John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Lo digo en serio. Te juro por Dios que llevo una Taser. Si disparas a alguien con una pistola la policía acabará metiendo las narices. Esto te da más alternativas.

– La única opción es atacar o no atacar.

– De acuerdo. Como quieras. Hazlo a tu modo.

Shepherd sonrió, apuntó a Maya y apretó el gatillo. Antes de que ella pudiera reaccionar, dos dardos conectados a unos cables salieron por el cañón y le dieron en el pecho. Una tremenda descarga eléctrica la arrojó al suelo. Mientras luchaba por incorporarse, sufrió una segunda descarga y después una tercera que la sumió en la oscuridad.

17

El general Nash llamó a Lawrence el sábado y le comunicó que Nathan Boone iba a celebrar una teleconferencia con el comité ejecutivo de la Hermandad a las cuatro de la tarde. Lawrence cogió el coche y salió inmediatamente de su casa camino del centro de investigación del condado de Westchester y entregó al vigilante del edificio una lista de entradas. Pasó por su despacho para revisar los correos electrónicos y después subió a la tercera planta para prepararse de cara a la reunión.

Nash ya había introducido la orden que permitía que Lawrence tuviera acceso a la sala de conferencias. Cuando éste se acercó a la puerta, su chip del EP fue detectado por el escáner, y las cerraduras se abrieron. En la sala de reuniones había una gran mesa de caoba, butacas de cuero marrón y una pantalla de televisión que ocupaba toda la pared. Dos cámaras registraban los distintos ángulos de la estancia de manera que los miembros de la Hermandad que vivían en el extranjero pudieran asistir a los debates.

El alcohol estaba prohibido en las reuniones del comité, así que Lawrence distribuyó por la mesa botellines de agua y vasos. Su principal responsabilidad consistía en asegurarse del buen funcionamiento del circuito cerrado de televisión. Utilizando el panel de control ubicado en un rincón, se conectó con una videocámara situada en una oficina alquilada en Los Ángeles. La cámara le mostraba un escritorio y una silla vacía. Boone se sentaría en ella cuando la reunión diera comienzo y presentaría su informe acerca de los hermanos Corrigan. Al cabo de veinte minutos aparecieron cuatro pequeños recuadros en la parte inferior de la pantalla, y el panel de control indicó que los miembros de la Hermandad que vivían en Londres, Tokio, Moscú y Dubai asistirían a la reunión.

Lawrence se esforzaba por parecer diligente y respetuoso, pero se alegraba de que no hubiera nadie más presente en la sala. Estaba asustado, y su habitual máscara no bastaba para ocultar sus emociones. La semana anterior, Linden le había enviado una diminuta videocámara que funcionaba con pilas llamada «Araña». Oculta en el bolsillo de Lawrence, la Araña se le antojaba una bomba capaz de explotar en cualquier momento.

Comprobó el número de vasos de agua y se aseguró de que estuvieran limpios. Luego fue hacia la puerta. «No puedo hacerlo -se dijo-. Es demasiado peligroso.» Sin embargo, su cuerpo se negó a salir de la sala.

«Ayúdame, padre -se dijo-. No soy tan valiente como tú.»

De repente, la furia que su propia cobardía le provocó fue más fuerte que su instinto de supervivencia. Primero desconectó la cámara de circuito cerrado que iba a ser utilizada durante la reunión; a continuación se agachó y se quitó los zapatos. Moviéndose rápidamente, se subió a una de las butacas y de allí saltó a la mesa. Colocó la Araña en un conducto de ventilación asegurándose de que los imanes que la sostenían estuvieran en contacto con partes metálicas y saltó al suelo. Habían transcurrido cinco segundos. Ocho. Diez. Lawrence volvió a conectar el circuito cerrado y empezó a colocar bien las sillas.

En su infancia, Lawrence nunca había sospechado que su padre fuera Sparrow, el Arlequín japonés. Su madre le había contado que se había quedado embarazada siendo estudiante de la Universidad de Tokio. Su acaudalado novio se había negado a casarse, y ella no deseaba abortar. En lugar de criar a un hijo ilegítimo en plena sociedad japonesa, su madre decidió emigrar a Estados Unidos y educar a su hijo en Cincinnati, Ohio. Lawrence creyó aquella historia a pies juntillas. A pesar de que su madre le enseñó a leer y hablar el japonés, Lawrence nunca sintió la necesidad de viajar a Tokio para localizar al egoísta hombre de negocios capaz de abandonar a una pobre universitaria embarazada.

Su madre murió de cáncer cuando él estaba en su tercer año de universidad. En una vieja funda de almohada escondida en un armario encontró cartas de los parientes de su madre que vivían en Japón. El afectuoso tono de las misivas lo sorprendió. Su madre le había dicho que la familia la había echado de casa al saber que estaba embarazada. Lawrence les escribió, y su tía Mayumi fue a Estados Unidos para asistir al entierro.

Después de la ceremonia, Mayumi se quedó para ayudar a su sobrino a embalar las pertenencias maternas que iban a ser enviadas a un guardamuebles. Fue entonces cuando hallaron las posesiones que su madre se había llevado de Japón: un quimono antiguo, algunos libros de texto de la universidad y un álbum de fotos.

– Ésta es tu abuela -le había dicho Mayumi señalando a una anciana que sonreía a la cámara. Lawrence pasó la página-. Y ésta es la prima de tu madre con sus amigas del colegio. ¡Eran unas chicas tan guapas!

Lawrence pasó otra hoja de donde cayeron dos fotos. Una mostraba a la joven madre sentada al lado de Sparrow. La otra era de Sparrow solo con las dos espadas.

– ¿Y quién es éste? -preguntó Lawrence. El hombre de la foto parecía muy serio y tranquilo-. ¿Quién es? Dímelo. -Miró fijamente a su tía, y ella rompió a llorar.

– Es tu padre. Únicamente lo vi una vez. Fue un día en que estuve con tu madre en un restaurante de Tokio. Era un hombre muy fuerte.

La tía Mayumi apenas conocía más detalles del hombre de las fotografías. Solía hacerse llamar Sparrow, pero de vez en cuando también utilizaba el nombre de «Furukawa». El padre de Lawrence había estado metido en algo peligroso -puede que fuera espía- y había muerto hacía mucho, asesinado por un grupo de yakuzas durante un tiroteo en un hotel de Osaka.

Cuando su tía regresó al Japón, Lawrence dedicó todo su tiempo libre a navegar por internet buscando información acerca de su padre. Le resultó fácil encontrar datos del suceso de Osaka. Habían aparecido artículos en toda la prensa japonesa y también en la internacional. Murieron dieciocho yakuzas. Un gángster llamado Hiroshi Furukawa figuraba entre los muertos, y una revista publicó una foto de su padre en el depósito de cadáveres. A Lawrence le extrañó que ninguno de los artículos explicara el motivo del tiroteo. Los periodistas se despachaban hablando de «un ajuste de cuentas entre bandas» o de «una disputa sobre ganancias clandestinas». Habían sobrevivido dos yakuzas, pero se negaron a responder a cualquier pregunta.

En la Duke University, aprendió a diseñar programas de ordenador para el manejo de grandes bases estadísticas. Después de graduarse trabajó para una página web de juegos dirigida por el ejército norteamericano que analizaba las respuestas de los adolescentes que jugaban en grupo on line y luchaban en una ciudad devastada. Lawrence les ayudó a desarrollar un programa que generaba un perfil psicológico de cada jugador. Los perfiles creados por el ordenador encontraban su correlación en las entrevistas cara a cara llevadas a cabo por el personal de reclutamiento del ejército. El programa establecía quién sería un futuro sargento mayor, quién manejaría la radio o quién se presentaría voluntario para misiones de alto riesgo.

El ejército llevó a Lawrence a un puesto en la Casa Blanca y hasta Kennard Nash. El general creyó que Lawrence sería un buen administrador y que no debía malgastar su talento diseñando programas de ordenador. Nash tenía contactos con la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional. Lawrence comprendió que trabajar para Nash le proporcionaría acceso a información reservada acerca de su padre. Había estudiado la foto de su padre con las dos espadas, y Sparrow no mostraba los elaborados tatuajes típicos de los yakuzas.

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