Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Cometas en el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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– Ningún monstruo -repetí, sintiéndome, ante mi sorpresa, algo mejor.

Sonrió.

– Ningún monstruo.

– ¿Estás seguro? -Cerró los ojos y asintió con la cabeza. Miré a los niños que corrían por la calle huyendo de las bolas de nieve-. Un día precioso, ¿verdad?

– A volar -dijo él.

Se me ocurrió pensar que tal vez Hassan se hubiese inventado el sueño. ¿Sería posible? Decidí que no. Hassan no era tan inteligente. Yo no era tan inteligente. Inventado o no, aquel sueño absurdo me había liberado un poco de la ansiedad. Tal vez debía despojarme de la camisa y darme un baño en el lago. ¿Por qué no?

– Vamos -dije.

La cara de Hassan se iluminó.

– Bien -dijo.

Luego levantó nuestra cometa, que era roja y con los bordes amarillos, y que estaba marcada con la firma inequívoca de Saifo justo debajo de donde se unían la vara central con las transversales. Se chupó un dedo, lo mantuvo en alto para verificar el viento y echó a correr en la dirección que soplaba (en las raras ocasiones en que volábamos cometas en verano, daba una patada a la tierra para que se levantase el polvo y comprobar así la dirección del viento). El carrete rodó entre mis manos hasta que Hassan se detuvo, a unos quince metros de distancia. Sostenía la cometa por encima de la cabeza, como un atleta olímpico que muestra su medalla de oro. Di dos tirones al hilo, nuestra señal habitual, y Hassan lanzó la cometa al aire.

Entre las ideas de Baba y las de los mullahs del colegio, no me había hecho todavía mi propia idea sobre Dios. Sin embargo, recité en voz baja un ayat del Corán que había aprendido en clase de diniyat. Respiré hondo, expulsé todo el aire y tiré del hilo. En un instante, mi cometa salió propulsada hacia el cielo. Emitía un sonido parecido al de una pajarita de papel batiendo las alas. Hassan aplaudió, silbó y corrió hacia mí. Le entregué el carrete sin dejar de sujetar el hilo y él lo hizo girar rápidamente para enrollar el hilo sobrante.

Un mínimo de dos docenas de cometas surcaban ya el cielo. Eran como tiburones de papel en busca de su presa. En cuestión de una hora, la cantidad se dobló y el cielo se pobló de brillantes cometas rojas, azules y amarillas. Una fresca brisa revoloteaba en mi cabello. El viento era perfecto para volar, soplaba con la fuerza justa para sustentar la cometa arriba y facilitar los barridos. A mi lado, Hassan sujetaba el carrete, con las manos ensangrentadas ya por el hilo.

Pronto empezaron los cortes y las primeras cometas derrotadas giraron en remolino fuera de control. Caían del cielo como estrellas fugaces de colas brillantes y rizadas, lloviendo sobre los barrios y convirtiéndose en premios para los voladores de cometas, que vociferaban mientras se precipitaban por las calles. Alguien informaba a gritos sobre una lucha que estaba teniendo lugar dos calles más abajo.

Yo seguía lanzando miradas furtivas a Baba, que continuaba sentado en la azotea en compañía de Rahim Kan, y me preguntaba en qué estaría pensando. ¿Me animaría? ¿O una parte de él disfrutaría viéndome fracasar? En eso consistía volar cometas; en dejar que tu cabeza volara junto a ella.

Por todas partes caían cometas, y yo seguía volando. Seguía volando. Mis ojos observaban de vez en cuando a Baba, envuelto en su abrigo de lana. ¿Estaría sorprendido de que durara tanto? «Si no mantienes la mirada fija en el cielo, no durarás mucho.» Fijé nuevamente los ojos en el cielo. Se acercaba una cometa roja…, la pillaría a tiempo. Me enredé un poco con ella, pero acabé superándola cuando su portador se impacientó y trató de cortarme desde abajo.

Por todas las esquinas aparecían voladores que regresaban triunfantes sosteniendo en alto las cometas capturadas. Se las mostraban a sus padres, a sus amigos. Aunque todos sabían que la mejor estaba todavía por llegar. El premio mayor seguía volando. Partí una cometa de color amarillo chillón que terminaba en una cola blanca en serpentín. Me costó un nuevo corte en el dedo índice y más sangre que siguió resbalando por la mano. Le pasé el hilo a Hassan para que lo sujetase mientras me secaba y me limpiaba el dedo en los pantalones vaqueros.

Al cabo de una hora, el número de cometas supervivientes menguó de las aproximadamente cincuenta iniciales a una docena. Yo era uno de los voladores que resistían. Había conseguido llegar a la última docena. Sabía que el concurso se prolongaría durante un buen rato porque los chicos que llegaban hasta allí eran buenos… No caerían fácilmente en trampas sencillas como el viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado», el favorito de Hassan.

Hacia las tres de la tarde, aparecieron unos nubarrones y el sol se escondió tras ellos. Las sombras empezaban a prolongarse. Los espectadores de las azoteas se enrollaban en bufandas y gruesos abrigos. Quedábamos media docena y yo seguía volando. Me dolían las piernas; tenía el cuello rígido. Pero con cada cometa derrotada, la esperanza crecía en mi corazón como la nieve que se apila sobre un muro, copo tras copo.

Mi mirada volvía una y otra vez hacia una cometa azul que había causado estragos durante la última hora.

– ¿Cuántas ha cortado? -pregunté.

– He contado once -respondió Hassan.

– ¿Sabes de quién es?

Hassan chasqueó la lengua y levantó la barbilla. Uno de sus gestos típicos, que significaba que no tenía ni idea. La cometa azul partió otra morada de gran tamaño y barrió dos veces trazando enormes rizos. Diez minutos más tarde había cortado otras dos, enviando tras ellas a una multitud de voladores.

Media hora después quedaban únicamente cuatro cometas. Y yo seguía volando. Me resultaba realmente difícil equivocarme en los movimientos, era como si todas las ráfagas de viento soplaran a mi favor. Jamás me había sentido dominando la situación de aquella manera, tan afortunado. Resultaba embriagador. No me atrevía a apartar los ojos del cielo. Tenía que concentrarme, actuar con inteligencia. Quince minutos más y lo que aquella mañana parecía un sueño irrisorio se convertiría en realidad: sólo quedábamos yo y el otro chico. La cometa azul.

La tensión era tan cortante como el hilo de vidrio del que tiraban mis ensangrentadas manos. La gente se ponía en pie, aplaudía, silbaba, cantaba: « Boboresh! Boboresh! ¡Córtala! ¡Córtala!» Me preguntaba si la voz de Baba sería una de ellas. Empezó la música. El aroma de mantu estofado y pakora frita salía en desorden de azoteas y puertas abiertas.

Pero lo único que yo escuchaba, lo único que me permitía escuchar, era el ruido sordo de la sangre en mi cabeza. Lo único que veía era la cometa azul. Lo único que olía era la victoria. Salvación. Redención. Si Baba estaba equivocado y, como decían en la escuela, existía un dios, Él me permitiría ganar. No sabía cuáles eran las intenciones del otro chico, tal vez sólo fuera un fanfarrón. En fin, el caso es que allí estaba mi única oportunidad de convertirme en alguien a quien miraran, no sólo vieran, a quien escucharan, no sólo oyeran. Si había un dios, guiaría los vientos, haría que soplasen para mí de manera que, con un tirón de mi hilo, pudiera liberar mi dolor, mi anhelo. Había soportado demasiado y llegado demasiado lejos. Y de pronto, así, sin más, la esperanza se convirtió en plena conciencia. Iba a ganar. Sólo era cuestión de cuándo.

Y resultó que fue más temprano que tarde. Una ráfaga de viento levantó mi cometa y gané ventaja. Solté hilo, tiré. Mi cometa dibujó un rizo hasta colocarse por encima de la azul. Mantuve la posición. El volador de la cometa azul sabía que se encontraba en una situación problemática. Intentaba desesperadamente maniobrar para salirse de la trampa, pero no la dejé marchar. Mantuve la posición. La multitud intuía que el final estaba muy cerca. El coro de voces gritaba cada vez con más fuerza: «¡Córtala!, ¡córtala», como romanos animando a los gladiadores: «¡Mátalo!, ¡mátalo!»

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