– ¡Ha insultado a mi madre! -exclamó roncamente.
– No me digas, Violette, que este muchacho ignora su origen -comentó Valmorain, todavía burlón.
Ella no respondió. Había soltado el quitasol, que rodó en el suelo de conchas, y se tapaba la boca a dos manos, con los ojos desorbitados.
– Me debe una reparación, monsieur. Lo veré en los jardines de Saint-Antoine con sus padrinos en un plazo máximo de dos días, porque al tercero partiré de regreso a Francia -le anunció Jean-Martin, masticando cada sílaba.
– No seas ridículo, hijo. No voy a batirme en duelo con alguien de tu clase. He dicho la verdad. Pregúntale a tu madre -agregó Valmorain señalando con el bastón a las mujeres antes de darle la espalda y alejarse sin apuro hacia los botes, bamboleándose sobre sus rodillas hinchadas, para reunirse con Owen Murphy.
Jean-Martin intentó seguirlo con la intención de reventarle la cara a puñetazos, pero Violette y Tété se le colgaron de la ropa. En eso llegó Isidore Morisset, quien al ver a su secretario luchando con las mujeres, rojo de furia, lo inmovilizó abrazándolo por detrás. Tété alcanzó a inventar que habían tenido un altercado con un pirata y debían irse pronto. El espía estuvo de acuerdo -no deseaba poner en peligro sus negociaciones con Laffitte- y sujetando al joven con sus manos de leñador lo condujo, seguido por las mujeres, al bote, donde los esperaba el remero con la cesta de la merienda intacta.
Preocupado, Morisset le puso un brazo en los hombros a Jean-Martin en un gesto paternal y trató de averiguar lo que había pasado, pero éste se desprendió y le dio la espalda, con la vista fija en el agua. Nadie habló más en la hora y media que estuvieron navegando por aquel dédalo de pantanos hasta llegar a Nueva Orleans. Morisset enfiló solo hacia a su hotel. Su secretario no obedeció la orden de acompañarlo y siguió a Violette y Tété a la calle Chartres. Violette se fue a su cuarto, cerró la puerta y se echó en la cama a llorar hasta la última lágrima, mientras Jean-Martin paseaba como un león en el patio, esperando que se calmara para interrogarla. «¿Qué sabes del pasado de mi madre, Loula? ¡Tienes la obligación de decírmelo!», le exigió a su antigua nana. Loula, que no sospechaba lo que había ocurrido en El Templo, creyó que se refería a la época gloriosa en que Violette había sido la poule más divina de Le Cap y su nombre andaba en boca de capitanes por mares remotos, cosa que no pensaba contarle a su niño, su príncipe, por mucho que le gritara. Violette se había esmerado en borrar toda traza de su pasado en Saint-Domingue y no sería ella, la fiel Loula, quien traicionara su secreto.
Al anochecer, cuando ya no se oía el llanto, Tété le llevó a Violette una tisana para el dolor de cabeza, la ayudó a quitarse la ropa, le cepilló el nido de gallina en que había convertido su peinado, la roció con agua de rosas, le puso una camisa delgada y se sentó a su lado en la cama. En la penumbra de las persianas cerradas se atrevió a hablarle con la confianza cultivada día a día durante los años que vivían y trabajaban juntas.
– No es tan grave, madame. Haga cuenta que esas palabras nunca fueron dichas. Nadie las repetirá y usted y su hijo podrán seguir viviendo como siempre -la consoló.
Suponía que Violette Boisier no había nacido libre, como le contó una vez, sino que en su juventud había sido esclava. No podía culparla por haberlo callado. Tal vez tuvo a Jean-Martin antes de que Relais la emancipara y la hiciera su esposa.
– ¡Pero Jean-Martin ya lo sabe! Jamás me perdonará por haberlo engañado -replicó Violette.
– No es fácil admitir que una ha sido esclava, madame. Lo importante es que ahora los dos son libres.
– Nunca he sido esclava, Tété. Lo que pasa es que no soy su madre. Jean-Martin nació esclavo y mi marido lo compró. La única que lo sabe es Loula.
– ¿Y cómo lo supo monsieur Valmorain?
Entonces Violette Boisier le contó las circunstancias en que había recibido al niño, cómo Valmorain llegó con el recién nacido envuelto en una manta a pedirle que lo cuidara por un tiempo y cómo ella y su marido terminaron por adoptarlo. No averiguaron su procedencia, pero imaginaron que era hijo de Valmorain con una de sus esclavas. Tété ya no la escuchaba, porque el resto lo sabía. Se había preparado en miles de noches insomnes para el momento de esa revelación, cuando por fin sabría del hijo que le habían quitado; pero ahora que lo tenía al alcance de la mano no sentía ningún relámpago de dicha, ni un sollozo atascado en el pecho, ni una oleada irresistible de cariño, ni un impulso de correr a abrazarlo, sólo un ruido sordo en los oídos, como ruedas de carreta en el polvo de un sendero. Cerró los ojos y evocó la imagen del joven con curiosidad, sorprendida de no haber tenido ni el menor indicio de la verdad; su instinto nada le advirtió, ni siquiera cuando notó su parecido con Rosette. Escarbó en sus sentimientos en busca del insondable amor maternal que conocía muy bien, porque se lo había prodigado a Maurice y Rosette, pero sólo encontró alivio. Su hijo había nacido con buena estrella, con una refulgente z'etoile , por eso había caído en manos de los Relais y de Loula, que lo mimaron y educaron, por eso el militar le había legado la leyenda de su vida y Violette trabajaba sin descanso para asegurarle un buen futuro. Se alegró sin asomo de celos, porque nada de eso le habría podido dar ella.
El rencor contra Valmorain, ese peñasco negro y duro que Tété llevaba siempre incrustado en el pecho, pareció achicarse y el empeño de vengarse del amo se disolvió en el agradecimiento hacia quienes habían cuidado tan bien a su hijo. No tuvo que pensar demasiado en lo que haría con la información que acababa de recibir, porque se lo dictó la gratitud. ¿Qué ganaba con anunciar a los cuatro vientos que era la madre de Jean-Martin y reclamar un afecto que en justicia le pertenecía a otra mujer? Optó por confesarle la verdad a Violette Boisier, sin explayarse en el sufrimiento que tanto la había agobiado en el pasado, porque en los últimos años éste se había mitigado. El joven que en ese momento se paseaba en el patio era un desconocido para ella.
Las dos mujeres lloraron un buen rato tomadas de la mano, unidas por una delicada corriente de mutua compasión. Por último se les acabó el llanto y concluyeron que lo dicho por Valmorain era imborrable, pero ellas intentarían suavizar su impacto en Jean-Martin. ¿Para qué decirle al joven que Violette no era su madre, que nació esclavo, bastardo de un blanco y que fue vendido? Era mejor que siguiera creyendo lo que le oyó a Valmorain, porque en esencia era verdad: que su madre había sido esclava. Tampoco necesitaba saber que Violette fue una cocotte o que Relais tuvo reputación de cruel. Jean-Martin creería que Violette le ocultó el estigma de la esclavitud para protegerlo, pero seguiría orgulloso de ser hijo de los Relais. Dentro de un par de días regresaría a Francia y a su carrera en el ejército, donde el prejuicio contra su origen era menos dañino que en América o las colonias, y donde las palabras de Valmorain podrían ser relegadas a un rincón perdido de la memoria.
– Vamos a enterrar esto para siempre -dijo Tété.
– ¿Y qué haremos con Toulouse Valmorain? -preguntó Violette.
– Vaya a verlo, madame. Explíquele que no le conviene divulgar ciertos secretos, porque usted misma se encargará de que su esposa y toda la ciudad sepan que es el padre de Jean-Martin y Rosette.
– Y también que sus hijos pueden reclamar el apellido Valmorain y una parte de su herencia -agregó Violette con un guiño de picardía.
– ¿Eso es cierto?
– No, Tété, pero el escándalo sería mortal para los Valmorain.
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