Oyó que cerraba la puerta del dormitorio de su hija, pero en lugar de volver abajo entró en otra habitación y utilizó el teléfono. Él oyó claramente que marcaba un número, pero luego, justo cuando pronunciaba el nombre de Maria, cerró la puerta de un portazo y él no pudo oír la conversación que siguió. La voz de Lillian se filtraba por el techo como un rumor sin palabras, un errático murmullo de suspiros y pausas y estallidos ahogados. A pesar de que deseaba desesperadamente saber lo que decía, no lograba entenderlo por más que aguzara el oído, y abandonó el esfuerzo después de un minuto o dos. Cuanto más duraba la conversación, más nervioso se ponía. Sin saber qué hacer, dejó su puesto al pie de la escalera y empezó a vagar por las habitaciones de la planta baja. Había sólo tres y todas estaban en un lamentable desorden. Había platos sucios amontonados en el fregadero de la cocina; el cuarto de estar era un caos de cojines tirados por el suelo, sillas volcadas y ceniceros rebosantes; la mesa del comedor se había venido abajo. Una por una, Sachs encendió las luces y luego las apagó. Era un lugar miserable, descubrió, una casa de infelicidad y zozobra, y le aturdía sólo mirarla.
La conversación telefónica duró quince o veinte minutos mas. Cuando oyó que Lillian colgaba, Sachs estaba de nuevo en el recibidor, esperándola al pie de la escalera. Ella bajaba con expresión ceñuda y malhumorada, y por el ligero temblor que detectó en su labio inferior, Sachs dedujo que había estado llorando. El abrigo que llevaba antes había desaparecido y había sido sustituido el vestido por unos vaqueros y una camiseta blanca. Se fijó en que iba descalza y llevaba las uñas pintadas de un rojo vivo. Aunque él la miraba directamente todo el tiempo, ella se negó a devolverle la mirada mientras descendía la escalera. Cuando llegó abajo, él se apartó para dejarla pasar, y sólo entonces, cuando iba camino de la cocina, se detuvo y se volvió hacia él, hablándole por encima del hombro izquierdo.
– Maria dice que le dé saludos de su parte -dijo-. También dice que no entiende qué hace usted aquí.
Sin esperar una respuesta, continuó y entró en la cocina. Sachs no sabía si quería que le siguiera o que se quedara donde estaba, pero decidió entrar. Ella encendió la luz del techo, soltó un leve gemido al ver el estado de la habitación y luego le dio la espalda y abrió un armario. Sacó una botella de Johnnie Walker, encontró un vaso vacío en otro armario y se sirvió un whisky. Habría sido imposible no ver la hostilidad que se escondía en aquel gesto. Ni le ofreció una copa, ni le pidió que se sentara, y de pronto Sachs comprendió que estaba a punto de perder el control de la situación. Había sido iniciativa suya, después de todo, y ahora estaba allí con ella, inexplicablemente vacilante y mudo, sin tener idea de cómo empezar. Ella bebió un sorbo de su vaso y le miró desde el otro lado de la habitación.
– Maria dice que no entiende qué está usted haciendo aquí -repitió.
Su voz era ronca e inexpresiva, y sin embargo esa misma inexpresividad transmitía desdén, un desdén que rayaba en el desprecio.
– No -dijo Sachs-, supongo que no.
– Si tiene usted algo que decirme, más vale que me lo diga ya. Y luego quiero que se vaya. ¿Comprende? Quiero que salga de aquí.
– No voy a causarle ningún problema.
– No hay nada que me impida llamar a la policía, ¿sabe? Lo único que tengo que hacer es coger el teléfono y su vida se irá a la mierda. Quiero decir, ¿en qué maldito planeta ha nacido usted? ¿Le pega un tiro a mi marido y luego viene aquí y espera que sea amable con usted?
– Yo no le pegué un tiro. En mi vida he tenido una pistola en la mano.
– Me da igual lo que hiciera. No tiene nada que ver conmigo.
– Por supuesto que sí. Tiene mucho que ver con usted. Tiene mucho que ver con nosotros dos.
– Quiere que le perdone, ¿no es cierto? Por eso ha venido. Para caer de rodillas y suplicar mi perdón. Pues no me interesa. No es cosa mía perdonar a la gente. Ése no es mi trabajo.
– ¿El padre de su niña ha muerto y está usted diciendo que no le importa?
– Le estoy diciendo que no es asunto suyo.
– ¿No ha mencionado Maria el dinero?
– ¿El dinero?
– Se lo ha dicho,¿no?
– No sé de qué me está hablando.
– Tengo dinero para usted. Por eso estoy aquí. Para darle el dinero.
– No quiero su dinero. No quiero nada de usted. Sólo quiero que se vaya.
– Me está rechazando antes de haber oído lo que tengo que decir.
– Porque no me fío de usted. Usted busca algo y no sé lo que es. Nadie regala dinero por nada.
– Usted no me conoce, Lillian. No tiene la menor idea de cómo soy.
– He aprendido lo suficiente. He aprendido lo suficiente como para saber que no me gusta.
– Yo no he venido aquí para gustarle, he venido para ayudarla, eso es todo, y lo que piense de mí no tiene importancia.
– Está usted loco, ¿lo sabe? Habla como un loco.
– La única locura seria que usted negara lo sucedido. Le he quitado algo, y ahora estoy aquí para devolvérselo. Es así de sencillo. Yo no la elegí. Las circunstancias me la dieron, y ahora tengo que cumplir mi parte del trato.
– Está usted empezando a hablar como Reed. Un hijo de puta charlatán, hinchado con sus estúpidos argumentos y teorías. Pero no cuela, profesor. No hay trato. Son todo imaginaciones suyas y yo no le debo nada.
– Exactamente. Usted no me debe nada. Soy yo quien le debe algo.
– Tonterías.
– Si mis razones no le interesan, no piense en ellas. Pero acepte el dinero. Si no lo acepta por usted, hágalo al menos por su hija. No le estoy pidiendo nada, sólo quiero que lo coja.
– Y luego, ¿qué?
– Luego nada.
– Estaré en deuda con usted, ¿no? Eso es lo que usted quiere que piense. Una vez que acepte el dinero, usted creerá que le pertenezco.
– ¿Que me pertenece? -dijo Sachs, cediendo repentinamente a su exasperación-. ¿Que me pertenece? Ni siquiera me gusta . Por la forma en que ha actuado conmigo esta noche, cuanto menos tenga que ver con usted mejor.
En ese momento, sin el menor indicio de lo que iba a venir, Lillian empezó a sonreír. Fue una interrupción espontánea, una reacción absolutamente involuntaria a la guerra de nervios que se había producido entre ellos. Aunque no duró más de un segundo o dos, Sachs se animó. Se había establecido una leve comunicación, pensó, una pequeña conexión, y aunque no sabía lo que la había provocado, intuyó que el estado de ánimo había cambiado.
Después de eso no perdió el tiempo. Aprovechando la oportunidad que acababa de presentarse, le dijo que se quedara donde estaba, la dejó allí y salió de la casa para recoger el dinero del coche. No tenía sentido tratar de explicarle nada. Había llegado el momento de ofrecer alguna prueba, de eliminar las abstracciones y dejar que el dinero hablara por sí mismo. Era la única manera de que ella le creyese: dejar que lo tocara, dejar que lo viera con sus propios ojos.
Pero ya nada era sencillo. Ahora que había abierto el maletero del coche y volvía a mirar la bolsa, dudó de seguir su impulso. Desde el principio se había visto dándole el dinero de golpe: entrando en la casa, dejándole la bolsa y marchándose.
Tenía que haber sido un gesto rápido, como en un sueño, una acción que no durase nada. Descendería como un ángel de misericordia y la colmaría de riqueza, y antes de que ella se diese cuenta de que estaba allí, él se habría desvanecido. Ahora que había hablado con ella, sin embargo, ahora que había estado frente a frente con ella en la cocina, veía lo absurdo que había sido ese cuento de hadas. Su animosidad le había asustado y desmoralizado. Y no tenía forma de prever qué sucedería a continuación. Si le daba todo el dinero inmediatamente, perdería la pequeña ventaja que aún tenía sobre ella. Entonces sería posible cualquier cosa, podría seguirse de ese error cualquier grotesca inversión. Ella podría humillarle negándose a aceptarlo o, peor aún, podría coger el dinero y luego dar media vuelta y llamar a la policía. Ya había amenazado con hacerlo y, dada la profundidad de su cólera y sus suspicacias, él no la consideraba incapaz de traicionarle.
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