En las horas demasiado cortas de ese único día y las dos noches que Rosette y Maurice pasaron juntos, se amaron con la ternura que habían compartido en la infancia y la pasión que ahora los encendía, improvisando una cosa y otra para darse mutuo contento. Eran muy jóvenes, estaban enamorados desde siempre y existía el incentivo terrible de que iban a separarse: no necesitaron para nada las instrucciones de Violette Boisier. En algunas pausas se dieron tiempo para hablar, siempre abrazados, de algunas cosas pendientes y planear su futuro inmediato. Lo único que les permitía soportar la separación era la certeza de que iban a reunirse pronto, apenas Maurice tuviera trabajo y un lugar donde recibir a Rosette.
Amaneció el segundo día y tuvieron que vestirse, besarse por última vez y salir recatadamente a enfrentar al mundo. La goleta había atracado de nuevo; en el puerto los esperaban Zacharie, Tété y Sancho, quien había llevado el baúl con las pertenencias de Maurice. El tío también le entregó cuatrocientos dólares, que se jactó de haber ganado en una sola noche jugando a las cartas. El joven había adquirido el pasaje con su nuevo nombre, Maurice Solar, el apellido de su madre abreviado y pronunciado a la inglesa. Eso ofendió un poco a Sancho, que estaba orgulloso del sonoro García del Solar, pronunciado como se debe.
Rosette quedó en tierra deshecha de pena, pero fingiendo la serena actitud de quien tiene todo lo que se puede desear en este mundo, mientras Maurice le hacía señas desde la cubierta del clíper que lo conduciría a Boston.
Valmorain perdió a su hijo y perdió la salud de un solo golpe. En el mismo momento en que Maurice salió de la casa paterna para no regresar más, algo estalló en su interior. Cuando Sancho y los demás lograron levantarlo, comprobaron que tenía un lado del cuerpo muerto. El doctor Parmentier determinó que no le había fallado el corazón, como tanto se temía, sino que había sufrido un ataque cerebral. Estaba casi paralizado, babeaba y carecía de control de esfínteres. «Con tiempo y un poco de suerte podrá mejorar bastante, mon ami , aunque no volverá a ser el mismo», le dijo Parmentier. Agregó que conocía pacientes que habían vivido muchos años después de un ataque semejante. Por señas, Valmorain le indicó que deseaba hablar a solas con él y Hortense Guizot, que lo vigilaba como un buitre, debió salir de la pieza y cerrar la puerta. Sus balbuceos resultaban casi incomprensibles, pero Parmentier logró entender que más miedo le daba su mujer que su enfermedad. Hortense podía tentarse de precipitarle la muerte, porque sin duda prefería quedar viuda antes que cuidar a un inválido que se meaba. «No se preocupe, esto lo arreglo con tres frases», lo tranquilizó Parmentier.
El médico le dio a Hortense Guizot los remedios y las instrucciones necesarias para el enfermo y le aconsejó que consiguiera una buena enfermera, porque la recuperación de su marido dependía mucho de los cuidados que recibiera. No debían contradecirlo ni darle preocupaciones: el descanso era fundamental. Al despedirse retuvo la mano de la mujer entre las suyas en un gesto de paternal consuelo. «Le deseo que su marido salga bien de este trance, madame, porque no creo que Maurice esté preparado para reemplazarlo», dijo. Y le recordó que Valmorain no había alcanzado a realizar los trámites para cambiar su testamento y legalmente Maurice era todavía el único heredero de la familia.
Días más tarde, un mensajero le entregó a Tété una nota de Valmorain. Ella no esperó a Rosette para que se la leyera, sino que fue directamente donde el Père Antoine. Todo lo proveniente de su antiguo amo tenía el poder de encogerle el estómago de aprensión. Supuso que para entonces Valmorain estaba enterado de la precipitada boda y la partida de su hijo -toda la ciudad lo sabía- y su ira no estaría dirigida sólo contra Maurice, a quien los chismosos ya habían absuelto como la víctima de una negra hechicera, sino contra Rosette. Ella era culpable de que la dinastía de los Valmorain quedara sin continuidad y acabara sin gloria. Después de la muerte del patriarca, la fortuna pasaría a manos de los Guizot y el apellido Valmorain sólo figuraría en la lápida del mausoleo, porque sus hijas no podían pasárselo a su descendencia. Había muchas razones para temer la venganza de Valmorain, pero la idea no se le había ocurrido a Tété, hasta que Sancho le sugirió que vigilara a Rosette y no le permitiera salir sola a la calle. ¿Qué quiso advertirle? Su hija pasaba el día donde Adèle cosiendo su modesto ajuar de recién casada y escribiéndole a Maurice. Allí estaba segura y ella siempre la iba a buscar en la noche, pero de todos modos andaba en ascuas, siempre alerta: el largo brazo de su antiguo amo podía llegar muy lejos.
La nota que recibió consistía en dos líneas de Hortense Guizot notificándole que su marido necesitaba hablar con ella.
– Mucho le debe haber costado llamarte a esa orgullosa señora -comentó el fraile.
– Prefiero no ir a esa casa, mon père.
– Nada se pierde con oír. ¿Qué es lo más generoso que puedes hacer en este caso, Tété?
– Usted siempre dice lo mismo -suspiró ella, resignada.
El Père Antoine sabía que el enfermo estaba espantado ante el abismal silencio y la inconsolable soledad del sepulcro. Valmorain había dejado de creer en Dios a los trece años y desde entonces se jactaba de un racionalismo práctico en el cual no cabían fantasías sobre el Más Allá, pero al verse con un pie en la tumba recurrió a la religión de su infancia. Atendiendo a su llamado, el capuchino le llevó la extremaunción. En su confesión, mascullada entre hipos con la boca torcida, Valmorain admitió que se había apoderado del dinero de Lacroix, único pecado que le parecía relevante. «Hábleme de sus esclavos», lo conminó el religioso. «Me acuso de debilidad, mon père , porque en Saint-Domingue a veces no pude evitar que mi jefe de capataces se excediera en los castigos, pero no me acuso de crueldad. Siempre he sido un amo bondadoso.» El Père Antoine le dio la absolución y le prometió rezar por su salud, a cambio de suculentas donaciones para sus mendigos y huérfanos, porque sólo la caridad ablanda la mirada de Dios, como le explicó. Después de esa primera visita, Valmorain pretendía confesarse a cada rato, para que la muerte no fuera a sorprenderlo mal preparado, pero el santo no tenía tiempo ni paciencia para escrúpulos tardíos y sólo accedió a enviarle la comunión con otro religioso dos veces por semana.
La casa de los Valmorain adquirió el olor inconfundible de la enfermedad. Tété entró por la puerta de servicio y Denise la condujo a la sala, donde esperaba Hortense Guizot de pie, con ojeras moradas y el cabello sucio, más furiosa que cansada. Tenía treinta y ocho años y se veía de cincuenta. Tété alcanzó a vislumbrar a cuatro de las niñas, todas tan parecidas que no pudo distinguir a las que conocía. En muy pocas palabras, escupidas entre dientes, Hortense le indicó que subiera a la habitación de su marido. Ella se quedó rumiando la frustración de ver a esa desgraciada en su casa, esa maldita que había logrado salirse con la suya y desafiar nada menos que a los Valmorain, a los Guizot, a la sociedad entera. ¡Una esclava! No entendía cómo la situación se le escapó de las manos. Si su marido le hubiera hecho caso, habrían vendido a esa zorra de Rosette a los siete años y esto jamás habría sucedido. Todo era culpa del porfiado de Toulouse, que no supo formar a su hijo y no trataba a los esclavos como es debido. ¡Emigrante tenía que ser! Llegan aquí y creen que pueden abanicarse con nuestras costumbres. ¡Miren que emancipar a esa negra y además a la hija! Algo así jamás sucedería entre los Guizot, eso ella podía jurarlo.
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