– ¿Qué puedo hacer yo, Tété? -preguntó Parmentier.
– Por favor, doctor ¿puede preguntarle a monsieur Valmorain? Tengo que saber si mi hijo está vivo, si lo vendió y a quién…
– No me corresponde hacer eso, sería una descortesía. En tu lugar, yo no pensaría más en él.
– Sí, doctor -contestó ella, en voz casi inaudible.
– No te preocupes, estoy seguro de que está en buenas manos -agregó Parmentier, apenado.
Tété salió de la habitación y cerró la puerta sin ruido.
Con el nacimiento de Maurice cambiaron las rutinas en la casa. Si Eugenia amanecía tranquila, Tété la vestía, la sacaba a dar unos pasos por el patio y después la instalaba en la galería, con Maurice en su cuna. De lejos Eugenia parecía una madre normal vigilando el sueño de su hijo, salvo por los mosquiteros que los cubrían a ambos, pero esa ilusión se desvanecía al aproximarse y ver la expresión ausente de la mujer. Pocas semanas después de dar a luz sufrió otra de sus crisis y no quiso salir más al aire libre, convencida de que los esclavos la espiaban para asesinarla. Pasaba el día en su cuarto oscilando entre el aturdimiento del láudano y el delirio de su demencia, tan perdida que se acordaba muy poco de su hijo. Nunca preguntó cómo lo alimentaban y nadie le dijo que Maurice se estaba criando prendido al pezón de una africana, porque habría concluido que mamaba leche emponzoñada. Valmorain esperaba que el implacable instinto de la maternidad podría devolver la cordura a su mujer, como una ventolera que le llegaría a los huesos y al corazón, dejándola limpia por dentro, pero cuando la vio sacudir como un pelele a Maurice para hacerlo callar, con riesgo de quebrarle el cuello, comprendió que la amenaza más seria contra el niño era su propia madre. Se lo arrebató y sin poderse contener le propinó una cachetada en la cara que la tiró de espaldas. Nunca le había pegado a Eugenia y él mismo se sorprendió de su violencia. Tété recogió del suelo a su ama, que lloraba sin entender lo sucedido, la acostó en la cama y se fue a prepararle una infusión para los nervios. Toulouse la encontró a medio camino y le puso al crío en los brazos.
– Desde ahora te harás cargo de mi hijo. Cualquier cosa que le suceda, lo pagarás muy caro. ¡No permitas que Eugenia vuelva a tocarlo! -bramó.
– ¿Y qué haré cuando el ama pida a su niño? -preguntó Tété, apretando al diminuto Maurice contra su pecho.
– ¡No me importa lo que hagas! Maurice es mi único hijo y no dejaré que esa imbécil le haga daño.
Tété cumplió las instrucciones a medias. Le llevaba el niño a Eugenia por ratos cortos y la dejaba sostenerlo, mientras ella vigilaba. La madre se quedaba inmóvil con el bultito en las rodillas, mirándolo con una expresión de asombro, que pronto daba paso a la impaciencia. A los pocos instantes se lo devolvía a Tété y su atención vagaba en otra dirección, Tante Rose tuvo la idea de envolver una muñeca de trapo en la manta de Maurice y comprobaron que la madre no notaba la diferencia, así pudieron espaciar las visitas hasta que ya no fueron necesarias. Instalaron a Maurice en otro cuarto, donde dormía con su nodriza, y durante el día Tété se lo colgaba a la espalda envuelto en una pañoleta, como las africanas. Si Valmorain estaba en la casa, lo ponía en su cuna en la sala o la galería, para que pudiera verlo. El olor de Tété fue lo único que Maurice identificaba durante sus primeros meses de vida; la nodriza debía ponerse una blusa usada de Tété para que el niño aceptara su pecho.
La segunda semana de julio Eugenia salió antes del amanecer, descalza y en camisa, y se fue tambaleando en dirección al río por la avenida de cocoteros, que daba acceso a la casa grande. Tété dio la voz de alarma y de inmediato se formaron cuadrillas para buscarla, que se unieron a las patrullas de vigilancia de la propiedad. Los sabuesos los condujeron al río, donde la descubrieron con el agua al cuello y los pies pegados en el barro del fondo. Nadie pudo entender cómo había llegado tan lejos, porque temía la oscuridad. Por las noches sus aullidos de endemoniada solían llegar hasta las chozas de los esclavos, poniéndoles la piel de gallina. Valmorain dedujo que Tété no le daba suficientes gotas del frasco azul, ya que dopada no se habría escapado, y por primera vez amenazó con azotarla. Ella pasó varios días esperando con terror el castigo, pero él nunca dio la orden.
Pronto Eugenia acabó de desconectarse del mundo, sólo toleraba a Tété, quien dormía de noche a su lado acurrucada en el suelo, lista para rescatarla de sus pesadillas. Cuando Valmorain deseaba a la esclava, se lo indicaba con un gesto en la cena. Ella esperaba que la enferma estuviese dormida, cruzaba la casa sigilosamente y llegaba a la habitación principal, en el otro extremo. En una ocasión así, en que despertó sola en su cuarto, Eugenia se escapó al río y tal vez por eso su marido no le hizo pagar la falta a Tété. Esos abrazos nocturnos a puerta cerrada entre el amo y la esclava en la cama matrimonial, elegida años antes por Violette Boisier, no se mencionaban jamás a la luz del día, existían sólo en el plano de los sueños. Al segundo intento de suicidio de Eugenia, esta vez con un incendio que por poco destruyó la casa, la situación se definió y ya nadie intentó mantener las apariencias. En la colonia se supo que madame Valmorain estaba desquiciada y pocos se extrañaron, porque corrían rumores desde hacía años de que la española provenía de una familia de locas rematadas. Además, no era raro que las mujeres blancas venidas de afuera se trastornaran en la colonia. Los maridos las enviaban a reponerse en otro clima y ellos se consolaban con el surtido de muchachas de todos los tonos que ofrecía la isla. Las créoles , en cambio, florecían en ese ambiente decadente, donde se podía sucumbir a las tentaciones sin pagar las consecuencias. En el caso de Eugenia, ya era tarde para mandarla a ninguna parte, salvo a un asilo, opción que Valmorain jamás habría considerado por sentido de responsabilidad y orgullo: los trapos sucios se lavan en casa. La suya contaba con muchas habitaciones, salón y comedor, una oficina y dos bodegas, de modo que podía pasar semanas sin ver a su mujer. Se la confió a Tété y él se volcó en su hijo. Nunca imaginó que fuese posible amar tanto a otro ser, más que la suma de todos los afectos anteriores, más que a sí mismo. Ningún sentimiento se parecía al que Maurice le provocaba. Podía pasar horas contemplándolo, se sorprendía a cada rato pensando en él y en una oportunidad dio media vuelta cuando iba camino a Le Cap y regresó al galope con el atroz presentimiento de que le había ocurrido una desgracia a su hijo. El alivio al comprobar que no era así fue tan abrumador, que se echó a llorar. Se instalaba en la poltrona con el niño en brazos, sintiendo el peso dulce de la cabeza en su hombro y la respiración caliente en su cuello, aspirando el olor a leche agria y sudor infantil. Temblaba pensando en los accidentes o pestes que podían arrebatárselo. La mitad de los niños en Saint-Domingue morían antes de alcanzar los cinco años, eran las primeras víctimas en una epidemia, y eso sin contar los peligros intangibles como maldiciones, de las que él sólo se burlaba de los dientes para afuera, o una insurrección de los esclavos en la que perecería hasta el último blanco, como Eugenia había profetizado durante años.
A Valmorain la enfermedad mental de su mujer le dio una buena excusa para evitar la vida social, que lo aburría, y tres años después del nacimiento de su hijo estaba convertido en un recluso. Sus negocios lo obligaban a ir a Le Cap y de vez en cuando a Cuba, pero resultaba peligroso movilizarse por las numerosas bandas de negros que descendían de las montañas y asolaban los caminos. La quema de los cimarrones en 1780 y otras posteriores no habían logrado desalentar a los esclavos de fugarse ni a los cimarrones de atacar las plantaciones y los viajeros. Prefería quedarse en Saint-Lazare. «No necesito a nadie», se decía, con el orgullo taimado de aquellos con vocación de solitarios. A medida que pasaban los años se desencantaba más de la gente; todo el mundo, menos el doctor Parmentier, le parecía estúpido o venal. Sólo tenía relaciones comerciales, como su agente judío en Le Cap o su banquero en Cuba. La otra excepción, aparte de Parmentier, era su cuñado Sancho García del Solar, con quien mantenía tupida correspondencia, pero se veían muy poco. Sancho le divertía y los negocios que habían emprendido juntos resultaron beneficiosos para ambos. Según confesaba Sancho de muy buen humor, eso era un verdadero milagro, porque a él nada se le había dado bien antes de conocer a Valmorain. «Prepárate, cuñado, porque cualquier día te hundo en la ruina», bromeaba, pero seguía pidiéndole dinero prestado y al cabo de un tiempo se lo devolvía multiplicado.
Читать дальше