencia étnica y la sangre de la familia, Sanaubar se unió a los niños del barrio en las burlas destinadas a Alí. En una ocasión oí decir que no era un secreto para nadie el desprecio que sentía por el aspecto de su marido.

– ¿Es esto un esposo? -decía con sarcasmo-. He visto asnos viejos mejor dotados para eso.

Al final todo el mundo comentaba que el matrimonio había sido acordado entre Alí y su tío, el padre de Sanaubar. Decían que Alí se había casado con su prima para restaurar de algún modo el honor mancillado de su tío.

Alí nunca tomaba represalias contra sus acosadores, imagino que en parte porque sabía que jamás podría alcanzarlos con aquella pierna torcida que arrastraba tras él, pero sobre todo porque era inmune a los insultos: había descubierto su alegría, su antídoto, cuando Sanaubar dio a luz a Hassan. Había sido un parto sin complicaciones. Nada de ginecólogos, anestesistas o monitores sofisticados. Simplemente Sanaubar, acostada en un colchón sucio, con Alí y una matrona para ayudarla. Aunque la verdad es que no necesitó mucha ayuda, pues, incluso en el momento de nacer, Hassan se mostró conforme a su naturaleza: era incapaz de hacerle daño a nadie. Unos cuantos quejidos, un par de empujones y apareció Hassan, sonriendo.

Según la locuaz matrona confió al criado de un vecino, quien a su vez se lo contó a todo aquel que quiso escucharlo, Sanaubar se limitó a echarle una ojeada al bebé que Alí sujetaba en brazos, vio el labio hendido y explotó en una amarga carcajada.

– Ya está -dijo-. ¡Ya tienes un hijo idiota que sonría por ti! -No quiso ni coger a Hassan entre sus brazos, y, cinco días después, se marchó.

Baba contrató a la nodriza que me había criado a mí para que hiciera lo propio con Hassan. Alí nos explicó que era una mujer hazara de ojos azules procedente de Bamiyan, la ciudad donde estaban las estatuas gigantes de Buda.

– Tiene una voz dulce y cantarina -nos decía.

A pesar de saberlo de sobra, Hassan y yo le preguntábamos qué cantaba… Alí nos lo había contado centenares de veces. Pero queríamos oírlo cantar.

Entonces se aclaraba la garganta y entonaba:

Yo estaba en una alta montaña
y gritéel nombre de Alí, León de Dios.
Oh, Alí, León de Dios, Rey de los Hombres
trae alegría a nuestros apenados corazones.

A continuación nos recordaba que entre las personas que se habían criado del mismo pecho existían unos lazos de hermandad que ni el tiempo podía romper.

Hassan y yo nos amamantamos de los mismos pechos. Dimos nuestros primeros pasos en el mismo césped del mismo jardín. Y bajo el mismo techo articulamos nuestras primeras palabras.

La mía fue «Baba».

La suya fue «Amir». Mi nombre.

Al recordarlo ahora, creo que la base de lo que sucedió en aquel invierno de 1975, y de todo lo que siguió después, quedó establecido en aquellas primeras palabras.

3

La tradición local cuenta que, una vez, mi padre luchó en Baluchistán contra un oso negro sin la ayuda de ningún tipo de arma. De haber sido cualquier otro el protagonista de la historia, habría sido desestimada por laaf, la tendencia afgana a la exageración; por desgracia, una enfermedad nacional. Cuando alguien alardeaba de que su hijo era médico, lo más probable era que el muchacho se hubiese limitado a aprobar algún examen de biología en la escuela superior. Sin embargo, nadie ponía en duda la autenticidad de cualquier historia relacionada con Baba. Y si alguien la cuestionaba, bueno, Baba tenía aquellas tres cicatrices que descendían por su espalda en un sinuoso recorrido. Me he imaginado muchas veces a Baba librando esa batalla, incluso he soñado con ello. Y en esos sueños nunca soy capaz de distinguir a Baba del oso.

Fue Rahim Kan quien utilizó por vez primera el que finalmente acabaría convirtiéndose en el famoso apodo de Baba, Toophan agha, señor Huracán. Un apodo muy apropiado. Mi padre era la fuerza misma de la naturaleza, un imponente ejemplar de pastún; barba poblada, cabello de color castaño, rizado e ingobernable como él mismo; sus manos parecían poder arrancar un sauce de raíz. Tenía una mirada oscura, «capaz de hacer caer al diablo de rodillas suplicando piedad», como decía Rahim Kan. En las fiestas, cuando su metro noventa y cinco de altura irrumpía en la estancia, las miradas se volvían hacia él como girasoles hacia el sol.

Era imposible no sentir la presencia de Baba, ni siquiera cuando dormía. Yo me ponía bolitas de algodón en los oídos y me tapaba la cabeza con la manta, pero aun así sus ronquidos, un sonido semejante al retumbar del motor de un camión, seguían traspasando las paredes. Y eso que mi dormitorio estaba situado en el lado opuesto del pasillo. Para mí es un misterio que mi madre pudiera dormir en la misma habitación: es una más de la larga lista de preguntas que le habría formulado si la hubiera conocido.

A finales de los sesenta, tendría yo cinco años, Baba decidió construir un orfanato. Fue Rahim Kan quien me contó la historia. Me explicó que Baba había dibujado personalmente los planos, aun sin tener ningún tipo de experiencia en el campo de la arquitectura. Los más escépticos le aconsejaron que se dejara de locuras y que contratara a un arquitecto. Baba se negó, por supuesto, a pesar de que todos criticaban su obstinación. Sin embargo, salió airoso del proyecto y todo el mundo dio muestras de aprobación ante su triunfo. Baba pagó con su dinero la construcción del edificio de dos plantas que albergaba el orfanato, justo en el extremo de Jadeh Maywand, al sur del río Kabul. Rahim Kan me contó que Baba financió la totalidad del proyecto, desde ingenieros, electricistas, fontaneros y obreros, hasta los funcionarios del ayuntamiento, cuyos «bigotes necesitaban un engrase».

La construcción del orfanato se prolongó durante tres años. Cuando finalizó, yo tenía ocho. Recuerdo que el día anterior a la inauguración Baba me llevó al lago Ghargha, que estaba a unos pocos kilómetros al norte de Kabul. Me pidió que fuera a buscar a Hassan para que viniera con nosotros, pero le mentí y le dije que Hassan tenía cosas que hacer. Quería a Baba todo para mí. Además, en una ocasión que habíamos estado en el lago Ghargha, recuerdo que Hassan y yo jugamos a hacer cabrillas en el agua con piedras y Hassan consiguió que su piedra rebotara ocho veces. Lo máximo que yo logré fueron cinco. Baba, que nos miraba, le dio una palmadita en la espalda. Incluso le pasó el brazo por el hombro.

Nos sentamos en una mesa de picnic a orillas del lago, solos Baba y yo, y comimos huevos cocidos con bocadillos de kofta, albóndigas de carne y encurtidos enrollados en naan. El agua era de un color azul intenso y la luz del sol se reflejaba sobre su superficie transparente. Los viernes el lago se llenaba de familias bulliciosas que salían para disfrutar del sol. Sin embargo, aquél era un día de entre semana y estábamos sólo Baba y yo y una pareja de turistas barbudos y de pelo largo… Hippies, había oído que los llamaban. Estaban sentados en el muelle, chapoteando con los pies en el agua y con cañas de pescar en la mano. Le pregunté a Baba por qué se dejaban el pelo largo, pero Baba se limitó a gruñir y no me respondió. Estaba concentrado en la preparación del discurso que debía pronunciar al día siguiente. Hojeaba un montón de folios escritos a mano y escribía notas aquí y allá con un lápiz. Le di un mordisco al huevo y le pregunté si era cierto lo que me había contado un niño del colegio, que si te comías un trozo de cáscara de huevo lo expulsabas por la orina. Baba volvió a gruñir.

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