Fue un encuentro extraordinario para las dos. Maria me dijo que gritaron, cayeron la una en brazos de la otra y luego se echaron a llorar. Cuando fueron de nuevo capaces de hablar, cogieron el ascensor y pasaron el resto del día en el piso de Lillian. Tenían tantas cosas que contarse, dijo Maria, que las historias manaban copiosamente. Comieron juntas, luego cenaron juntas, y cuando ella volvió a casa y se metió en la cama eran casi las tres de la mañana.
A Lillian le habían sucedido cosas curiosas durante esos años, cosas que Maria nunca habría creído posibles. Mi conocimiento de ellas es sólo de segunda mano, pero, después de hablar con Sachs el verano pasado, creo que la historia que Maria me contó era esencialmente exacta. Puede que se equivocara en algunos detalles menores (también pudo equivocarse Sachs), pero a la larga eso no tiene importancia. Aunque Lillian no siempre sea de fiar, aunque su tendencia a la exageración sea tan pronunciada como me cuentan, los hechos fundamentales no son discutibles. En la época de su encuentro accidental con Maria en 1976, Lillian llevaba tres años ejerciendo la prostitución. Recibía a sus clientes en su piso de la calle 87 Este y trabajaba enteramente por libre, una prostituta a jornada parcial con un negocio independiente y próspero. Todo eso es seguro, lo que sigue siendo dudoso es cómo empezó exactamente. Su novio, Tom, parece que estuvo implicado de alguna forma, pero la medida de su responsabilidad no está clara. En ambas versiones de la historia, Lillian contó que él tenía un grave problema de drogas, una adicción a la heroína que acabó por provocar que le echaran de su grupo musical. De acuerdo con la historia que Maria oyó, Lillian seguía desesperadamente enamorada de él. Fue a ella a quien se le ocurrió la idea, y se ofreció a acostarse con otros hombres con el fin de proporcionarle dinero a Tom. Descubrió que era rápido e indoloro, y mientras tuviese contento a su camello, sabía que Tom nunca la dejaría. En esa etapa de su vida, dijo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para retenerle, aunque eso significara que tuviera que caer en lo más bajo. Once años después le contó a Sachs algo totalmente diferente. Era Tom quien la había convencido, dijo, y como le tenía miedo, como él la amenazaba con matarla si no aceptaba, no tuvo más remedio que ceder. En esta segunda versión era Tom quien le concertaba las citas, literalmente chuleando a su novia como medio para cubrir los gastos de su adicción. En última instancia, supongo que no importa qué versión fuera la verdadera. Eran igualmente sórdidas y ambas conducían al mismo resultado. Al cabo de seis o siete meses, Tom desapareció. En la historia de Maria, se largó con otra. En la historia de Sachs murió de una sobredosis. De un modo u otro, Lillian estaba sola de nuevo. De un modo u otro, continuó acostándose con hombres para pagar sus facturas. Lo que asombró a Maria fue el tono desapasionado con que Lillian hablaba del asunto, sin vergüenza ni incomodidad. Era un trabajo como otro cualquiera, dijo, y, bien mirado, era mucho mejor que servir bebidas o comidas. Los hombres iban a babear dondequiera que estuvieses. No podías hacer nada para evitarlo. Tenía mucho más sentido que te pagaran que luchar con ellos; además, unos cuantos polvos extra nunca habían hecho daño a nadie. En todo caso, Lillian estaba orgullosa de lo bien que se lo había montado. Recibía a sus clientes sólo tres días a la semana, tenía dinero en el banco, vivía en un piso cómodo en un buen barrio. Dos años antes se había matriculado de nuevo en una escuela de arte dramático. Le parecía que ahora aprendía y en las últimas semanas había empezado a hacer pruebas para algunos papeles, principalmente en pequeños teatros del centro. Dentro de poco le saldría algo, dijo. Una vez que consiguiera ahorrar otros diez o quince mil dólares, pensaba cerrar el negocio y dedicarse exclusivamente a la carrera teatral. Después de todo, sólo tenía veinticuatro años y toda la vida por delante.
Maria llevaba consigo su cámara aquel día y le hizo una serie de fotos a Lillian durante el tiempo que pasaron juntas. Cuando me contó la historia tres años más tarde, extendió esas fotografías delante de mí mientras hablábamos. Habría treinta o cuarenta. Fotografías grandes en blanco y negro que mostraban a Lillian desde diversos ángulos y distancias; en algunas de ellas había posado, en otras no. Estos retratos fueron mi único encuentro con Lillian Stern. Han transcurrido más de diez años desde ese día, pero nunca he olvidado la experiencia de mirar esas fotos. La impresión que me causaron fue así de fuerte, así de duradera.
– Es guapa, ¿verdad? -dijo Maria.
– Sí, extraordinariamente guapa -dije.
– Salía para comprar comestibles cuando nos tropezamos. Ya ves lo que lleva. Una sudadera, unos vaqueros, unas zapatillas deportivas viejas. Iba vestida para salir cinco minutos a la tienda y volver. Nada de maquillaje, nada de joyas, ningún adorno. Y sin embargo está guapa. Lo suficiente como para cortarte el aliento.
– Es su oscuridad -dije, buscando una explicación-. Las mujeres que tienen rasgos oscuros no necesitan mucho maquillaje. Fíjate qué ojos tan redondos. Las pestañas largas los hacen resaltar. Y también tiene unos buenos huesos, no debemos olvidar eso. Los huesos son fundamentales.
– Es más que eso, Peter. Hay cierta cualidad interior en Lillian que siempre sale a la superficie. No sé cómo decirlo. Felicidad, gracia, espíritu animal. Hace que siempre parezca más viva que los demás. Una vez que atrae tu atención es difícil dejar de mirarla.
– Da la impresión de que se encuentra cómoda delante de la cámara.
– Lillian está siempre cómoda. Está completamente relajada dentro de su piel.
Pasé algunas fotos más y me encontré con una secuencia que mostraba a Lillian de pie delante de un armario abierto en distintas fases del acto de desnudarse. En una foto estaba quitándose los vaqueros; en otra se estaba sacando la sudadera; en la siguiente llevaba sólo unas braguitas blancas minúsculas y una camiseta blanca sin mangas; en la siguiente las braguitas habían desaparecido; en la siguiente la camiseta también había desaparecido. A continuación venían varias fotos de desnudos. En la primera estaba mirando a la cámara, la cabeza inclinada hacia atrás, riéndose, sus pequeños senos casi aplastados contra el pecho, los pezones erizados sobresaliendo contra el horizonte; tenía la pelvis echada hacia adelante y se agarraba la carne de la parte interna de los muslos con las dos manos, su mata de vello púbico oscuro enmarcada por la blancura de sus dedos curvados. En la siguiente estaba vuelta hacia el otro lado, el culo en primer término, sacando una cadera hacia un lado y mirando por encima del otro hombro hacia la cámara, aún riéndose, adoptando la pose de chica de póster. Estaba claro que se divertía, estaba claro que le encantaba tener la oportunidad de exhibirse.
– Esto es material erótico -dije-. No sabía que tomases fotos de chicas desnudas.
– Estábamos arreglándonos para salir a cenar y Lillian quería cambiarse de ropa. La seguí a su dormitorio para poder continuar charlando. Tenía la cámara conmigo y cuando empezó a desnudarse le hice algunas fotos. Sencillamente fue así. Yo no planeaba hacerlo hasta que la vi quitándose la ropa.
– ¿Y no le importó?
– No parece que le importara,¿verdad?
– ¿Te excitó?
– Por supuesto que sí. No soy de piedra, como sabes.
– ¿Qué sucedió luego? No os acostasteis, ¿verdad?
– Oh, no, soy demasiado puritana para eso.
– No estoy tratando de arrancarte una confesión. Tu amiga me parece irresistible. Tanto para las mujeres como para los hombres, diría yo.
– Reconozco que estaba excitada. Si Lillian hubiese dado algún paso entonces, tal vez habría sucedido algo. Yo nunca me he acostado con otra mujer, pero aquel día con ella podría haberlo hecho. Se me pasó por la cabeza, por lo menos, y ésa es la única vez que he sentido eso. Pero Lillian estaba simplemente tonteando con la cámara y la cosa nunca pasó del striptease . Era todo en broma, las dos estuvimos riéndonos todo el rato.
Читать дальше