Chuck Palahniuk - Asfixia

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Basada en una novela de Chuck Palahniuk (El club de la lucha), "Asfixia" narra la historia de Victor (Sam Rockwell) que para sufragar el caro tratamiento médico en un hospital privado de su madre (Anjelica Huston), se dedica a timar a la gente. Su trabajo diario es representar el papel de un miserable campesino del siglo XVIII en un parque temático de carácter histórico, mientras está tratando de recuperarse de su adicción al sexo.
Pero cuando su cada vez más débil madre insinúa poder revelar la identidad secreta de su perdido padre, Victor recobra la esperanza de encontrar finalmente las respuestas que ha estado buscando. Victor hace amistad con la joven doctora de su madre (Kelly McDonald), quien le lleva a creer que sus orígenes quizás puedan ser mucho más sorprendentemente divinos de lo que jamás pudo nunca haber imaginado.
Así, ¿es todavía Victor Mancini el perdedor sin honor que siempre ha creído que iba a ser durante el resto de su vida o es posible que sea una especie de loco salvador?

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Ella me dice:

– Aunque la historia de su madre fuera cierta, no hay pruebas de que el material genético procediera de la figura histórica. Es más probable que su padre fuera un pobre don nadie judío.

La mujer recostada en la silla abatible, con las manos de la doctora Marshall en la boca abierta, gira los ojos para mirarme.

Y Paige Marshall dice:

– Esto ya tendría que bastar para que usted cooperara.

¿Cooperara?

– Con mi plan de tratamiento para su madre -dice.

Matar a un bebé nonato. Le digo que incluso si yo no soy él, no creo que Jesucristo lo aprobara.

– Por supuesto que sí -dice Paige. Saca el hilo de golpe y me salpica con un trozo de pasta de comida-. ¿Acaso Dios no sacrificó a su propio hijo para salvar a la gente? ¿No es esa la historia?

Aquí está de nuevo, la delgada línea entre ciencia y sadismo. Entre crimen y sacrificio. Entre asesinar a tu propio hijo y lo que Abraham estuvo a punto de hacerle a Isaac en la Biblia.

La anciana aparta la cara de la doctora Marshall y se saca de la boca con la lengua el hilo y los trozos ensangrentados de comida. Me mira y con su voz graznante me dice:

– Yo le conozco.

De forma tan automática como cuando uno estornuda, le digo que lo siento. Siento haberme follado a su gato. Siento haber pasado con el coche por encima de sus flores. Siento haber tirado a su hámster al retrete. Suspiro y le digo:

– ¿Me he dejado algo?

Paige dice:

– Señora Tsunimitsu, necesito que abra más la boca.

Y la señora Tsunimitsu dice:

– Yo estaba con la familia de mi hijo cenando en un restaurante y usted casi se asfixia -dice-. Mi hijo le salvó la vida.

Ella dice:

– Me sentí orgullosa de él. Todavía le cuenta la historia a la gente.

Paige Marshall me mira.

– Es un secreto -dice la señora Tsunimitsu-, pero creo que mi hijo Paul siempre se había sentido cobarde hasta aquella noche.

Paige se sienta y mira alternativamente a la anciana y a mí.

La señora Tsunimitsu junta las manos debajo de la barbilla, cierra los ojos y sonríe. Dice:

– Mi nuera quería divorciarse, pero después de ver cómo Paul lo salvaba a usted, volvió a enamorarse.

Ella dice:

– Yo me di cuenta de que usted estaba fingiendo. Los demás vieron lo que quisieron ver.

Ella dice:

– Tiene en su interior una capacidad enorme para amar.

La anciana permanece sentada, sonriendo, y dice:

– Me doy cuenta de que tiene un corazón lleno de generosidad.

Tan deprisa como cuando uno estornuda, le digo:

– Es usted un puto vejestorio lunático.

Y Paige se estremece.

Se lo voy diciendo a todo el mundo, estoy harto de que jueguen conmigo. ¿Vale? Así que no finjamos. No tengo corazón ni puñetera falta que me hace. No vais a conseguir hacerme sentir nada. No vais a conseguir afectarme.

Soy un cabrón estúpido, insensible y calculador. Fin de la historia.

Esta vieja señora Tsunimitsu. Paige Marshall. Ursula. Nico, Tanya, Leeza. Mi madre. Hay días en que la vida parece ser yo contra todas las tías estúpidas del puñetero mundo.

Con una mano agarro a Paige Marshall por el brazo y tiro de ella hacia la puerta.

Nadie me va a engañar para que me crea Jesucristo.

– Escúcheme -le digo. Le grito-: ¡Si quisiera sentir algo me iría a ver una puta película!

Y la vieja señora Tsunimitsu sonríe y dice:

– No puede negar la bondad de su verdadera naturaleza. Es tan luminosa que cualquiera puede verla.

A ella le digo que cierre la boca. A Paige Marshall le digo:

– Vamos.

Le voy a demostrar que no soy Jesucristo. La verdadera naturaleza de las personas es una chorrada. El alma humana no existe. Las emociones son una chorrada. El amor es una chorrada. Y me pongo a arrastrar a Paige por el pasillo.

Vivimos y nos morimos y todo lo demás es una ilusión. Son chorradas típicas de tías pasivas sobre los sentimientos y la sensibilidad. Mierda emocional subjetiva inventada. El alma no existe. Dios no existe. Solamente existen las decisiones, la enfermedad y la muerte.

Lo que yo soy de verdad es un inmundo, sucio y recalcitrante adicto al sexo, y no puedo cambiar y no puedo parar, y eso es lo que voy a ser siempre.

Y lo voy a demostrar.

– ¿Adónde me lleva? -dice Paige, tropezando, con las gafas y la bata de laboratorio todavía salpicadas de comida y de sangre.

Ya me estoy imaginando porquerías para no correrme demasiado deprisa, cosas como mascotas empapadas en gasolina e incendiadas. Me imagino al Tarzán regordete y a su chimpancé adiestrado. Pienso que esto no es más que otro capítulo estúpido en el cuarto paso de mi terapia.

Para que el tiempo se detenga. Para fosilizar este momento. Para hacer que esto dure una puta eternidad.

La voy a tomar en la capilla, le digo a Paige. Soy el hijo de una lunática, no el hijo de Dios.

Si me equivoco, que Dios lo demuestre. Que me envíe un rayo.

La voy a poseer en el puto altar.

25

Aquella vez había sido imprudencia maliciosa o abandono temerario o negligencia criminal. Había tantas leyes que el niño no lograba distinguirlas.

Había sido acoso en tercer grado o indiferencia en segundo grado o desprecio en primer grado o incordio en segundo grado, y había llegado un punto en que al niño estúpido le aterraba hacer cualquier cosa que no hicieran los demás. Probablemente cualquier cosa nueva o distinta u original iba contra la ley.

Cualquier cosa arriesgada o excitante te llevaba a la cárcel.

Por eso todo el mundo tenía tantas ganas de hablar con la mamaíta.

Aquella vez solamente llevaba dos semanas fuera de la cárcel y ya habían empezado a suceder cosas.

Había un montón de leyes y una infinidad de formas de cagarla.

Primero la policía preguntó por los cupones.

Alguien había ido a una copistería del centro y había usado un ordenador para diseñar e imprimir cientos de cupones que prometían una comida gratis para dos personas por valor de setenta y cinco dólares y sin fecha de caducidad. Todos los cupones iban doblados dentro de una carta comercial que daba las gracias por ser tan buen cliente y explicaba que el cupón de dentro era una promoción especial.

Lo único que tenías que hacer era ir a cenar al restaurante Clover Inn.

Cuando el camarero te trajera la cuenta simplemente tenías que pagar con el cupón. La propina estaba incluida.

Alguien hizo todo aquello. Envió por correo cientos de aquellos cupones.

Tenía toda la pinta de una maniobra Ida Mancini.

La mamaíta había sido camarera en el Clover Inn durante la primera semana que había pasado fuera del centro de reinserción, pero la habían despedido por decirle a la gente cosas sobre la comida que no querían saber.

Luego había desaparecido. Unos días más tarde, una mujer sin identificar se había puesto a correr y a gritar por el pasillo central de un teatro durante la parte más tranquila y aburrida de un majestuoso ballet.

Por eso un día la policía había sacado al niño estúpido de la escuela y lo había llevado al centro de la ciudad. Para ver si tenía noticias de ella. De la mamaíta. Si sabía dónde estaba escondida.

Por aquella misma época, varios cientos de clientes enojados invadieron una peletería llevando cupones del cincuenta por ciento de descuento que habían recibido por correo.

Por aquella misma época, un millar de personas muy asustadas llegaron a la clínica de enfermedades de transmisión sexual del condado exigiendo que les hicieran una prueba después de haber recibido cartas con el sello del condado advirtiéndoles que a una antigua pareja sexual le habían diagnosticado una enfermedad infecciosa.

Los detectives de la policía se llevaron al mequetrefe al centro de la ciudad en un coche de paisano, luego le hicieron subir las escaleras de un edificio feo, se sentaron con él y su madre adoptiva y le preguntaron: ¿Ha intentado Ida Mancini contactar contigo?

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