Isabel Allende - La Isla Bajo El Mar

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La isla bajo el mar de Isabel Allende narra la azarosa historia de una esclava en el Santo Domingo del siglo XVIII que logrará librarse de los estigmas que la sociedad le ha impuesto para conseguir la libertad y, con ella, la felicidad.
Esta es la historia de Zarité, una muchacha mulata que a los nueve años es vendida como esclava al francés Valmorain, dueño de una de las más importantes plantaciones de azúcar de la isla de Santo Domingo. A lo largo de la novela viviremos cuarenta años de la vida de Zarité y lo que representó la explotación de esclavos en la isla en el siglo XVIII, sus condiciones de vida y cómo lucharon para conseguir la libertad. Pese a verse obligada a vivir en el ambiente sórdido de la casa del amo y verse forzada a acostarse con él, nunca se sentirá sola. Una serie de personajes de lo más variopinto apoyarán a nuestra protagonista para seguir adelante hasta conseguir la libertad para las futuras generaciones. Mujeres peculiares como Violette, que se dedica a la prostitución o Loula, la mujer que organiza su negocio; Tante Rose, la curandera, Celestine o Tante Matilde, la cocinera de la plantación: personajes con este punto de magia que dan un ambiente y un color especial a la novela. Los amos desprecian y maltratan a los esclavos. Estos a su vez organizan rebeliones, una de las cuales provoca un incendio en la plantación. Valmorain huye de la mano de Zarité. Ella ha criado a Maurice, hijo de Valmorain que crece junto a Rosette la propia hija de Zarité y su amo. Como esclava, también estará al servicio de las dos esposas de Valmorain: dos personajes totalmente distintos pero muy bien caracterizados por la autora. Conforme avanza la novela nuestro personaje alcanza la dignidad que le corresponde. Vivirá su propia historia de amor y conseguirá la libertad.
Isabel Allende le da voz a una luchadora que saldrá adelante en la vida sin importar las trampas que el destino le tiende.

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Étienne Relais no había olvidado sus planes de volver a Francia, especialmente ahora que la República les había dado poder a los ciudadanos comunes como él. La vida en la colonia lo tenía harto, pero no tenía suficiente dinero ahorrado como para retirarse del ejército. No le hacía ascos a la guerra, era un centauro de muchas batallas, acostumbrado a sufrir y hacer sufrir, pero estaba cansado del alboroto. No entendía la situación en Saint-Domingue: se hacían y deshacían alianzas en cosa de horas, los blancos se peleaban entre sí y contra los affranchis , nadie le daba importancia a la creciente insurrección de los negros, que él consideraba lo más grave de todo. A pesar de la anarquía y la violencia, la pareja encontró una felicidad apacible que ninguno de los dos conocía. Evitaban hablar de hijos, ella no podía concebirlos y a él no le interesaban, pero cuando una tarde inolvidable Toulouse Valmorain se presentó en su casa con un recién nacido envuelto en una mantilla, lo recibieron como una mascota que llenaría las horas de Violette y Loula, sin sospechar que se iba a convertir en el hijo que no se habían atrevido a soñar. Valmorain se lo llevó a Violette porque no se le ocurrió otra solución para hacerlo desaparecer antes del regreso de Eugenia de Cuba. Debía impedir que su mujer se enterara de que el crío de Tété era también suyo. No podía ser de otro, porque él era el único blanco en Saint-Lazare. Ignoraba que Violette se había casado con el militar. No la encontró en el piso de la plaza Clugny, que ahora tenía otro propietario, pero le fue fácil averiguar su nuevo paradero y allí llegó con el chico y una nodriza que consiguió por su vecino Lacroix. Le planteó el asunto a la pareja como un arreglo temporal, sin tener idea de cómo lo iba a resolver más adelante; por lo mismo fue un alivio que Violette y su marido aceptaran al infante sin preguntar más que su nombre. «No lo he bautizado, podéis llamarlo como queráis», les dijo en esa oportunidad.

Étienne Relais seguía tan fiero, vigoroso y sano como en su juventud. Era el mismo manojo de músculos y fibra, con una mata de cabello gris y el carácter de hierro que lo encumbró en el ejército y le hizo ganar varias medallas. Primero había servido al Rey y ahora servía a la República con igual lealtad. Todavía deseaba hacer el amor con Violette muy seguido y ella lo acompañaba de buen talante en esas cabriolas de amantes, que según Loula eran impropias de esposos maduros. Era notable el contraste entre su reputación de despiadado y la blandura recóndita que derrochaba con su mujer y el niño, quien rápidamente ganó su corazón, ese órgano que a él le faltaba, según sostenían en el cuartel. «Este chiquillo podría ser mi nieto», decía a menudo y en verdad tenía chocheras de abuelo. Violette y el niño eran las únicas dos personas que había amado en su vida y, si lo apuraban un poco, admitía que también quería a Loula, aquella africana mandona que tanta guerra le dio al principio, cuando pretendía que Violette consiguiera un novio más conveniente. Relais le ofreció la emancipación; la reacción de Loula fue echarse al suelo gimiendo que pretendían deshacerse de ella, como tantos esclavos inservibles por viejos o enfermos, que los amos abandonaban en la calle para no tener que mantenerlos, que había pasado su vida cuidando a Violette y cuando no la necesitaban iban a condenarla a pedir limosna o morirse de hambre, y dale y dale a grito destemplado. Por fin Relais logró hacerse oír para asegurarle que podía seguir siendo esclava hasta su último aliento, si así lo deseaba. A partir de esa promesa cambió la actitud de la mujer y en vez de ponerle muñecos pinchados con alfileres debajo la cama, se esmeró en prepararle sus comidas favoritas.

Violette había madurado como los mangos, lentamente. Con los años no había perdido su frescura, su porte altivo o su risa torrentosa, sólo había engordado un poco, lo que a su marido le encantaba. Tenía la actitud confiada de quienes gozan del amor. Con el tiempo y la estrategia de rumores de Loula, se había convertido en una leyenda y adonde fuera la seguían miradas y murmullos, incluso de la misma gente que no la recibía en sus casas. «Se deben estar preguntando por el huevo de paloma», se reía Violette. Los hombres más soberbios se quitaban el sombrero a su paso cuando iban solos, muchos recordaban las noches ardientes en el piso de la plaza Clugny, pero las mujeres de cualquier color apartaban la vista por envidia. Violette se vestía con colores alegres y sus únicos adornos eran el anillo de ópalo, regalo de su marido, y pesados aros de oro en las orejas, que resaltaban sus rasgos magníficos y el marfil de su piel, resultado de una vida sin exponerse al rayo partido de sol. No poseía otras joyas, todas las había vendido para aumentar el capital indispensable para sus tratos de usurera. Había acumulado sus ahorros durante años en un hoyo del patio, en sólidas monedas de oro, sin levantar sospechas en su marido, hasta que llegó el momento de irse. Estaban echados en cama un domingo a la hora de la siesta, sin tocarse porque hacía demasiado calor, cuando ella le anunció que si en realidad deseaba volver a Francia, como venía diciendo desde hacía una eternidad, contaban con los medios para hacerlo. Esa misma noche, amparada por la oscuridad, desenterró su tesoro con Loula. Una vez que el teniente coronel hubo sopesado la bolsa de monedas, se repuso del asombro y dejó de lado sus objeciones de varón humillado por la astucia de las hembras, decidió presentar su renuncia al ejército. Había cumplido de sobra con Francia. Entonces la pareja empezó a planear el viaje y Loula debió resignarse a la idea de ser libre, porque en Francia se había abolido la esclavitud.

Los hijos del amo

Esa tarde los esposos Relais esperaban la visita más importante de sus vidas, corno le explicó Violette a Loula. La casa del militar era algo más amplia que el apartamento de tres piezas en la plaza Clugny, cómoda, pero sin lujos. La sencillez adoptada por Violette en el vestuario se extendía a su vivienda, decorada con muebles de artesanos locales y sin las chinerías que antes tanto le gustaban. La casa era acogedora, con fuentes de frutas, floreros, jaulas de pájaros y varios gatos. El primero en presentarse esa tarde fue el notario con su joven escribiente y un libraco de tapas azules. Violette los instaló en un cuarto adyacente a la sala principal, que servía de escritorio a Relais, y les ofreció café con delicados beignets de las monjas, que según Loula eran sólo masa frita y ella podía hacerlos mejor. Poco después tocó a la puerta Toulouse Valmorain. Se había echado varios kilos encima y se veía más gastado y ancho de lo que Violette recordaba, pero conservaba intacta su arrogancia de grand blanc , que a ella siempre le había parecido cómica, porque estaba entrenada para desnudar a los hombres de una sola mirada y desnudos no valían títulos, poder, fortuna o raza; sólo contaban el estado físico y las intenciones. Valmorain la saludó con el ademán de besarle la mano, pero sin tocarla con los labios, lo que habría sido una descortesía delante de Relais, y aceptó el asiento y el vaso de jugo de fruta que le ofrecieron.

– Han pasado unos cuantos años desde la última vez que nos vimos, monsieur -dijo ella, con una formalidad nueva entre ellos, procurando disimular la ansiedad que le oprimía el pecho.

– El tiempo se ha detenido para usted, madame, está igual.

– No me ofenda, me veo mejor -sonrió ella, asombrada porque el hombre se sonrojó; tal vez estaba tan nervioso como ella.

– Como sabe por mi carta, monsieur Valmorain, pensamos irnos a Francia dentro de poco -comenzó Étienne Relais, de uniforme, tieso como un poste en su silla.

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