Denny dice:
– Eh, tía, estamos de suerte. ¡Aquí hay una esquina!
Mi madre levanta una mano temblorosa y de aspecto hervido y quita una pelusa roja que Denny tiene en la cabeza.
Yo le digo:
– Perdone, señora Mancini, pero ¿no quería contarle algo a su hijo?
Mi madre me mira a mí y luego a Denny:
– ¿Puedes quedarte, Victor? -dice-. Tenemos que hablar. Tengo tantas cosas que explicarte.
– Explíquelas, vamos -le digo.
Denny dice:
– ¿Se supone que esto tiene que ser una cara?
Mi madre levanta una mano temblorosa en dirección a mí y me dice:
– Fred, esto es entre mi hijo y yo. Son asuntos de familia importantes. Vaya a alguna parte. Vaya a ver la televisión y déjenos reunimos en privado.
Yo digo:
– Pero…
Y mi madre me dice:
– Váyase.
Denny dice:
– Aquí hay otra esquina -Denny reúne todas las piezas azules y las aparta a un lado. Todas las piezas tienen la misma forma básica, como cruces líquidas. Como esvásticas derretidas.
– Vaya a intentar salvar a otro para variar -dice mi madre, sin mirarme. Luego mira a Denny-. Victor irá a buscarlo cuando hayamos terminado.
Se me queda mirando hasta que llego al pasillo. Después le dice a Denny algo que no puedo oír. Extiende una mano temblorosa y le toca la cabeza afeitada, reluciente y azulada a Denny, justo detrás de la oreja. Allí donde acaba la manga de su pijama, su muñeca se ve correosa y de un color marrón claro como el cuello de un pavo cocido.
Con las narices todavía metidas en el puzzle, Denny se estremece.
Me llega un olor, un olor a pañales, y una voz rota habla a mi espalda:
– Tú eres el que me tiró todos los libros de texto de segundo al barro.
Sin dejar de mirar a mi madre y tratando de adivinar qué está diciendo, le contesto:
– Sí, supongo que sí.
– Bueno, al menos eres sincero -dice la voz. Una mujer pequeña y arrugada como una pasa entrelaza su brazo esquelético con el mío-. Ven conmigo -dice-. La doctora Marshall tiene muchas ganas de hablar contigo. En algún sido donde podáis estar a solas.
Lleva la camisa a cuadros rojos de Denny.
Echando la cabeza hacia atrás, y con ella su peinado en forma de cerebro negro, Paige Marshall señala la bóveda de color beige del techo.
– Antes había ángeles -dice-. Cuentan que eran increíblemente hermosos, con alas de plumas azules y halos dorados con oro de verdad.
La anciana me lleva a la vieja capilla de Saint Anthony, un sitio enorme y vacío de cuando esto era un convento. Una pared la ocupa en su totalidad una vidriera coloreada con un centenar de tonos del dorado. La otra pared solamente tiene un enorme crucifijo de madera. Entre las dos paredes está Paige Marshall con su bata blanca de laboratorio, dorada por la luz de la vidriera, debajo del cerebro negro de su peinado. Lleva sus gafas de montura negra y está mirando al techo. Toda ella en dorado y negro.
– Siguiendo los decretos del Concilio Vaticano Segundo -dice-, taparon con pintura la mayor parte de los murales de las iglesias. Los ángeles y los frescos. Se llevaron la mayor parte de las estatuas. Todos estos maravillosos misterios de la fe. Se los llevaron.
Me mira.
La anciana se ha ido. La puerta de la capilla se cierra con un chasquido detrás de mí.
– Es patético -dice Paige- que no podamos soportar las cosas que no entendemos. Que si no entendemos algo simplemente lo neguemos.
Me dice:
– He encontrado una forma de salvar la vida de su madre dice-. Pero a lo mejor usted no la aprueba.
Paige Marshall empieza a desabrocharse los botones de la bata y cada vez se le ve más y más piel desnuda debajo.
– Tal vez la idea le parezca completamente repugnante -dice.
Se abre su bata de laboratorio.
No lleva nada debajo. Está desnuda y tan pálida como la piel de debajo del pelo. Desnuda y pálida y a un metro y medio de mí. Y apetecible. Se quita la bata con un encogimiento de hombros de manera que le queda colgando de los codos detrás de la espalda. Sus brazos siguen dentro de las mangas.
Tengo delante todas esas zonas peludas y sombrías a dónele me muero por ir.
– Solo tenemos este pequeño rayo de esperanza -dice.
Y avanza hacia mí. Sin quitarse las gafas. Sin quitarse los zapatos náuticos blancos, que aquí dentro parecen dorados.
Yo tenía razón sobre sus orejas. Está claro, el parecido es asombroso. Otro agujero que no puede cerrar, escondido y bordeado de piel. Enmarcado en su pelo suave.
– Si quiere usted a su madre -dice-. Si quiere que viva, tendrá que hacer esto conmigo.
¿Ahora?
– Estoy a punto -dice-. Tengo la mucosa tan espesa que puede hundir una cuchara en ella.
¿Aquí?
– No puedo encontrarme con usted fuera de aquí -dice.
Su anular está tan desnudo como el resto de ella. Le pregunto si está casada.
– ¿Es una cuestión que le preocupe? -dice.
Puedo extender el brazo y tocar la curva de su cintura en el punto en que se funde con el perfil de su culo. A la misma distancia están los arrecifes de los pechos subiendo hasta los granos oscuros de los pezones. Si extiendo el brazo puedo tocar el punto cálido donde se unen sus piernas.
Yo le digo:
– No. Ni hablar. Ni pensarlo.
Sus manos se reúnen en el botón superior de mi camisa, luego en el siguiente, luego en el siguiente. Sus manos me abren la camisa y me la sacan por los hombros hasta que cae a mi espalda.
– Solamente quiero que sepa -le digo-, ya que usted es médico y todo eso -le digo-, que soy un adicto al sexo en fase de recuperación.
Sus manos me abren la hebilla del cinturón y me dice:
– Entonces haga lo que le salga de forma natural.
Paige no huele a rosas ni a pino ni a limón. A nada de eso, ni siquiera a piel.
Huele a húmedo.
– Usted no lo entiende -le digo-. Llevo casi dos días enteros de abstinencia.
Bajo la luz dorada tiene un aspecto cálido y resplandeciente. Con todo, tengo la sensación de que si la besara mis labios quedarían adheridos como si hubiera besado metal congelado. Para retrasar las cosas pienso en carcinomas de células elementales. Me imagino un impétigo bacteriano de piel. Úlceras de córnea.
Ella acerca mi cara a su oreja. Me susurra al oído:
– Bien. Es muy noble por su parte. Pero ¿por qué no empieza su recuperación mañana?
Me baja los pantalones por las caderas con los pulgares y dice:
– Necesito que ponga su fe en mí.
Y sus manos suaves y frescas se cierran en torno a mí.
Si alguna vez estás en el vestíbulo de un hotel grande y empieza a sonar el vals El Danubio azul, sal corriendo. No pienses. Corre.
Las cosas ya no se anuncian nunca de forma directa.
Si alguna vez estás en un hospital y llaman a la enfermera Flamingo para que vaya a oncología, no aparezcas por allí. La enfermera Flamingo no existe. Si llaman al doctor Blaze, tampoco existe nadie con ese nombre.
En los hoteles grandes el vals quiere decir que hay que evacuar el edificio.
En la mayor parte de los hospitales, la enfermera Flamingo quiere decir que hay un incendio. El doctor Blaze quiere decir incendio. El doctor Green quiere decir un suicidio. El doctor Blue quiere decir que alguien ha dejado de respirar.
Estas cosas se las explicó la mamaíta al niño estúpido un día que estaban parados en un atasco de tráfico. Por entonces ella ya estaba perdiendo la chaveta.
Ese mismo día el niño estaba sentado en clase cuando una señora de la secretaría de la escuela vino a decirle que se había cancelado su cita con el dentista. Un minuto más tarde el niño levantó la mano y pidió permiso para ir al lavabo. Nunca había existido ninguna cita con el dentista. Sí, alguien había llamado de parte del dentista, pero aquella era una nueva señal secreta. Salió por una puerta trasera junto a la cafetería y allí estaba ella en un coche dorado.
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