Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Debajo, el texto del anuncio dice:

«La policía está buscando actualmente a este hombre para interrogarlo en relación con varias muertes recientes. Tiene cuarenta años, mide metro ochenta, pesa unos ochenta y cinco kilos y tiene el pelo castaño y los ojos verdes. No va armado pero debe ser considerado peligrosísimo».

El hombre de la foto es tan joven e inocente. No soy yo. La mujer está muerta. Las dos personas de la foto son fantasmas.

Debajo de la foto dice:

«Ahora se hace llamar Carl Streator. A menudo lleva corbata azul.»

Debajo, dice:

«Si conoce su paradero, por favor, llame al 911 y pregunte por la policía.»

No sé si el anuncio lo ha puesto Ostra o la policía.

Helen y yo estamos aquí, mirando la foto, y Helen dice:

– Tu mujer era muy guapa.

Y yo le digo que sí, que lo era.

Los dedos de Helen, su traje amarillo, su escritorio de anticuario labrado y barnizado, todo está manchado y emborronado de rojo y de púrpura por la tintura de yodo y el agua de col. Las manchas huelen a amoníaco y a vinagre. Sostiene el fluoroscopio sobre el libro y lee las poluciones de la Antigüedad.

– Aquí tengo un conjuro de vuelo -dice-, Y uno de estos podría ser un conjuro de amor. -Pasa las hojas y cada página huele a pedo de col o a amoníaco de orina-. El conjuro sacrificial -dice-. Es este de aquí. En zulú antiguo.

En el vestíbulo, Mona está hablando por teléfono.

Helen me coge del brazo y me aparta, me aparta a un paso de su mesa y dice:

– Mira esto. -Y se queda ahí, con las dos manos apoyadas en las sienes y los ojos cerrados.

Le pregunto qué se supone que tiene que pasar.

Mona cuelga el teléfono en el vestíbulo.

El grimorio abierto sobre el escritorio de Helen cambia de posición. Se levanta una esquina, luego la otra esquina. Empieza cerrándose solo, luego se abre, se cierra y se abre, cada vez más deprisa hasta que se eleva sobre la mesa. Con los ojos cerrados, los labios de Helen articulan palabras en silencio. Meciéndose y aleteando, el libro es un estornino negro brillando, suspendido cerca del techo.

Y el escáner de la policía dice:

– Unidad diecisiete. -Y dice-: Por favor, acuda al cinco mil seiscientos ochenta de Weeden Avenue, Northeast, a la Agencia Inmobiliaria Helen Boyle, y detenga a un hombre adulto para interrogarlo…

El grimorio golpea la mesa con un ruido brusco. Salen tintura de yodo, amoníaco, vinagre y jugo de col despedidos por todas partes. Caen papeles y libro por el suelo.

Helen grita:

– ¡Mona!

Yo le digo que no la mate, que por favor no la mate.

Helen me agarra la mano con la mano manchada y dice:

– Creo que es mejor que te vayas de aquí. -Y dice-: ¿Recuerdas dónde nos vimos por primera vez? -Me dice en susurros-: Reúnete ahí conmigo esta noche.

En mi apartamento, toda la cinta de mi contestador está gastada. En mi buzón, las facturas están tan apretadas que tengo que sacarlas con un cuchillo para la mantequilla.

Sobre la mesa de la cocina hay un centro comercial a medio construir. Incluso sin la foto de la caja, se nota lo que es porque están ya construidos los aparcamientos. Las paredes están en su sitio. Las ventanas y las puertas colocadas a un lado, con los cristales ya puestos. Los paneles del techo y los sistemas de calefacción y refrigeración siguen en la caja. Los jardines están en una bolsa de plástico sin abrir.

No se oye nada a través de las paredes del apartamento. A nadie. Después de semanas en la carretera con Helen y Mona, me había olvidado de lo precioso que es el silencio.

Enciendo la televisión. Están poniendo una comedia en blanco y negro sobre un hombre que vuelve de entre los muertos convertido en muía. Se supone que tiene algo que enseñar a alguien. Para salvar su propia alma. El espíritu de un hombre ocupando el cuerpo de una muía.

Mi busca suena otra vez, la policía, mis salvadores, azuzándome hacia la salvación.

La policía o el encargado, este sitio debe de haber estado sometido a alguna clase de vigilancia.

En el suelo, esparcidos por todo el suelo, hay los fragmentos destrozados de un aserradero. Hay las ruinas hechas añicos de una estación de trenes salpicadas de sangre seca. A su alrededor, el edificio de una clínica dental hecho un millón de pedazos. Y un hangar de aviones, aplastado. Y una terminal de ferrys, hecha polvo. Todas las ruinas ensangrentadas y los artefactos que me costaron tanto trabajo montar, todo esparcido y crujiendo bajo mis zapatos. Lo que queda de mi vida normal.

Enciendo el radiorreloj que hay junto a la cama. Sentado con las piernas cruzadas en el suelo, extiendo un brazo y reúno todos los restos de gasolineras y depósitos de cadáveres y puestos de hamburguesas y monasterios españoles. Amontono los pedazos cubiertos de sangre y de polvo y en la radio suena una orquesta de swing. En la radio suena música folk celta y rap del gueto y música india de sitar. Amontonadas delante de mí hay partes de sanatorios y de estudios de cine, montacargas para grano y refinerías de petróleo. En la radio suena música trance, reggae y valses. Hay montones de partes de catedrales y cárceles y barracones del ejército.

Con el pincelito y el pegamento, junto chimeneas y claraboyas y cúpulas geodésicas y minaretes. Acueductos románicos unidos a buhardillas art déco unidas a fumaderos de opio unidas a tabernas del Salvaje Oeste unidas a montañas rusas unidas a bibliotecas de pueblo unidas a casas de urbanización unidas a salas de conferencias de universidades.

Después de semanas en la carretera con Mona y Helen, me había olvidado de lo importante que era la perfección.

En mi ordenador, hay un borrador del artículo sobre la muerte en la cuna. El último capítulo. Es la clase de historia que todos los padres y abuelos tienen demasiado miedo para leer y demasiado miedo para no leer. La verdad es que no hay información nueva. La idea era mostrar cómo la gente sale adelante. Cómo la gente sigue con sus vidas. Podemos mostrar el pozo interior profundo de fuerza y de compasión que toda esa gente descubre. Ese es el enfoque.

Lo único que sabemos sobre la muerte súbita infantil es que no hay elementos recurrentes. Un bebé puede morir en brazos de su madre.

El artículo está sin terminar.

La mejor manera de echar a perder tu vida es tomar notas. La forma más fácil de evitar vivir es limitarte a mirar. Buscar detalles. Informar. No participar. Dejar que el Gran Hermano cante y baile para ti. Ser un reportero. Ser un buen testigo. Un miembro agradecido del público.

En la radio, los valses se unen al punk que se une al rock que se une al rap que se une a los cantos gregorianos que se une a la música de cámara. En la televisión alguien está enseñando cómo cocer salmón a fuego lento. Alguien está demostrando por qué se hundió el Bismarck.

Uno con pegamento ventanas en saliente y bóvedas de arista y bóvedas de cañón y arquitrabes georgianos y escalinatas y ventanas en triforio y suelos de mosaico y muros de cerramiento de acero y tejados a dos aguas con las vigas al descubierto y pilastras jónicas.

En la radio suena música de percusión africana y canciones de amor francesas, todo mezclado. En el suelo delante de mí hay pagodas chinas y haciendas mexicanas y casas coloniales de Cape Cod, todo combinado. En la televisión, un golfista golpea la bola. Una mujer gana diez mil dólares por saberse la primera línea de la Declaración de Gettysburg.

La primera casa que monté era una casa de cuatro pisos con mansarda y dos escalinatas, una delantera para uso de la familia y otra trasera para el servicio. Tenía lámparas de araña metálicas y de cristal que se conectaban con bombillitas. Tenía un suelo de parquet en el comedor que tardé seis semanas en cortar y pegar pieza a pieza. Tenía un techo en la sala de música donde mi mujer, Gina, pintó nubes y ángeles, noche tras noche, quedándose despierta hasta tarde. Tenía una chimenea en el comedor con un fuego que hice con cristal tallado y una lucecita parpadeante detrás. Montamos la mesa con platitos diminutos y Gina se quedó hasta tarde por las noches, pintando risas en los bordes de cada plato. Estar juntos, aquellas noches, sin televisión ni radio, con Katrin durmiendo, parecía tan importante por entonces. Eran las dos personas de la foto de bodas. La casa era el regalo del segundo cumpleaños de Katrin. Todo tenía que ser perfecto. Tenía que ser algo que demostrara nuestra inteligencia y nuestro talento. Una obra maestra que nos sobreviviera.

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