John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Maya agitó el hielo de su vaso.

– ¿Y a qué te dedicas cuando no recoges desconocidos en el aeropuerto?

– Acabé el instituto el verano pasado, y mi madre quiere que me presente a las pruebas para el Servicio de Correos. Muchos de los creyentes, aquí en Los Ángeles, son carteros. Es un buen trabajo con muchas ventajas. Al menos eso es lo que se dice.

– Y tú, ¿qué quieres hacer?

– Sería estupendo viajar por todo el mundo. Hay tantos lugares que sólo he visto en fotos o por la televisión…

– Pues hazlo.

– No tengo dinero ni billetes de avión, como tú. Nunca he ido a un buen restaurante o a un night club. Los Arlequines son la gente más libre del mundo.

Maya meneó la cabeza.

– No te gustaría ser una Arlequín. Si yo fuera libre de verdad no estaría en esta ciudad.

El móvil de Vicki empezó a sonar con la melodía de Oda a la alegría de Beethoven. La joven vaciló. Luego, conectó el teléfono y oyó la alegre voz de Shepherd.

– ¿Recogiste el paquete en el aeropuerto?

– Sí, señor.

– Pásamela.

Vicki entregó el teléfono a Maya y oyó a la Arlequín decir «sí» tres veces. Después, ésta colgó y dejó el móvil en el asiento del coche.

– Shepherd tiene mis armas y documentación. Se supone que has de ir al cuatrocientos ochenta y nueve de Southwest, sea eso lo que sea.

– Se trata de un código. Shepherd me dijo que tuviera cuidado cuando hablara por el móvil.

Vicki cogió un listín telefónico de Los Ángeles del asiento de atrás y buscó la página 489. En la esquina inferior izquierda, la parte sudoeste de la página, encontró un anuncio de un negocio llamado Resurrection Auto Parts. La dirección era Marina del Rey, a unos kilómetros de la costa. Salieron del aparcamiento y se dirigieron hacia el oeste por Washington Boulevard. Maya miraba por la ventana como si intentara localizar hitos que pudiera memorizar.

– ¿Dónde se encuentra el centro de Los Ángeles?

– Pues supongo que donde su nombre indica, aunque más que un centro lo que hay son pequeñas comunidades.

La Arlequín se metió la mano debajo de una manga y se ajustó uno de los cuchillos.

– A veces mi padre me recitaba un poema de Yeats mientras paseábamos por Londres. -Dudó un instante y prosiguió en voz baja-: «Dando vueltas y vueltas en amplias espirales, el halcón no puede oír al halconero; las cosas se desmoronan, el centro no resiste…».

Pasaron ante centros comerciales, gasolineras y zonas residenciales. Algunos barrios eran pobres y cochambrosos, con pequeñas viviendas de estilo español o ranchero con los tejados cubiertos de gravilla. Enfrente de cada casa había un espacio de césped y algún árbol, normalmente una palmera o un olmo chino.

Resurrection Auto Parts se hallaba en una estrecha calle lateral, entre una fábrica de camisetas y un salón de bronceado. En la fachada del edificio sin ventanas alguien había pintado una reproducción de la mano de Dios de la Capilla Sixtina. Sin embargo, en lugar de entregar la vida a Adán, la mano le tendía un tubo de escape.

Vicki aparcó enfrente.

– Puedo esperarte aquí. No me importa.

– No hace falta.

Salieron del coche y descargaron el equipaje. Vicki esperaba que Maya dijera «adiós» o «hasta otra», pero la Arlequín ya se había concentrado en el nuevo entorno. Miró a un lado y a otro de la calle, examinando cada avenida y vehículo aparcado. A continuación, recogió sus cosas y echó a andar.

– ¿Eso es todo?

Maya se detuvo y miró por encima del hombro.

– ¿A qué te refieres?

– ¿No vamos a volvernos a ver?

– Claro que no. Tú has hecho tu trabajo, Vicki. Será mejor que no hables de esto con nadie.

Llevando el equipaje en la mano izquierda, Maya cruzó la calle hacia Resurrection Auto Parts. Vicki intentó no sentirse insultada, pero por su mente cruzaron pensamientos de enfado. De pequeña había oído historias acerca de los Arlequines, sobre el valor con el que defendían a los justos. En esos momentos ya había conocido a dos. Shepherd era una persona como las demás, y aquella joven le parecía ruda y egoísta.

Era hora de que volviera a casa y preparara la cena a su madre. La congregación oficiaba unos rezos a las siete. Vicki regresó al coche y enfiló hacia Washington Boulevard. Cuando se detuvo en el semáforo pensó en Maya cruzando la calle con el equipaje en la mano izquierda. Eso le dejaba la derecha libre. Sí. Libre para desenfundar su espada y matar a alguien.

16

Maya evitó la entrada principal de Resurrection Auto Parts. Entró en el aparcamiento y empezó a rodear el edificio. En la parte de atrás había una puerta de emergencia sin identificar con un dibujo de un diamante garabateado en el oxidado metal. La abrió y entró. Olió a aceite y disolventes y le llegó el distante sonido de unas voces. Se hallaba en una estancia ocupada por estanterías llenas de carburadores usados y tubos de escape. Todo aparecía ordenado por marca y modelo. Desenfundando ligeramente la espada se acercó a la zona de luz. Había una puerta entreabierta, y, al observar por la rendija, vio a Shepherd y a otros dos hombres de pie alrededor de una pequeña mesa.

Parecieron sorprendidos cuando Maya apareció. Shepherd metió la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca de un arma, pero entonces la reconoció y sonrió.

– ¡Pero si está aquí! ¡Crecida y muy guapa! Ésta es la famosa Maya de quien os he estado hablando.

Maya había conocido a Shepherd seis años antes, cuando éste fue a Londres a visitar a su padre. El norteamericano tenía un plan para hacerse multimillonario pirateando películas de Hollywood, pero Thorn se negó a financiarle la idea. A pesar de que Shepherd se acercaba a la cincuentena, parecía mucho más joven. Llevaba el rubio cabello cortado en punta y vestía una camisa gris de seda y una chaqueta deportiva a medida. Al igual que Maya, llevaba la espada en un estuche colgado del hombro.

Los otros dos hombres parecían hermanos. Ambos rondaban los veinte años, tenían malas dentaduras y el pelo teñido de rubio. El más mayor lucía tatuajes en los brazos. Maya llegó a la conclusión de que eran «corruptos» -el término Arlequín para designar a los mercenarios de peor clase- y decidió hacer caso omiso de ellos.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó a Shepherd-. ¿Quién te ha estado siguiendo?

– Eso es un tema de conversación para más tarde -contestó Shepherd-. En este momento quiero presentarte a Bobby Jay y a Tate. Tengo tu dinero y documentación, pero Bobby Jay es quien proporciona las armas.

Tate, el hermano más joven, la observaba. Vestía pantalón de chándal y una sudadera muy holgada bajo la que seguramente escondía un arma.

– Lleva una espada como la tuya -le dijo a Shepherd.

El Arlequín sonrió con indulgencia.

– Es un trasto que no sirve de nada, pero es como formar parte de un club.

– ¿Cuánto vale tu espada? -le preguntó Bobby Jay a Maya-. ¿Quieres venderla?

Molesta, ella se volvió hacia Shepherd.

– ¿De dónde has sacado esta escoria?

– Relájate. Bobby Jay compra y vende armas de todo tipo. Siempre anda a la caza de la ganga. Recoge tu material. Yo lo pagaré y ellos se irán.

Sobre la mesa había una maleta metálica. Shepherd la abrió y mostró cinco pistolas encajadas en un molde de espuma. Al acercarse, Maya vio que una de ellas era de plástico negro y tenía un cilindro montado encima de la carcasa.

Shepherd la cogió.

– ¿Habías visto alguna vez una de éstas? Es una Taser que produce descargas eléctricas. Siempre puedes llevar una pistola de verdad, pero esto te daría la opción de no matar a la otra persona.

– No me interesa.

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