– El jefe de capataces de la plantación en Saint-Domingue. No soy servidora de Jesús , mon père. Lo mío son los loas que acompañaron a mi madre desde Guinea. Pertenezco a Erzuli
– Sí, hija, conozco a tu Erzuli -sonrió el sacerdote-. Mi Dios es el mismo Papa Bondye tuyo, pero con otro nombre. Tus loas son como mis santos. En el corazón humano hay espacio para todas las divinidades.
– El vudú estaba prohibido en Saint-Domingue , mon père.
– Aquí puedes seguir con tu vudú, hija mía, porque a nadie le importa, siempre que no haya escándalo. El domingo es el día de Dios, ven a misa por la mañana y por la tarde vas a la plaza del Congo a bailar con tus loas. ¿Cuál es el problema?
Me pasó un trapo inmundo, su pañuelo, para que me secara las lágrimas, pero preferí usar el ruedo de mi falda. Cuando ya nos íbamos me habló de las monjas ursulinas. Esa misma noche habló con don Sancho. Así fue.
Hortense Guizot fue un viento de renovación en la vida de Valmorain que lo llenó de optimismo, al contrario de lo que sintieron el resto de la familia y la gente de la plantación. Algunos fines de semana la pareja recibía huéspedes en el campo, según la hospitalidad créole , pero las visitas disminuyeron y pronto terminaron cuando fue evidente el disgusto de Hortense si alguien se dejaba caer sin ser invitado. Los Valmorain pasaban sus días solos. Oficialmente, Sancho vivía con ellos, como tantos otros solteros allegados a una familia, pero se veían poco. Sancho buscaba pretextos para evitarlos y Valmorain echaba de menos la camaradería que siempre habían compartido. Ahora sus horas transcurrían jugando a los naipes con su mujer, escuchándola trinar en el piano o leyendo mientras ella pintaba un cuadrito tras otro de doncellas en columpios y gatitos con bolas de lana. Hortense volaba con la aguja de crochet haciendo mantelitos para cubrir todas las superficies disponibles. Tenía manos albas y delicadas, regordetas, de uñas impecables, manos hacendosas para labores de tejido y bordado, ágiles en el teclado, audaces en el amor. Hablaban poco, pero se entendían con miradas afectuosas y besitos soplados de una silla a otra en el inmenso comedor, donde cenaban solos, porque Sancho rara vez aparecía por la casa y ella había sugerido que Maurice, cuando estaba con ellos, comiera con su tutor en la glorieta del jardín, si el tiempo lo permitía, o en el comedor de diario, pues así aprovechaba ese rato para continuar con las lecciones. Maurice tenía nueve años, pero actuaba como un crío, según Hortense, quien contaba con una docena de sobrinos y se consideraba experta en crianza de niños. Le hacía falta foguearse con otros chicos de su clase social, no sólo con esos Murphy, tan ordinarios. Estaba muy mimado, parecía una niña, había que exponerlo a los rigores de la vida, decía.
Valmorain rejuveneció, se quitó las patillas y bajó un poco de peso con las maromas nocturnas y las porciones raquíticas que ahora servían en su mesa. Había encontrado la dicha conyugal que no tuvo con Eugenia. Hasta el temor de una rebelión de esclavos, que lo perseguía desde Saint-Domingue, pasó a segundo plano. La plantación no le quitaba el sueño, porque Owen Murphy era de una eficiencia encomiable y lo que no alcanzaba a hacer, se lo encargaba a su hijo Brandan, un adolescente fornido como su padre y práctico como su madre, que había trabajado desde los seis años a lomo de caballo.
Leanne Murphy había dado a luz al séptimo crío, idéntico a sus hermanos, robusto y de pelo negro, pero sacaba tiempo para atender el hospital de esclavos, donde acudía a diario con su bebé en una carretilla. No podía ver a su patrona ni en pintura. La primera vez que Hortense intentó inmiscuirse en su territorio, se plantó frente a ella, con los brazos cruzados y una expresión de helada calma. Así había dominado a la pandilla de los Murphy por más de quince años y también le resultó con Hortense. Si el jefe de capataces no hubiera sido tan buen empleado, Hortense Guizot se habría desprendido de todos ellos sólo para aplastar a ese insecto de irlandesa, pero le interesaba más la producción. Su padre, un plantador de ideas anticuadas, decía que el azúcar había mantenido a los Guizot por generaciones y no había necesidad de experimentos, pero ella había averiguado las ventajas del algodón con el agrónomo americano y, como Sancho, estaba considerando las ventajas de ese cultivo. No podía prescindir de Owen Murphy.
Un fuerte huracán de agosto inundó buena parte de Nueva Orleans; nada grave, ocurría a menudo y a nadie le inquietaban demasiado las calles convertidas en canales y el agua sucia paseándose por sus patios. La vida continuaba como siempre, sólo que mojados. Ese año los damnificados fueron escasos, sólo los muertos pobres emergieron de sus fosas flotando en una sopa de barro, pero los muertos ricos continuaron descansando en paz en sus mausoleos, sin verse expuestos a la indignidad de perder los huesos en las fauces de perros vagabundos. En algunas calles el agua llegó a las rodillas y varios hombres se emplearon transportando gente en la espalda de un punto a otro, mientras los niños gozaban revolcándose en los charcos entre desperdicios y bosta de caballo.
Los médicos, siempre alarmistas, advirtieron que habría una pavorosa epidemia, pero el Père Antoine organizó una procesión con el Santísimo a la cabeza y nadie se atrevió a burlarse de ese método para dominar al clima, porque siempre daba resultado. Para entonces el sacerdote ya tenía fama de santo, aunque hacía sólo tres años que estaba instalado en la ciudad. Había vivido allí muy brevemente en 1790, cuando la Inquisición lo envió a Nueva Orleans con la misión de expulsar a los judíos, castigar a los herejes y propagar la fe a sangre y fuego, pero nada tenía de fanático y se alegró cuando los indignados ciudadanos de Luisiana, poco dispuestos a tolerar a un inquisidor, lo deportaron a España sin miramientos. Regresó en 1795 como rector de la catedral de Saint-Louis, recién construida después del incendio de la anterior. Llegó dispuesto a tolerar a los judíos, hacer la vista gorda a los herejes y propagar la fe con compasión y caridad. Atendía a todos por igual, sin distinguir entre libres y esclavos, criminales y ciudadanos ejemplares, damas virtuosas y de vida alegre, ladrones, bucaneros, abogados, verdugos, usureros y excomulgados. Todos cabían, codo con codo, en su iglesia. Los obispos lo detestaban por insubordinado, pero el rebaño de sus fieles lo defendía con lealtad, Père Antoine, con su hábito de capuchino y su barba de apóstol, era la antorcha espiritual de aquella pecaminosa ciudad. Al día siguiente de su procesión el agua retrocedió de las calles y ese año no hubo epidemia.
La casa de los Valmorain fue la única de la ciudad afectada por la inundación. El agua no llegó de la calle, sino que surgió del suelo borboteando como un sudor espeso. Los cimientos habían resistido heroicamente la perniciosa humedad durante años, pero ese ataque insidioso los venció. Sancho consiguió un maestro de obras y un equipo de albañiles y carpinteros que invadieron el primer piso con andamios, palancas y poleas. Transportaron el mobiliario al segundo piso, donde se acumularon cajones y muebles cubiertos con sábanas. Debieron levantar los adoquines del patio, poner drenajes y demoler los alojamientos de los esclavos domésticos, hundidos en el lodazal.
A pesar de los inconvenientes y el gasto, Valmorain estaba satisfecho, porque aquel estropicio le daba más tiempo para abordar el problema de Tété. En las visitas que hacía con su mujer a Nueva Orleans, él por negocios y ella para hacer vida social, se quedaban en la casa de los Guizot, un poco estrecha, pero mejor que un hotel. Hortense no demostró ninguna curiosidad por ver las obras, pero exigió que la casa estuviera lista en octubre; así la familia podría pasar la temporada en la ciudad. Muy sano eso de vivir en el campo, pero era necesario establecer su presencia entre la gente bien, es decir, los de su clase. Habían estado ausentes demasiado tiempo.
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