Carla Neggers - Abandonada

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La marshal Mackenzie Stewart estaba pasando un tranquilo fin de semana en New Hampshire, en la casa de su amiga la jueza federal Bernadette Peacham, cuando fue atacada. Ella pudo repeler el ataque, pero el agresor consiguió escapar. Todo sugería que se trataba de un loco violento… hasta que llegó el agente del FBI Andrew Rook.
Mackenzie había roto con él su norma de no salir con agentes del orden, pero sabía que él no se había desplazado desde Washington para verla, sino porque trabajaba en su caso. A medida que continuaba la caza del misterioso atacante, el caso dio un giro inesperado cuando Mackenzie siguió a Rook a Washington y descubrió que un antiguo juez amigo de Bernadette, ahora caído en desgracia y convertido en informador de Rook, había desaparecido.
Mackenzie y Rook comprenderían entonces que había más en juego de lo que pensaban y que se enfrentaban a una mente criminal que no tenía nada que perder y estaba dispuesta a jugárselo todo.

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La policía no sabía dónde estaba el atacante ni quién era. Nada. Su dibujo no se parecía en nada al senderista en el que se había convertido después de que lo dejara el agricultor orgánico.

Había pasado el sábado y el domingo escalando montañas. Por la noche regalaba los oídos a sus anfitriones con anécdotas de sus errores, de su fascinación y apreciación de las Montañas Blancas. Era imposible que ellos lo tomaran por el acuchillador fugitivo.

Ese día, lunes, había dormido hasta tarde, concentrándose en el trabajo que tenía ante sí. Ahora era mediodía. El tiempo pasado en las montañas lo había ayudado a centrarse. Había pensado mucho en Mackenzie Stewart. Y en Cal. Ese bastardo corrupto debía estar histérico, preguntándose dónde estaría. Jesse estaba pensando si debía llamarlo desde México para rendirse, aparecer en Washington o simplemente desaparecer.

Desaparecer. Simplemente seguir volando y continuar hasta el Caribe. Volver a empezar.

Pero él no quería volver a empezar. Tenía una vida en la parte occidental de México, una casa en Cabo San Lucas, en la punta de la Baja Península, con vistas esplendorosas del Mar de Cortés. Era todo lo que deseaba. Allí era un asesor de negocios de éxito sin lazos con New Hampshire ni con Washington.

Cal y Harris habían descubierto lo de Cabo.

Jesse sabía que no podía regresar sin lidiar con su traición. Había gastado mucho dinero en comprar su casa de ensueño mexicana. Necesitaba el millón que le debían, pero podía encontrar el modo de llenar sus cuentas si rehusaba ceder a las exigencias de Cal. Llevaba toda su vida haciendo tratos, desde que sus padres lo echaran de casa.

Había aprendido a no confiar en nadie y depender sólo de sí mismo.

Si no cerraba aquello bien, no podría volver a Cabo. Jesse jamás podría confiar en que Cal Benton cumpliera su parte del trato: devolverle el dinero y guardar silencio.

Imposible.

Y con el idiota de Harris chivándose al FBI, no estaba dispuesto a correr el riesgo de que la «póliza de seguros» de Cal acabara en manos de los federales.

Tenía dos opciones. Desaparecer y reconstruir su vida desde cero, establecerse una identidad nueva, buscar un lugar que le gustara tanto como Cabo. Ceder al chantaje y al latrocinio.

O… no hacerlo.

Era él el que convertía la vida de la gente en pesadillas. La gente le pagaba para que se largara. Cal y Harris habían cambiado las tornas y amenazado con convertirse en su pesadilla. Jesse era un hombre duro, pero si ellos hubieran cooperado y cumplido su parte, él estaría a esas alturas de regreso en Cabo invirtiendo sus beneficios y disfrutando de la vida.

Dejar atrás el dinero que esas dos comadrejas le habían robado era posible pero no deseable. Sería irritante tener que reemplazarlo. Muy irritante. Pero podía hacerlo. Siempre había personas con secretos y dispuestas a pagar para no descubrirlos ante el mundo.

Jesse tenía también sus secretos. Cal y Harris no los habían descubierto todos.

Era casi como si le hubieran arrancado el alma y la tuvieran como rehén. ¿Cómo iba a marcharse sin arreglar las cosas? No quería regresar a Cabo y tener que estar siempre vigilante. No tenía intención de renunciar a su vida allí por miedo a lo que pudieran contar de él.

Por otra parte, si no lo hubieran traicionado, no habría visto a Mackenzie Stewart. No la habría atacado.

Y eso lo cambiaba todo.

Un rayo de plata en su nube oscura. ¿Cómo iba a alejarse sin volver a ver a aquella chica pelirroja?

Un cambio súbito en la presión lo devolvió a la realidad. Volar requería concentración. Lo anclaba al presente. No podía sumirse mucho rato en sus pensamientos o se estrellaría.

Era así de sencillo.

Aterrizó en un pequeño aeródromo privado al noroeste de Baltimore, donde lo esperaba otro BMW alquilado. Cuando desembarcaba, visualizó un instante a la agente Mackenzie. Ella también era independiente. Su capacidad para luchar, su fiera determinación y su trabajo como agente federal no cuadraban con su aspecto delicado ni con sus ojos suaves.

No pertenecía al mundo violento que había elegido.

Jesse vio su imagen en el espejo lateral del BMW. No parecía loco ni descontrolado. Era una tarde muy cálida de lunes en la zona de Washington y él tenía buen aspecto con su ropa cara e informal. Ya no quedaba nada del loco de la montaña.

Menos de una hora después abría la puerta del piso caro que había alquilado en el mismo bloque donde Cal había comprado su casa después del divorcio. El dúplex de Cal estaba un piso más abajo, pero, por supuesto, él no tenía ni idea de quién era su vecino de arriba.

Jesse marcó en el móvil el número de Bernadette Peacham en New Hampshire. Lo sabía de memoria porque él planificaba bien. Dudaba de que ella tuviera localizador de llamada, pero daba igual; el suyo era un número privado.

– Diga.

Era Mackenzie. Sintió una opresión en la garganta. La imaginó mirando el lago con sus grandes ojos azules.

La oyó respirar hondo.

– Perdón -dijo-. Me he equivocado de número.

Colgó y miró el río Potomac, calmado e inmóvil bajo el sol de la tarde. Ya no era un arrastrado acuchillador. Era un asesor de Washington que volvía a casa de una reunión importante.

Su transformación era completa.

Quince

Mackenzie sacó la mochila del compartimiento de arriba del pequeño avión y se la colgó en el hombro derecho. Lo estrecho del sitio y las turbulencias habían conseguido hacerle sentir cada centímetro de la herida, pero se resistía a tomar analgésicos. No había tomado nada desde el sábado y ahora era martes por la tarde; habían pasado cuatro días desde el ataque que le había abierto el costado.

Cuatro días frustrantes.

Era hora de regresar a sus fantasmas, caer en su cama y volver a trabajar al día siguiente. El rastro de su atacante estaba muy frío. Los equipos de búsqueda no habían encontrado ninguna prueba de su identidad ni de su paradero en las montañas y las huellas que había sacado la policía del cuchillo no estaban en ninguna base de datos. Mackenzie había hecho lo que había podido para ayudar con la búsqueda, pero no habían conseguido nada.

Se sumó a la cola que salía del avión. Le dolía el costado, pero por mucho que deseara llegar a su casa, tenía que hacer antes una parada.

Bernadette Peacham había pedido verla.

Pensaba tomar un taxi, pero cuando se detuvo un momento para orientarse hacia la salida, Andrew Rook se colocó a su lado, tomándola por sorpresa. Vestía vaqueros y camiseta y estaba increíblemente sexy.

– Permíteme -tomó la mochila de Mackenzie-. Esos bikinis rosas y toallas de delfines son pesados.

– Rook, si le has hablado a alguien del bikini rosa…

– No ha hecho falta.

– Lo sabe todo Washington, ¿verdad?

– Lo del bikini sí. Lo de la toalla de delfines lo sabe poca gente.

Mackenzie pensó que aquello no era un gran consuelo.

– ¿Qué haces aquí? ¿Cómo sabías en qué vuelo llegaba? -suspiró-. ¡Maldito FBI!

Él sonrió.

– Nos encanta complacer.

Ella, libre de la mochila, apretó el paso.

– Me gustabas más cuando pensaba que trabajabas para Hacienda.

Él ignoró el comentario.

– Mi coche está en el aparcamiento. ¿Quieres que te traiga una silla de ruedas?

– Teniendo en cuenta que careces de sentido del humor, asumo que hablas en serio. No, no quiero que me traigas una silla de ruedas. Si quieres hacer algo por mí, búscame un taxi.

– De eso nada -él la miró con ojos más oscuros que de costumbre-. Si te dejara tomar un taxi y tropezaras en la oscuridad y perdieras un par de puntos, me metería en un buen lío.

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