Condujo hacia el norte por la autopista interestatal durante dos horas y media, siguiendo el río Connecticut hasta llegar a la latitud de Barre. Allí fue donde el hambre le pudo finalmente. Temía que le costara trabajo retener el alimento, pero no había comido nada en veinticuatro horas y sabía que tenía que intentarlo. Dejó la autopista en la salida siguiente, condujo por una autovía durante quince o veinte minutos y luego se detuvo a almorzar en un pueblo cuyo nombre no recordaba. Para no correr riesgos, ordenó dos huevos pasados por agua y una tostada. Después de comer, entró en el servicio de caballeros y se aseó, sumergiendo la cabeza en un lavabo lleno de agua caliente y quitándose las ramitas y manchas de tierra de la ropa. Esto le hizo sentirse mucho mejor. Cuando pagó la cuenta y salió del restaurante, comprendió que el paso siguiente era dar la vuelta e irse a Nueva York. No iba a ser posible callarse la historia. Eso estaba claro ya, y una vez que se dio cuenta de que tenía que hablar con alguien, supo que esa persona tenía que ser Fanny. A pesar de todo lo que había sucedido durante el último año, de repente anheló volver a verla.
Cuando se encaminó al coche del muerto, Sachs se fijó en que tenía matrícula de California. No sabia cómo interpretar este descubrimiento, pero de todas formas le sorprendió. ¿Cuántos otros detalles se le habrían escapado? Antes de volver a la autopista y dirigirse al sur, se salió de la carretera y aparcó al lado de lo que parecía ser una gran reserva forestal. Era un lugar aislado, sin rastro de nadie en kilómetros a la redonda. Sachs abrió las cuatro puertas del coche, se puso a gatas y examinó el interior exhaustivamente. Aunque lo hizo a conciencia, los resultados de esta búsqueda fueron decepcionantes. Encontró algunas monedas encajadas en el asiento delantero, unas cuantas bolas de papel esparcidas por el suelo (envolturas de comidas rápidas, pedazos de billetes, paquetes de cigarrillos arrugados), pero nada que llevara un nombre, nada que le diera un solo dato acerca del hombre que había matado. La guantera resultó igualmente poco reveladora, ya que sólo contenía el manual del Toyota, una caja de balas del calibre 38 y un cartón sin abrir de Camel con filtro. Sólo quedaba el maletero, y cuando Sachs finalmente lo abrió, el maletero resultó ser otra historia.
Había tres maletas dentro. La más grande estaba llena de ropa, artículos de afeitar y mapas. En el fondo, metido en un sobre blanco, había un pasaporte. Cuando miró la fotografía de la primera página, Sachs reconoció al hombre de la mañana; era el mismo hombre pero sin barba. El nombre era Reed Dimaggio, la inicial intermedia era N. Fecha de nacimiento: 12 de noviembre de 1950. Lugar de nacimiento: Newark, New Jersey. El pasaporte había sido expedido en San Francisco en julio de ese año y las últimas páginas estaban vacías, sin sellos de visados ni de aduanas. Sachs se preguntó si no sería falso. Dado lo que había sucedido en el bosque aquella mañana, parecía casi seguro que Dwight no era la primera persona a quien Dimaggio había asesinado y, si era un matón profesional, era posible que viajase con documentación falsa. Sin embargo, el nombre era demasiado singular, demasiado raro para no ser real. Debía de haber pertenecido a alguien, y por falta de otras pistas de la identidad del hombre, Sachs decidió aceptar que ese alguien era el hombre a quien había matado. Reed Dimaggio. Hasta que encontrara algo mejor, ése era el nombre que le daría.
La siguiente era una maleta de acero, una de esas cajas plateadas y brillantes en las que los fotógrafos llevan a veces su equipo. La primera se había abierto sin necesidad de llave, pero ésta estaba cerrada y Sachs pasó media hora luchando por forzar las bisagras. Las martilleó con el gato y la llave de aflojar las ruedas, y cada vez que la caja se movía, oía el entrechocar de objetos metálicos en su interior. Supuso que eran armas: cuchillos, pistolas y balas, las herramientas del oficio de Dimaggio. Cuando la caja cedió finalmente, sin embargo, reveló una desconcertante colección de objetos diversos, en absoluto lo que Sachs había supuesto. Encontró carretes de alambre, despertadores, destornilladores, microchips, cordel, masilla y varios rollos de cinta adhesiva negra. Uno por uno, fue cogiendo cada objeto y estudiándolo, esforzándose por desentrañar su finalidad, pero ni siquiera después de haber revisado todo el contenido de la caja pudo adivinar qué significaban aquellas cosas. Sólo más tarde cayó en la cuenta, mucho después de volver a la carretera. Conduciendo hacia Nueva York esa noche, de repente comprendió que aquéllos eran los materiales para construir una bomba.
La tercera pieza de equipaje era una bolsa de bolos. No había nada extraordinario en ella (era una pequeña bolsa de cuero con segmentos rojos, blancos y azules, una cremallera y un asa de plástico blanco), pero a Sachs le daba más miedo que las otras dos e instintivamente la había dejado para el final. Se daba cuenta de que allí podía haber oculta cualquier cosa. Considerando que pertenecía a un loco, a un maníaco homicida, ese cualquier cosa se volvía cada vez más monstruoso para él. Cuando terminó con las otras dos maletas, Sachs casi había perdido el valor necesario para abrirla. Antes que enfrentarse con lo que su imaginación había puesto allí dentro, casi se había convencido a sí mismo de tirarla, pero no lo hizo. Justo cuando estaba a punto de sacarla del maletero y arrojarla al bosque, cerró los ojos, titubeó y luego, de un solo tirón, abrió la cremallera.
No había una cabeza en la bolsa. No había orejas cercenadas, ni dedos cortados, ni genitales arrancados. Lo que había era dinero. Y no simplemente un poco de dinero, sino montones, más dinero del que Sachs había visto nunca junto. La bolsa estaba abarrotada de dinero: gruesos fajos de billetes de cien dólares sujetos con cintas de goma, cada uno de los cuales representaba tres, cuatro o cinco mil dólares. Cuando Sachs terminó de contarlo, estaba razonablemente seguro de que el total sumaba entre ciento sesenta y ciento sesenta y cinco mil. Su primera reacción al descubrir el dinero fue alivio, gratitud de que sus temores hubiesen quedado en nada. Luego, al sumarlo por primera vez, una sensación de conmoción y mareo. La segunda vez que contó el dinero, sin embargo, se dio cuenta de que se estaba acostumbrando a ello. Eso fue lo más extraño, me dijo: lo rápidamente que digirió todo el improbable suceso. Cuando contó el dinero de nuevo, ya había empezado a considerarlo suyo.
Conservó los cigarrillos, el bate de softball el pasaporte y el dinero. Todo lo demás lo tiró, esparciendo el contenido de la maleta y de la caja de metal en el interior del bosque. Unos minutos después depositó las maletas vacías en un basurero en las afueras de un pueblo. Eran ya más de las cuatro y tenía un largo camino por delante. Se detuvo a cenar en Stringfield, Massachusetts, fumándose los Camel de Dimaggio mientras bebía café, y llegó a Brooklyn poco después de la una de la madrugada. Allí fue donde abandonó el coche, dejándolo en una de las calles adoquinadas cerca de Gowanus Canal, una tierra de nadie de almacenes vacíos y manadas de delgados perros vagabundos. Tuvo cuidado de limpiar las huellas dactilares de todas las superficies, pero eso no fue más que una precaución añadida. Las puertas no estaban cerradas, la llave estaba puesta, y era seguro que el coche sería robado antes de que acabase la noche.
Hizo el resto del camino a pie, con la bolsa de bolos en una mano y el bate y los cigarrillos en la otra. En la esquina de la Quinta Avenida con President Street, metió el bate en un contenedor de basura atestado, empujándolo de lado entre los montones de periódicos y cortezas de melón. Ese era el último asunto importante del que tenía que ocuparse. Aún le quedaba más de un kilómetro, pero a pesar de su agotamiento caminó cansinamente hacia su piso con una creciente sensación de tranquilidad. Fanny estaría allí para él, pensó, y una vez que la viera, lo peor habría terminado.
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