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Manuel Rivas: Ella, maldita alma

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Manuel Rivas Ella, maldita alma

Ella, maldita alma: краткое содержание, описание и аннотация

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El alma suele ser ese aspecto de la vida que liga la actuación del hombre en ese espacio intermedio que hay entre nuestra conciencia y nuestra sentido. No sabemos si existe, no sabemos qué es, pero tenemos la intuición de que en algún lugar de nuestro ser se encuentra oculta. Esa alma, ese concepto que no sabemos si es o no es, si existe o no existe, es la protagonista de éste libro de Manuel Rivas titulado Ella, Maldita Alma. Un libro de relatos que nos acerca a situaciones cotidianas, vistas desde el punto de vista singular y único que el propio personaje nos transmite en sus vivencias. Desde el punto de vista del lector, puedo asegurar que es una obra dura y tierna a la vez, llena de recuerdos y vivencias de antaño que se rememoran en cada uno de los relatos poniendo de manifiesto un recuerdo, un pensamiento, una imagen o un lugar, en el que el alma, oculta tras alguno de los elementos de los que el autor se sirve para contarnos cada situación, siempre es la protagonista, o si cabe la responsable de según qué situaciones, o qué forma de actuar. Es curioso, pero los relatos intimistas que aquí se nos muestran no difieren en mucho de los que todos podemos llegar a vivir en nuestras vidas. Unas vidas en las que situaciones reflejadas en papel pueden parecer tan lejanas o cercanas como el propio lector quiera. Verse reflejado en cada una de las situaciones no es tan difícil, y sólo hay que saber relacionar. Esa es quizá una cuestión que debemos tener en cuenta tras leer o mientras se lee Ella, Maldita Alma. Creo sinceramente que este libro es un muy buen libro. Que a más de uno lo sorprenderá, como a mi me ha sorprendido, tanto por su contenido como por su forma de expresar lo que ahí aparece. Y sobre todo, reseñar que he descubierto, aunque tarde (nunca es tarde si la dicha en buena, como alega algún antiguo refrán), un escritor como es Manuel Rivas que visto su forma de narrar y contar, va a entrar a formar parte de ese grupo de escritores cuyos libros leeré de hoy en adelante. Recomendable a más no poder.

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Fueron las criadas las que, de forma involuntaria, le cambiaron la plática al loro. En la era, bajo la balconada, llamaban a las gallinas para echarles maíz: ¡Churras, churras, churriñas! Y las gallinas acudían tambaleantes como falsos tullidos ante una nube de monedas.

Un día, por la mañana temprano, el loro comenzó a gritar: ¡Churras, churras, churriñas!

Las gallinas se arremolinaron bajo la balconada, esperando inútilmente la lluvia de oro vegetal.

Y desde entonces el loro olvidó el latín y repetía constantemente aquella gracia. Cuando tenía el corral reunido, al acecho del grano, lanzaba una carcajada que resultaba algo siniestra por venir de un ave.

¡Churras, churras, churraaaaas! Ja, ja, ja!

Por allí, ante la casa rectoral, pasaban los recolectores de pinas de Altamira, que eran, como se suele decir, una raza aparte. Pasaban ligeros, tirando de los burros y con el punto de mira puesto en la cima de los montes. Pero un día se fijaron en el loro. Asistieron al espectáculo de llamar a las gallinas, escucharon las risotadas del ave y les hizo tanta gracia que perdieron media mañana en aquel circo. Doña Leonor salió al portal y los reprendió. Les dijo que si las pinas caían del cielo y otras reconvenciones que ellos escucharon como un silencioso campamento. Luego se marcharon como se marchan los indios en las películas del oeste, resentidos y sigilosos. A la mañana siguiente, los recolectores de pinas acamparon de nuevo ante la balconada. El loro Pío Nono comenzó el día con el número de las churras, churras, churriñas. Los recogedores de pinas se rieron mucho y después aplaudieron. De repente, de entre aquella gente de rostro de madera del país barnizada por la resina, salió un grito que resonó como el estallido de un trueno.

¡Viva Anarquía!

Y Pío Nono contempló en panorámica al público, alzó el pico con solemnidad y repitió: ¡Viva Anarquía!

Y hubo gorras al aire y muchos bravos y aplausos.

En camisón, con su pálida faz de luna menguante, doña Leonor salió a la balconada. Y nunca jamás se volvió a saber de aquel loro de larga cola púrpura.

Jinetes en la tormenta

Era mi primera marea en el Gran Sol. Yo quería comprar una guitarra. No una guitarra cualquiera, sino una de verdad, una auténtica Fender, una Strato. En mis sueños, ya le tenía nombre, cuando galopaba sobre el efecto niebla de un escenario, perseguido por un reflector de presidio. Le llamaría Sirena.

Dicen que el de Irlanda, a partir de los 48° Latitud Norte, es el mar más duro, pero yo no tenía miedo. Y eso que sé que el mar va a por mí. Nací avisado. El día que vine a este mundo, el temporal estuvo a punto de reventar la puerta de casa. No es una exageración. Entró de golpe por la bocana y deshizo la flota de cerco de Mal-pica. Y deshizo también la verbena de los casados, el baile del veinte de enero. Tocaban Los Satélites. Aún tuvo arrestos para subir por el callejón, bufó como un animal por el faldón de la puerta y luego filtró una bilis de tinta como el aviso de un telegrama.

Recibido.

Los de tierra tienen una ideas muy peregrinas sobre el mar. Le hacen poemas, y cosas así. Pero yo, con el mar, ni palabra. Él ahí y yo aquí. Cuando trabajas hay que vigilarlo de reojo, haciendo que lo ignoras, con todos los sentidos al acecho. Porque al mar no se le vence nunca. Sólo puedes entretenerlo o huir. En cuanto compre mi Sirena, le daré la espalda para siempre. Adiós, tiburón.

En esos versos de señoritos tratan al mar de amante y cosas así. Tonterías. Y afirman esos entendidos del carajo que los pescadores lo tenemos por hembra, y que siempre decimos «la mar». ¡Y una mierda! El mar es un cacho cabrón. El mar es una cárcel. Peor que una cárcel. Ni siquiera hay vis-a-vis.

Cada uno tiene en la memoria sus frases his-

tóricas. Sus diálogos de película. Este es el mío.

¡Se estaba mejor en la cárcel!, dice mi padre. Empapado, tiembla de frío y rabia. Acababan de perder los aparejos y salvar el pellejo de milagro.

¡Y a mí quién me diese unos días de hospital!, dice mi madre.

El futuro me sonreía.

Estoy en el Blue Ángel. La herrumbre del salitre tizna con sólo mirar para el barco. Vamos camino del Gran Sol. Mi primera partida en alta mar. Conozco el código. Debo obedecerles a todos. Quizá a unos más que a otros.

Un hombre bajito pero con cara de mapa grande y brazos largos como remos, todo peludo excepto la calva, susurra a gritos en el muelle: ¡Eh, chaval, cógeme el jarabe! Y desliza una caja de botellas de agua mineral.

Parece que intenta una maniobra discreta, pero toda la tripulación está alerta y lo recibe con mucha chanza.

¿Qué? ¿Otra vez vas a dejar el alcohol, calamidad?, le dice con burla el contramaestre.

¡Vete a tomar por el culo!, responde el recién llegado. Viene con ropa limpia. Huele a una loción salvaje.

¡El señor Hache-Dos-O!, exclama con malicia el contramaestre. Y todos ríen, más o menos.

El chato cachola pelada se llama Andión. Va a ser muy amable conmigo, posiblemente porque todavía no tengo licencia para reír. Al contramaestre todo el mundo le llama Bou. Es arisco, pero también me trata bien. De joven conoció a mi padre. La gente del mar suele ser medida por el crédito que merece su familia. Yo tengo esa ventaja. Un lote de difuntos. Y en las tripas la memoria de no marearse.

Bou me da un pasador de hierro, una aguja de un kilo, para que empalme cable de acero. Supero la prueba con sangre en las manos, pero sin mirarlas, con desdén, como si fuese un sudor bermejo.

Es la primera noche. En el camarote que me toca somos cuatro. Además de los catres hay un armario y el espacio justo para no pisarse.

Aprovecha ahora, chaval, que todavía no tienes que amarrarte para dormir, me dice el compañero más hablador. El otro lee una novela del oeste, Pueblo de cobardes. Andión bebe una botella de agua. En la puerta del armario ha colocado la foto de una mujer. Lo que me llama la atención es que la foto está enmarcada. Pongo los cascos. Cierro los ojos. Estoy en un ancho escenario brincando con Sirena en mis brazos.

Bou se asoma a la puerta. Trae una botella de whisky. Bebe a morro y nos ofrece un trago. La botella va pasando de mano en mano. Andión, sentado en el camastro, la rechaza. Bou se ríe y la hace oscilar lentamente, como el péndulo de un reloj, a la altura de los ojos de Andión, que alza la mirada hacia el donante sin decir nada y luego bebe de su agua.

Tira más el pelo de un coño que una estacha, ¿eh, Andión? ¡Hasta le has puesto un marco!

Con la comida y la cena bebemos vino Don Simón en envase de tetrabrik. Todos bromean con Andión, que bebe agua y grandes tazas de café. A medida que pasan los días, lo van dejando en paz, excepto Bou, que cada vez le pone delante un vaso de cinc lleno de vino a desbordar. La fuerza del mar va a más y cuando el vino se derrama, Andión pasa una bayeta y lo seca. Después va a lavarse las manos con jabón. Al principio no fumaba, pero ahora le veo quemar un cigarro tras otro. Ésa es también la manera que tiene de abrir a cuchillo el pescado para destriparlo. Con una urgencia mecánica. Observo que apenas duerme. Se queda sentado en su camastro y fuma. Cada vez bebe menos agua y más café. Bou se asoma todas las noches y le ofrece la botella de whisky. Pero él ya no lo mira. Tiene los ojos clavados en la mujer del marco.

¡Ya caerás, Andión, ya caerás!

Era una foto curiosa, la de la mujer en el marco. Sin serlo, tenía un aire antiguo. Un retrato de busto, con dedicatoria y todo en la esquina derecha: «Te espero siempre, mi amor». La estola de piel alrededor del cuello y los labios tan cromados no suavizaban aquel rostro picudo, que a mí me recordaba el de un soldado cosaco que había visto en una revista. Lo del cosaco nunca se me olvida porque mi padre siempre se equivoca con una frase chusca: «En aquel tiempo bebíamos como socasos».

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