Paul Auster - Leviatán

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Todo comienza con un muerto anónimo: en una carretera de Wisconsin, un día de 1990, a un hombre le estalla una bomba en la mano y vuela en mil pedazos. Pero alguien sabe quién era, y con el FBI pisándole los talones -algunos indicios le relacionan con el subversivo cadáver-, Peter Aaron decide contar su historia, dar su versión de los hechos y del personaje, antes de que la historia y las mitologías oficiales establezcan para siempre sus falsedades -o verdades a medias- como la verdad.
Y así, Peter Aaron, escritor (y peculiar alter ego de Paul Auster: su nombre tiene las mismas iniciales y ha escrito una novela llamada Luna, tal como el propio Auster escribiera El Palacio de la Luna ), escribirá Leviatán, la biografía de Benjamin Sachs, el muerto, también escritor y objetor de conciencia encarcelado durante la guerra de Vietnam, desaparecido desde el año 1986, autor de una novela de juventud que le convirtiera fugazmente en un escritor de culto, posiblemente un asesino, y angustiado agonista de un dilema contemporáneo: ¿literatura o compromiso político? ¿Realidad o ficción? Pero la biografía es doble -el biógrafo frente al biografiado, como alguien frente a un espejo que le devuelve la imagen de otro- porque es también la de Peter Aaron, para quien Sachs no era sólo un amigo amado y desaparecido, sino también un síntoma de su absoluta ignorancia, un emblema de lo incognoscible. Y porque Peter no sería lo que es si quince años antes no hubiera conocido a Benjamin, ni Benjamin habría cumplido su explosivo destino si en su vida no hubiera aparecido Peter, dando lugar a un ineludible, azaroso, laberíntico, austeriano encadenamiento de circunstancias.
“Una muy inteligente novela política acerca de nuestra sociedad, pero también una ficción fascinante sobre dos escritores, sobre dos concepciones de la literatura” (Mark Illis, The Spectator).
“Paul Auster escribe con la facilidad y la elegancia de un experimentado jugador de billar y envía un extraño acontecimiento rodando contra otro, en una brillante e inesperada carambola” (Michiko Kakutani, The New York Times).
“La novela está llena de historias dentro de historias, encadenadas por un argumento que es lineal sólo en apariencia. Un enredo fascinante, escrito con una prosa deliberadamente escueta a pesar de su perfección, tensa como una cuerda de acero que une las brillantes gemas de la narración” (T. Mallon, The Washington Post).
“Transparente como una luz de invierno, emocionante como una novela policíaca, Leviatán es quizá la novela más hermosa de Paul Auster” (Catherine Argand, Lire)

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– Eso es, Peter. Finalmente vas a tener lo que siempre has deseado. No tienes por qué sentir que estás traicionando a Ben. Lo que suceda esta noche es algo estrictamente entre tú y yo.

– Eso ya lo has dicho antes.

– Puede que ahora lo entiendas un poco mejor. No tienes por qué quedarte paralizado. Si me deseas puedes poseerme.

– Así, sin más.

– Sí, sin más.

Su crudeza me acobardaba, me parecía incomprensible. Si no hubiera estado tan desconcertado, probablemente me habría levantado de la mesa y me habría ido, pero me quedé sentado en mi silla sin decir nada. Por supuesto, yo deseaba acostarme con ella. Ella lo había comprendido desde el principio, y ahora que me había descubierto, ahora que había convertido mi deseo en una brutal y vulgar proposición, yo apenas sabía quién era ella. Fanny se había convertido en otra. Ben se había convertido en otro. En el espacio de una breve conversación, todas mis certezas acerca del mundo se habían derrumbado.

Fanny me cogió la mano de nuevo y, en lugar de intentar disuadiría, respondí con una débil y azorada sonrisa. Ella debió de interpretarlo como una capitulación, porque un momento después se levantó de su silla y dio la vuelta a la mesa para acercarse a mi. Le abrí los brazos y sin decir una palabra ella se acurrucó en mi regazo, plantó sus caderas firmemente sobre mis muslos y me cogió la cara entre las manos. Empezamos a besarnos, las bocas abiertas, las lenguas agitándose, babeándonos las barbillas, empezamos a besarnos como un par de adolescentes en el asiento trasero de un coche.

Continuamos así durante las tres semanas siguientes. Casi enseguida, Fanny se me hizo reconocible de nuevo, un punto de quietud familiar y enigmático. Ya no era la misma, por supuesto, pero no en ninguno de los sentidos que me habían aturdido aquella primera noche, y la crudeza que había mostrado entonces no se repitió. Empecé a olvidarlo, a acostumbrarme a nuestra nueva relación, a la continua acometida del deseo. Ben seguía fuera de la ciudad y, excepto cuando David estaba conmigo, yo pasaba todas las noches en su casa, durmiendo en su cama y haciendo el amor con su mujer. Di por sentado que me casaría con Fanny. Aunque eso significase destruir mi amistad con Sachs, estaba plenamente dispuesto a llevarlo a cabo. Por el momento, sin embargo, me callaba. Todavía estaba demasiado impresionado por la fuerza de mis sentimientos y no quería abrumaría hablando demasiado pronto. Así es como justificaba mi silencio, por lo menos, pero la verdad era que Fanny mostraba poca inclinación a hablar de nada que no fuera el día a día, la logística del próximo encuentro. Nuestras escenas de amor eran mudas e intensas, un desvanecimiento a las profundidades de la inmovilidad. Fanny era toda languidez y sumisión, y yo me enamoré de la suavidad de su piel, de la forma en que cerraba los ojos siempre que yo me acercaba a ella silenciosamente por detrás y la besaba en la nuca. Durante las dos primeras semanas no deseé nada más. Tocarla era suficiente, y yo vivía para el ronroneo casi inaudible que salía de su garganta, para sentir que su espalda se arqueaba lentamente contra las palmas de mis manos.

Imaginaba a Fanny como la madrastra de David. Imaginaba que los dos pondríamos casa en un barrio diferente y viviríamos allí el resto de nuestras vidas. Imaginaba tormentas, escenas dramáticas y combates de gritos con Sachs antes de que nada de esto fuera posible. Tal vez acabemos llegando a las manos, pensaba. Me encontraba dispuesto a todoy ni siquiera la idea de pelearme con mi amigo me escandalizaba. Insistí para que Fanny me hablase de él, ávido de escuchar sus agravios para justificarme ante mis propios ojos. Si podía probar que él había sido un mal marido, entonces mi plan de quitársela tendría el peso y la santidad de un propósito moral. No estaría quitándosela, estaría rescatándola, y mi conciencia quedaría limpia. Era demasiado ingenuo para comprender que la enemistad también puede ser una dimensión del amor. Fanny sufría por la conducta sexual de Ben; sus extravíos y pecadillos eran una fuente constante de dolor para ella, pero una vez que empezó a hacerme confidencias, la amargura que yo esperaba oír nunca fue más allá de un suave reproche. Abrirse a mí parecía aliviar cierta presión en su interior, y ahora que ella también había cometido un pecado, quizá podría perdonarle los pecados que él había cometido contra ella. Ésta era la economía de la justicia, por así decirlo, el quid pro quo que convierte a la víctima en victimario, el acto que equilibra la balanza. Acabé por aprender muchas cosas acerca de Sachs a través de Fanny, pero no me proporcionaban la munición que buscaba. Más bien, sus revelaciones tenían el efecto opuesto. Una noche, por ejemplo, cuando empezamos a hablar de la época que él pasó en prisión, descubrí que aquellos diecisiete meses habían sido mucho más terribles para él de lo que nunca me había permitido saber. No creo que Fanny estuviera tratando de defenderle expresamente, pero cuando me enteré de las cosas que había soportado (palizas caprichosas, continuos vejámenes y amenazas, un posible incidente de violación homosexual), me resultó difícil experimentar ningún resentimiento contra él. Sachs, visto a través de los ojos de Fanny, era una persona más complicada y angustiada que la que yo creía conocer. No era únicamente el exuberante y agotador extrovertido que llegó a ser mi amigo, era también un hombre que se escondía de los demás, un hombre cargado de secretos que nunca había compartido con nadie. Yo quería una excusa para volverme contra él, pero durante esas semanas que pasé con Fanny, me sentí tan unido a él como siempre. Extrañamente, nada de esto interfería en mis sentimientos hacia ella. Amarla era sencillo, aunque todo lo que rodeaba a ese amor estuviese cargado de ambigüedad. Era ella quien se había arrojado en mis brazos, después de todo, y sin embargo cuanto más la estrechaba, menos seguro me sentía de qué era lo que abrazaba.

La historia coincidió exactamente con la ausencia de Ben. Un par de días antes de su regreso, finalmente planteé el asunto de qué íbamos a hacer cuando él volviese a Nueva York. Fanny me propuso que siguiésemos cómo hasta entonces, viéndonos cuando lo deseáramos. Le dije que eso no era posible, que ella tendría que romper con Ben y venirse conmigo si queríamos continuar. No había lugar para la duplicidad. Debíamos contarle lo que había sucedido, resolver las cosas lo más rápidamente posible y luego hacer planes para casarnos. Nunca se me había ocurrido que no fuera eso lo que Fanny deseaba, pero esto sólo demuestra lo ignorante que era, lo mal que había interpretado sus intenciones desde el principio. No dejaría a Ben, me dijo. Ni siquiera había considerado esa posibilidad. Por mucho que me quisiera, eso no era algo que estuviese dispuesta a hacer.

Aquello se convirtió en una conversación angustiosa que duró varias horas, una vorágine de argumentos circulares que nunca nos llevaban a ninguna parte. Ambos lloramos mucho, implorando al otro que fuese razonable, que cediese, que mirase la situación desde otra perspectiva, pero no dio resultado. Tal vez era imposible que saliera bien, pero tal y como se desarrolló me pareció la peor conversación de mi vida, un momento de ruina absoluta. Fanny se negaba a dejar a Ben y yo me negaba a quedarme con ella a menos que lo hiciera, tiene que ser todo o nada, le repetía yo. La amaba demasiado para conformarme con una parte de ella. En lo que a mi se refería, cualquier cosa que fuera menos que todo, sería nada, una miseria con la cual no podría vivir. Así que me quedé con mi miseria y mi nada, y el asunto terminó con nuestra conversación de aquella noche. A lo largo de los meses que siguieron, apenas hubo un momento en que no lo lamentara, en que no me doliera mi terquedad, pero no había la menor posibilidad de revocar el carácter concluyente de mis palabras.

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