Manuel Rivas - Ella, maldita alma

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El alma suele ser ese aspecto de la vida que liga la actuación del hombre en ese espacio intermedio que hay entre nuestra conciencia y nuestra sentido. No sabemos si existe, no sabemos qué es, pero tenemos la intuición de que en algún lugar de nuestro ser se encuentra oculta.
Esa alma, ese concepto que no sabemos si es o no es, si existe o no existe, es la protagonista de éste libro de Manuel Rivas titulado Ella, Maldita Alma. Un libro de relatos que nos acerca a situaciones cotidianas, vistas desde el punto de vista singular y único que el propio personaje nos transmite en sus vivencias.
Desde el punto de vista del lector, puedo asegurar que es una obra dura y tierna a la vez, llena de recuerdos y vivencias de antaño que se rememoran en cada uno de los relatos poniendo de manifiesto un recuerdo, un pensamiento, una imagen o un lugar, en el que el alma, oculta tras alguno de los elementos de los que el autor se sirve para contarnos cada situación, siempre es la protagonista, o si cabe la responsable de según qué situaciones, o qué forma de actuar.
Es curioso, pero los relatos intimistas que aquí se nos muestran no difieren en mucho de los que todos podemos llegar a vivir en nuestras vidas. Unas vidas en las que situaciones reflejadas en papel pueden parecer tan lejanas o cercanas como el propio lector quiera. Verse reflejado en cada una de las situaciones no es tan difícil, y sólo hay que saber relacionar. Esa es quizá una cuestión que debemos tener en cuenta tras leer o mientras se lee Ella, Maldita Alma.
Creo sinceramente que este libro es un muy buen libro. Que a más de uno lo sorprenderá, como a mi me ha sorprendido, tanto por su contenido como por su forma de expresar lo que ahí aparece. Y sobre todo, reseñar que he descubierto, aunque tarde (nunca es tarde si la dicha en buena, como alega algún antiguo refrán), un escritor como es Manuel Rivas que visto su forma de narrar y contar, va a entrar a formar parte de ese grupo de escritores cuyos libros leeré de hoy en adelante. Recomendable a más no poder.

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Fue entonces cuando alzó la mirada hacia el espejo y vio el áura poblada de moscas.

Pero en aquella habitación de hotel, con las contras cerradas para que no entrase el mundo, no había moscas.

¿Por qué haces eso?, le preguntaría mucho después Bastían.

Bastían era ciego, pero sentía como vendaval próximo las aspas de un alma gemela y agitada.

Para espantar las moscas, dijo ella. Y era la primera vez que reconocía en voz alta la naturaleza de su tic.

Mireia, y estamos aún en el aeropuerto, se dejaba llevar por la cinta mecánica, somnolienta pero tensa como un topo que olfatease la repentina luz. Durante el largo viaje de vuelta, su cuerpo, rendido, se quejaba por estar atado con una amarra obstinada a aquella cabeza en vigilia que cuando cerraba los ojos, sólo conseguía ocultar en parte la cicatriz de la tierra rojiza con un gris de humo. El sueño soñaba una paz imposible de terciopelo negro. Ahora, en el travelling de la cinta mecánica, Mireia notó que una adición de gris plata despejaba el gris ahumado. Y a continuación, como un revelado de Polaroid, el tropel alegre y bullicioso de los colores publicitarios se apropió de su mirada. Hasta que el rostro se le cubrió otra vez de moscas y tuvo que espantarlas con el tic de su mano.

Hablando de colores, en el baño de la casa de Mireia había un frasco de sales que le dan al agua un tinte azul báltico. La bañera, desde dentro, es ahora como un mar azulísimo en calma. Ella está sumergida. Juega, como cuando era niña, a resistir.

Para llenar la casa de compañía puso una música querida, la que le esperaba con los brazos abiertos, con Nick Cave cantando Into my arms, oh Lord, pero, bajo el agua, es una voz de silabeo metálico la que la perturba.

Tenemos el archivo lleno de niños hambrientos con moscas en la cara. Ésta, ésta por lo menos es diferente. Un brazo que pide auxilio entre un montón de muertos. Ésta sí que es buena. La de dios. De puta madre. Como una bandera de carne.

La imagen se frota, azulada, con una contrapágina de Rolex de oro.

Mireia recuerda el día de aquella foto. Quería ir en ayuda de aquel brazo de mujer. De la bandera de aquel cuerpo agonizante. El oficial de los cascos azules la frenó. No estás aquí para eso. Recuerda también la frase del veterano: No se puede enfocar con los ojos llenos de lágrimas.

Y ella apretó los dientes para que no le temblase el pulso. Disparó.

Sí, es verdad, esta foto tiene alma, dijo como elogio su mejor amigo de la redacción.

Soy yo, brazo, cazadora furtiva de almas. Emerge sofocada. Dice: Mierda.

Duerme acurrucada sobre la colcha, sin deshacer la cama. Tiene puesto el chaleco por encima del pijama y cobija la cámara, la protege con la guarnición de sus brazos.

Suena el teléfono. Una voz en el contestador, con entonación segura, acostumbrada a colarse por las rendijas de las paredes.

Hola, soy Inma. Estilista de Vanguard. Me dijeron que hoy regresabas de África. Tengo una propuesta que hacerte. Algo especial, que te va a sorprender. La moda fotografiada por una reportera de guerra. Una mirada dura contra el glamour. Insulta al contestador, pero no me digas que no. Besos. Inma.

Mireia se agita en la cama. Dice: Mierda. Búscate otra basura para tus fotos de moda.

No te arrepentirás, dice ahora la voz de Inma. Están en O Cebreiro. Mireia ha aceptado el trabajo. Dos días encogida en su cama, aferrada a aquel brazo. Por fin, la voz que piensa por ella le dijo: Suelta ese brazo. Déjalo caer en paz. Vete a hacer un poco el tonto.

En el Cebreiro hay una iglesia austera, desadornada, con el formato elemental de una oración en la alta montaña. Dentro se conserva un cáliz, del que la leyenda local dice que es el santo Grial.

Es verdad, bisbisea Kiss, se parece al de la película de Indiana Jones.

Inma ignora el comentario.

El concepto… ¡Odio esa palabra! Pero el concepto, dice Inma, es que vivimos una nueva Edad Media. El estilo internacional sería el del peregrino. Una nueva espiritualidad que no renuncia a la belleza corporal. Los ejecutivos se vuelven locos con el peregrino pelma de Paulo Coelho. Mística materia… ¿Es mi móvil? ¡Ya empezamos! ¡Maldito cacharro!

Sí, sí, soy yo. Sí, sí, y sé que eres tú. Claro que estamos trabajando. Sí, todo bien. Espera, no se oye. Estoy en una iglesia. ¿Que quieres hablar? ¡Pero si ya estamos hablando!

Kiss, la modelo, es de una delgadez negligente. A veces, Inma la sujeta por el brazo como si temiese que se la lleve una ráfaga de viento. Con el pelo gar ç on, cultiva un aire adolescente aunque ya no lo es. Su forma de hablar parece carecer de raíz, como indiferente al significado de las palabras que dice. Pero cuando posa seria ante la cámara, sus facciones se endurecen como las de un soldado y su mirada transmite un pesar acuoso, quizá antiguo.

Mireia la está fotografiando en el escenario de las pallozas, las casas campesinas de la vieja Europa prerromana, que aún se conservan en esta aldea, para los peregrinos señal de que entraban en tierra gallega y se acercaban a la meta de Santiago. Entre la niebla, que avanza a ras del suelo como aliento de nieve, surge una figura con guadaña. Mireia parpadea conmocionada. La cámara de su mente dispara instantáneas de dolor, la memoria de la guerra. La figura se acerca. Es una campesina que sonríe. Mireia le pide que se deje retratar con Kiss. Dice: ¿Por qué no? Tiene las mejillas sonrosadas como una gracia.

Ahora, por favor, no sonría, solicita Mireia con una sonrisa profesional.

Para entretenerla, le hace alguna pregunta: ¿Y por aquí pasan muchos peregrinos extranjeros?

Pasan, pasan, dice la mujer. ¡Incluso vienen de Madrid!

Inma habla por teléfono. Si se viese a sí misma, probablemente se haría gracia, pues gesticula como quien interpreta un monólogo en lo alto de una montaña, peinada por el viento como una heroína romántica con teléfono inalámbrico.

¿Que tienes sentimientos encontrados? ¿Qué quieres decir con que tienes sentimientos encontrados? Todo el mundo tiene sentimientos encontrados. Todos los sentimientos son encontrados. Yo también tengo sentimientos encontrados. No, yo no he dicho que no esté segura. Eres tú quien ha dicho que… Lo siento, querido, te llamo más tarde, ¿vale? Es que tenemos que trabajar. Y va a llover. Sí, justo está empezando a llover. No, no necesito contar hasta diez. ¡Una, dos y tres! ¡Te quiero!

Si es mentira, adoro esa mentira.

Al cortar, Inma cierra los ojos y suspira. Paciencia. Te quiero.

Después mira hacia el cielo y se vuelve hacia sus compañeras: Está clareando. Tenemos que aprovechar el día. Seguro que hoy no llueve.

En la fachada de Platerías, en la más antigua puerta de la catedral, aquella cuyo tímpano representa las tentaciones de Cristo, este lugar está ocupado por el ciego Bastían. Ofrece la vieira, la concha de Venus y el más tradicional símbolo de la peregrinación.

¡Vendo vieiras, también vendo historias!, proclama Bastían.

Vieiras, cien pesetas. Cuentos, la voluntad. Se admiten escudos, coronas, marcos, liras y níqueles.

Bastían y Omar son amigos. De hecho, comparten casa con Manuel, el gaitero, con Mouzo, el escultor, y con Don Alvaro, un loro que habla francés. La vieja casa de Bastían, un piso con buhardilla de la Algalia, en la parte antigua, es como una balsa de náufragos. Fueron a parar allí, ayudándose los unos a los otros. Se reparten las habitaciones y en la sala hay una gotera que gotea todo el año, llueva o no, sobre un orinal de porcelana en el que vive un pez de colores llamado Joñas. El suelo de la sala está cubierto de manzanas. Bastían afirma que el aroma de las manzanas es también el del Antiguo Reino de los Sueños.

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