Valmorain nunca se preguntó qué sentía ella en esos encuentros, tal como no se le hubiera ocurrido preguntarse qué sentía su caballo cuando lo montaba. Estaba acostumbrado a ella y raramente buscaba a otras mujeres. A veces despertaba con una vaga congoja en el lecho vacío, donde aún quedaba la huella casi imperceptible del cuerpo tibio de Tété, entonces evocaba sus remotas noches con Violette Boisier o algunos amoríos de su juventud en Francia, que parecían haberle sucedido a otro hombre, alguien que echaba a volar la imaginación ante la vista de un tobillo femenino y era capaz de retozar con renovados bríos. Ahora eso le resultaba imposible. Tété ya no lo excitaba como antes, pero no se le ocurría reemplazarla, porque le quedaba cómoda y era hombre de hábitos arraigados. A veces atrapaba al vuelo a una esclava joven, pero el asunto no iba más allá de una violación apresurada y menos placentera que una página de su libro de turno. Atribuía su desgana a un ataque de malaria que casi lo despachó al otro mundo y lo dejó debilitado. El doctor Parmentier lo previno contra los efectos del alcohol, tan pernicioso como la fiebre en los trópicos, pero él no bebía demasiado, de eso estaba seguro, sólo lo indispensable para paliar el fastidio y la soledad. Ni cuenta se daba de la insistencia de Tété por llenarle la copa. Antes, cuando todavía iba a menudo a Le Cap, aprovechaba para divertirse con alguna cortesana de moda, una de aquellas lindas poules que encendían su pasión, pero lo dejaban defraudado. Por el camino se prometía placeres que una vez consumados no podía recordar, en parte porque en esos viajes se embriagaba en serio. Les pagaba a aquellas muchachas para hacer lo mismo que a fin de cuentas hacía con Tété, el mismo abrazo grosero, la misma premura, y al final se iba trastabillando, con la impresión de haber sido estafado. Con Violette habría sido diferente, pero ella había dejado la profesión desde que vivía con Relais. Valmorain regresaba a Saint-Lazare antes de lo previsto, pensando en Maurice y ansioso por recuperar la seguridad de sus rutinas.
«Me estoy poniendo viejo», mascullaba Valmorain al estudiarse en el espejo cuando su esclavo lo afeitaba y ver la telaraña de finas arrugas en torno a los ojos y el comienzo de una papada. Tenía cuarenta años, la misma edad de Prosper Cambray, pero carecía de su energía y estaba engordando. «Es culpa de este clima maldito», agregaba. Sentía que su vida era una navegación sin timón ni brújula, se hallaba a la deriva, esperando algo que no sabía nombrar. Detestaba esa isla. En el día se mantenía ocupado con la marcha de la plantación, pero las tardes y las noches eran inacabables. Se ponía el sol, caía la oscuridad y empezaban a arrastrarse las horas con su carga de recuerdos, temores, arrepentimientos y fantasmas. Engañaba el tiempo leyendo y jugando a los naipes con Tété. Eran los únicos momentos en que ella bajaba las defensas y se abandonaba al entusiasmo del juego. Al principio, cuando le enseñó a jugar, siempre ganaba, pero adivinó que ella perdía a propósito por temor a enojarlo. «Así no tiene ninguna gracia para mí. Trata de ganarme», le exigió y entonces empezó a perder seguido. Se preguntaba con asombro cómo esa mulata podía competir mano a mano con él en un juego de lógica, astucia y cálculo. A Tété nadie le había enseñado aritmética, pero llevaba la cuenta de las cartas por instinto, igual que llevaba los gastos de la casa. La posibilidad de que fuera tan hábil como él lo perturbaba y confundía.
El amo cenaba temprano en el comedor, tres platos sencillos y contundentes, su comida fuerte de la jornada, servido por dos esclavos silenciosos. Bebía unas copas de buen vino, el mismo que le enviaba de contrabando a su cuñado Sancho y se vendía en Cuba al doble de lo que a él le costaba en Saint-Domingue. Después del postre Tété le traía la botella de coñac y lo ponía al día sobre los asuntos domésticos. La joven se deslizaba en sus pies descalzos como si flotara, pero él percibía el tintineo delicado de las llaves, el roce de sus faldas y el calor de su presencia antes de que entrara. «Siéntate, no me gusta que me hables por encima de mi cabeza», le repetía cada noche. Ella esperaba esa orden para sentarse a corta distancia, muy recta en la silla, las manos en la falda y los párpados bajos. A la luz de las bujías su rostro armonioso y su cuello delgado parecían tallados en madera. Sus ojos alargados y adormecidos brillaban con reflejos dorados. Contestaba a sus preguntas sin énfasis, salvo cuando hablaba de Maurice; entonces se animaba, celebrando cada travesura del chiquillo como una proeza. «Todos los muchachos corretean a las gallinas, Tété», se burlaba él, pero en el fondo compartía su creencia de que estaban criando un genio. Por eso, más que nada, Valmorain la apreciaba: su hijo no podía estar en mejores manos. A pesar de sí mismo, porque no era partidario de mimos excesivos, se conmovía al verlos juntos en esa complicidad de caricias y secretos de las madres con sus hijos. Maurice retribuía el cariño de Tété con una fidelidad tan excluyente, que su padre solía sentirse celoso. Valmorain le había prohibido que la llamara maman , pero Maurice le desobedecía. «Maman , júrame que nunca, nunca nos vamos a separar», le había oído susurrar a su hijo a sus espaldas. «Te lo juro, niño mío.» A falta de otro interlocutor, se acostumbró a confiarle a Tété sus inquietudes de negocios, del manejo de la plantación y los esclavos. No se trataba de conversaciones, ya que no esperaba respuesta, sino monólogos para desahogarse y escuchar el sonido de una voz humana, aunque fuese sólo la propia. A veces intercambiaban ideas y a él le parecía que ella no aportaba nada, porque no se daba cuenta de cómo en pocas frases lo manipulaba.
– ¿Viste la mercancía que trajo ayer Cambray?
– Sí, amo. Ayudé a Tante Rose a revisarlos.
– ¿Y?
– No se ven bien.
– Acaban de llegar, en el viaje pierden mucho peso. Cambray los compró en una rebatiña, todos por el mismo precio. Ese método es pésimo, no se pueden examinar y a uno le pasan gato por liebre; los negreros son expertos en supercherías. Pero en fin, supongo que el jefe de capataces sabe lo que hace. ¿Qué dice Tante Rose?
– Hay dos con flujo, no pueden tenerse en pie. Dice que se los dejen por una semana para curarlos.
– ¡Una semana!
– Es preferible a perderlos, amo. Eso dice Tante Rose.
– ¿Hay alguna mujer en el lote? Necesitamos otra en la cocina.
– No, pero hay un muchacho de unos catorce años…
– ¿Es ése el que Cambray azotó en el camino? Dijo que quiso escaparse y tuvo que darle una lección allí mismo.
– Así dice el señor Cambray, amo.
– Y tú, Tété ¿qué crees que pasó?
– No sé, amo, pero pienso que el chico rendiría más en la cocina que en el campo.
– Aquí intentaría fugarse de nuevo, hay poca vigilancia.
– Ningún esclavo de la casa se ha escapado todavía, amo.
El diálogo quedaba inconcluso, pero más adelante, cuando Valmorain examinaba sus nuevas adquisiciones, distinguía al muchacho y tomaba una decisión. Terminada la cena, Tété partía a comprobar que Eugenia estuviese limpia y tranquila en su cama y a acompañar a Maurice hasta que se durmiera. Valmorain se instalaba en la galería, si el clima lo permitía, o en el sombrío salón, acariciando su tercer coñac, mal alumbrado por una lámpara de aceite, con un libro o un periódico. Las noticias le llegaban con semanas de retraso, pero no le importaba, los hechos ocurrían en otro universo. Despachaba a los domésticos, porque al final del día ya estaba fastidiado de que le adivinaran el pensamiento, y se quedaba leyendo solo. Más tarde, cuando el cielo era un impenetrable manto negro y sólo se escuchaba el silbido constante de los cañaverales, el murmullo de las sombras dentro de la casa y, a veces, la vibración secreta de tambores distantes, se iba a su habitación y se desvestía a la luz de una sola vela. Tété llegaría pronto.
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