Carla Neggers - Abandonada

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La marshal Mackenzie Stewart estaba pasando un tranquilo fin de semana en New Hampshire, en la casa de su amiga la jueza federal Bernadette Peacham, cuando fue atacada. Ella pudo repeler el ataque, pero el agresor consiguió escapar. Todo sugería que se trataba de un loco violento… hasta que llegó el agente del FBI Andrew Rook.
Mackenzie había roto con él su norma de no salir con agentes del orden, pero sabía que él no se había desplazado desde Washington para verla, sino porque trabajaba en su caso. A medida que continuaba la caza del misterioso atacante, el caso dio un giro inesperado cuando Mackenzie siguió a Rook a Washington y descubrió que un antiguo juez amigo de Bernadette, ahora caído en desgracia y convertido en informador de Rook, había desaparecido.
Mackenzie y Rook comprenderían entonces que había más en juego de lo que pensaban y que se enfrentaban a una mente criminal que no tenía nada que perder y estaba dispuesta a jugárselo todo.

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– Has fallado. No has completado tu misión. Harris y Cal siguen teniendo algo sobre ti.

Eso y su dinero.

Todavía tenían el millón de dólares que le debían.

Se apartó del espejo y dejó las toallas en el suelo. Estaba muy bien para sus cuarenta y dos años. En forma. Mackenzie Stewart estaba también en forma y conocía algunos movimientos, pero ese día sólo la había salvado la suerte.

Apretó los puños y mantuvo la vista fija en su reflejo en el espejo.

Un millón no era cosa de broma. Y que lo condenaran si iba a permitir que lo chantajearan aquellos bastardos. Era su dinero y lo quería ya. En sus términos.

Su identidad y su dinero.

Tenía que centrarse, reagruparse, pensar lo que iba a hacer. Si no cooperaba con Cal Benton, ¿ese hijo de perra se quedaría el dinero y su póliza de seguros o iría al FBI? ¿Intentaría usar la información que tenía sobre él para sacarle más dinero?

Todo era posible. Jesse sabía que tenía que seguir adelante y lo haría.

Y entretanto, esa noche se iba a permitir fantasear un poco con la marshal pelirroja.

Doce

Rook sacó una cafetera de aluminio de un armario de la cocina de Bernadette Peacham y la colocó sobre la cocina de gas. Necesitaba café y lo necesitaba ya. Había pasado una mala noche en un dormitorio pequeño de arriba en el que sólo cabían una cama doble y una cómoda. Estaba al lado del cuarto en el que había dormido Mackenzie. Había oído todos sus movimientos, sus gemidos suaves de dolor y a un somorgujo. El grito del pájaro lo había despertado cuando al fin había conseguido adormilarse y había tardado mucho tiempo en volver a dormirse.

Mackenzie bostezó sentada ante la mesa rectangular situada a lo largo de un ventanal a través del cual se veía el lago, donde el sol de la mañana empezaba a disipar la bruma.

Ella señaló la cafetera. Se había puesto pantalones cortos y sudadera, pero tenía aspecto de desear volver a la cama.

– Beanie tiene ese cacharro desde que puedo recordar.

– Debe de tener cien años.

– Cincuenta sí.

La cafetera era de las que se desmontan. Rook lo hizo y dejó las piezas en el mostrador viejo de fórmica. La luz del sol entraba por las ventanas. Era una hermosa mañana de verano, un buen día para remar en canoa o dar un largo paseo por un sendero del lago.

Echó agua y café en la cafetera, volvió a montarla y encendió la estufa de gas.

– ¿Cuánto tiempo tengo que dejar el café?

– Ocho minutos exactos, según Beanie. No queremos que hierva mucho o se estropeará -Mackenzie se levantó con rigidez y abrió el frigorífico-. ¿Alguna vez has estado en una pelea de cuchillos? -preguntó.

– No. De cuchillos no.

Ella lo miró.

– ¿Otra clase de peleas?

– Ninguna de la que no haya salido andando.

– Y apuesto a que no todas por trabajo -ella sacó una botella de leche del frigorífico y la dejó en la mesa-. No me gustan los cuchillos, pero al hombre de ayer sí le gustan. Le gusta tener que acercarse tanto a la víctima -volvió al frigorífico a por zumo de naranja-. Le gustó verme herida.

El café empezó a subir y Rook bajó un poco el fuego.

– Apuñaló a la senderista y salió huyendo. No se quedó para ver si estaba muerta o saborear el momento. Contigo no tuvo más remedio que huir.

– No sé. Yo estaba mareada después de haberle golpeado. Podía haber buscado el cuchillo o agarrado un martillo del cobertizo; no sé si habría podido pararlo.

– Habrías encontrado el modo y seguro que él se dio cuenta.

– No creo que yo diera tanto miedo.

Rook no se dejó engañar por su tono tranquilo. Ahora que estaba a salvo, empezaba a comprender la realidad de lo que había pasado.

– Quizá deberías hablar con alguien -sugirió.

– Quizá deberíamos encontrar a ese tipo.

– En eso estoy de acuerdo, pero tú estás herida. Por lo menos date hoy de descanso.

– Me va mejor cuando estoy ocupada.

Él no contestó. Ella sirvió zumo de naranja en un vaso pequeño y lo bebió de un trago. Él recordó cómo había mirado aquella noche lluviosa en Georgetown sus rizos cobrizos, sus ojos azules y sus pecas. Y su figura. Ella corría, levantaba pesas y hacía artes marciales. Tenía un nivel muy bueno de forma física, pero jamás tendría muchos músculos.

No había pensado ni por un segundo que pudiera ser marshal. Esa noche cálida de verano en la que conversaban mientras llovía fuera de la cafetería, sólo había pensado que la pelirroja había estado destinada a entrar en su vida. Y en cierto modo, lo seguía pensando.

– Tengo una cita con el médico esta tarde -ella parecía ya resignada-. ¿A que hora sale tu avión?

– Esta noche -él podía cambiar el vuelo, pero ella ya lo sabía-. Suponía que el viaje aquí sería tranquilo.

– Eres libre de dedicarte a tu trabajo.

Él miró el reloj que estaba encima de la cocina. Faltaban dos minutos para que el café estuviera hecho.

– ¿Quieres librarte de mí?

– No tiene sentido que pierdas más tiempo aquí, y si todavía quieres encontrar a Harris, bueno, está claro que no se esconde en casa de Beanie.

– ¿Y qué pasa con el hombre que te atacó?

– Si es un desequilibrado, quizá ya haya olvidado que me atacó -ella miró por la ventana-. No estoy tan débil como ayer. Si vuelve por aquí, puedo defenderme.

Cuando el café estuvo listo, Rook llenó dos tazas y le pasó una. Ella le dio las gracias y salió al porche, donde vaciló un momento antes de bajar hacia el muelle.

Rook consideró sus opciones. ¿Le dejaba espacio? ¿La seguía?

Hacía una mañana hermosa y ella necesitaba unos días de descanso para recuperarse. Pero no querría tomárselos. Querría meterse en el bosque y buscar al hombre que la había atacado.

Rook salió detrás de ella con la taza de café en la mano. No había dormido bien y necesitaba una ducha, además de media cafetera.

– Este café es horrible -murmuró cuando se reunió con Mackenzie en el extremo del muelle.

Ella sonrió.

– Es bastante malo.

– ¿Hay serpientes en el lago?

– Venenosas no -ella tomó un trago de café y miró el agua-. Rook, ¿yo formo parte de una investigación del FBI?

– Mac…

Ella volvió a mirarlo.

– Lo digo en serio. ¿Formo parte?

Él negó con la cabeza.

– No.

– ¿Y Bernadette?

Él tomó un sorbo de café y se preguntó cuánto tiempo llevaría allí la lata.

Mackenzie suspiró audiblemente.

– No contestas. Vale, bien, lo comprendo. Gracias por haberte quedado esta noche, pero ya puedes volver a Washington. Aquí no tienes nada que hacer.

– Tengo que ver a algunas personas antes de irme.

– ¿Colegas del FBI? -ella tiró los últimos restos de café al lago-. Quizá sólo tenías que haberlo dejado seis minutos. No me acuerdo bien.

Volvió al porche y cuando Rook regresó a la cocina, la encontró friendo huevos.

– Carine trajo comida suficiente para una semana. Si hay una cosa positiva en lo de ayer es que fuera yo la que estaba aquí y no ella y Harry.

– Puedo terminar yo de hacer el desayuno.

– Me toca a mí servirte -contestó ella.

Se lavó las manos en el fregadero y se las secó con un paño de cocina. Rook se colocó detrás de ella y le tomó la muñeca derecha, evitando su lado izquierdo herido.

– Mac, lo siento. Fui una sanguijuela.

Ella respiró hondo, lo cual le arrancó una mueca de dolor.

– Disculpas aceptadas -lo miró y sonrió con malicia-. Bastardo. ¿Dónde estabais Harris y tú el miércoles? Supongo que en el bar del hotel y que me viste con Bernadette, te diste cuenta de que éramos amigas y decidiste entonces que tenías que dejarme.

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