Array Array - Historia de Mayta
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—Convídame otro vaso de agua —dijo Mayta—. Y ahora sí me voy, Adelaida.
Ella se levantó y cuando regresó a la salita traía, también, un puñado de fotografías. Se las alcanzó sin decir palabra. El niño recién nacido; de pocos meses, envuelto en pañales, en brazos de Juan Zárate ; en un cumpleaños junto a la torta con dos velitas; de pantalón corto y zapatos, mirando al fotógrafo en posición de firmes. Las examiné una y otra vez, examinándose a sí mismo a la vez que escudriñaba los rasgos, las posturas, los gestos, las ropas de ese hijo que no había visto nunca y que tampoco vería en el futuro: ¿recordaría estas imágenes mañana, en Jauja? ¿Las recordaría, me acompañarían, me darían ánimos en las marchas en la puna, en la selva, en los ataques, en las emboscadas? ¿Qué sentía al verlas? ¿Sentiría, cuando las recordara, que la lucha, los sacrificios, las muertes eran por él, para él? Ahora mismo ¿sentía cariño, remordimiento, angustia, amor? No: sólo curiosidad y gratitud hacia Adelaida por mostrarle las fotografías. ¿Habría sido ésa la razón que lo trajo a esta casa antes de partir a Jauja? ¿O habría sido, más que conocer al hijo, averiguar si Adelaida le seguía teniendo el mismo rencor por eso que era sin duda la espina de su vida?
—No lo sé —dice Adelaida—. Si vino por eso, se fue sabiendo que, a pesar de los años, yo no le había perdonado que me arruinara la existencia.
—Usted, pese a que lo supo, siguió un buen tiempo con él. Y hasta quedó encinta.
—Inercia —murmura ella—. Fue quedar encinta lo que me dio fuerzas para acabar con la farsa.
Lo sospechaba hacía semanas, porque jamás se le había atrasado tanto la regla. El día que le dieron el resultado del análisis se echó a llorar, emocionada. Inmediatamente la sobrecogió la idea de que algún día su hijo o su hija sabría lo que ella sabía. Las últimas semanas, precisamente, habían tenido varias discusiones por el tratamiento de electroshocks.
—No fue por miedo —dijo, bajito, mirándola—. Fue porque no quería curarme, Adelaida.
De manera que, en esa última entrevista, tocaron el tema intocable, señora. Sí, e incluso Mayta se había mostrado más franco que cuando vivían juntos. La procesión fue añadiendo gentes de las calles por donde pasaba, hombres y mujeres sonámbulos de espanto, niños y viejos aturdidos por los padres, hijos, hermanos, nietos, despedazados por las esquirlas o aplastados por los derrumbes y carbonizados en las hogueras profilácticas. La serpiente, llorosa y salmodiante, apretujada en las ruinosas callecitas del Cusco, pareció consolar, reconciliar a los sobrevivientes. De pronto, en las inmediaciones de lo que había sido la placita del Rey, se dio de bruces con una decidida manifestación de activistas y combatientes con fusiles y banderas rojas que trataban de levantar los ánimos al pueblo e impedir que cundiera la desmoralización. Llovieron gritos, piedras, balas y un empavorecido ulular.
—Si no va contra tus principios, te pediría que abortaras —dijo Mayta, como si hubiera tenido la frase preparada—. Las razones sobran. La vida que llevo, que llevamos. ¿Se puede criar un niño con este tipo de vida? Lo que hago exige dedicación total. Uno no puede atarse un fardo al cuello. En fin, siempre que no vaya contra tus principios. Si no, cargaremos con él.
No lloró ni tuvieron una discusión. «No sé, ya veré, voy a pensarlo.» Y en ese mismo momento supo lo que tenía que hacer, tan claro y tan rotundo.
—Entonces, me mentiste —sonrió Adelaida, con un airecillo de triunfo—. Cuando me decías que te daba vergüenza, que te hacía sentir una basura, que era la desgracia de tu vida. Me alegro que al fin me lo reconozcas.
—Me daba y me da vergüenza, me hace sentir a veces una basura —dijo Mayta. Las mejillas me ardían y sentía la lengua casposa, pero no lamentaba hablar de eso—. Sigue siendo una desgracia en mi vida.
—¿Y entonces por qué no querías curarte? —repitió Adelaida.
—Quiero ser el que soy —tartamudeé—. Soy revolucionario, tengo pies planos. Soy también maricón. No quiero dejar de serlo. Es difícil explicártelo. En esta sociedad hay unas reglas, unos prejuicios, y todo lo que no se ajusta a ellos parece anormal, un delito o una enfermedad. Pero es que la sociedad está podrida, llena de ideas estúpidas. Por eso hace falta una revolución ¿ves?
—Y, sin embargo, él mismo me había dicho que, en la URSS, lo hubieran metido en un manicomio y en China fusilado, que eso es lo que hicieron con los maricones —me dice Adelaida—. ¿Para eso quieres hacer la revolución?
La refriega, entre la polvareda de los derrumbes, el humo de las incineraciones, los rezos de los creyentes, los aullidos de los heridos, la desesperación de los indemnes, duró apenas unos segundos, porque, de pronto, a los otros ruidos se sobrepuso una vez más el de rugientes motores. Antes de que los que se apedreaban, trompeteaban y maldecían tuvieran tiempo de comprender, volvieron a caer más bombas y ráfagas de metralla sobre el Cusco.
—Para eso quiero hacer otra revolución —susurró Mayta, pasándose la lengua por los labios resecos: se moría de sed pero no se atrevía a pedir un tercer vaso de agua—. No una a medias, sino la verdadera, la integral. Una que suprima todas las injusticias y en la que nadie, por ninguna razón, sienta vergüenza de ser lo que es.
—¿Y esa revolución la vas a hacer tú con tus amigotes del POR? —se rió Adelaida.
—Voy a tener que hacerla yo solito —le sonrió Mayta—. Ya no estoy en el POR. Renuncié anoche.
Despertó a la mañana siguiente y la idea estaba en su cabeza, perfeccionada durante el sueño. La acarició, le dio vueltas, la revolvió mientras se vestía, esperaba el ómnibus y zangoloteaba hacia el Banco de Crédito de Lince, y mientras cuadraba un arqueo de caja en su liliputiense escritorio. A media mañana, pidió permiso para ir al Correo. Juan Zárate seguía allí, detrás de los cristales cuarteados. Se las arregló para que la viera y, cuando la saludó, respondió a su saludo con una sonrisa en tecnicolor. Juan Zárate, por supuesto, se quitó las gafas, se acomodó el corbatín y salió corriendo a estrecharle la mano. El desbarajuste es total: las calles en escombros tienen más muertos, se derrumban nuevas casas y las aún en pie son saqueadas. Pocos, entre los que gimen, lloran, roban, agonizan o buscan a sus muertos, parecen oír las órdenes que imparten por las esquinas las patrullas rebeldes: «La consigna es abandonar la ciudad, camaradas, abandonar la ciudad, abandonar la ciudad».
—Me asombra que me atreviera —dice Adelaida, observando la foto de su luna de miel.
O sea que, en esa última entrevista, en esta salita, Mayta habló a la que había sido su mujer, de cosas íntimas e ideales: la revolución verdadera, la integral, la que suprimiría todas las injusticias sin infligir otras nuevas. O sea que, a pesar de los reveses y contrariedades de última hora, se sentía, como me aseguró Blacquer, eufórico y hasta lírico:
—Ojalá la nuestra señale el camino a las otras. Sí, Adelaida. Ojalá nuestro Perú dé el ejemplo al mundo.
—Lo mejor es la franqueza y así le voy a hablar —Adelaida no podía creer que esa seguridad y esa audacia fueran de ella, que, al tiempo que decía estas cosas, fuera capaz de sonreír, hacer poses y sacudirse el pelo de manera que el administrador de Correos de Lince la miraba extasiado—. Usted estaba loco por casarse conmigo ¿cierto, Juan?
—Tú lo has dicho, Adelaidita —Juan Zárate se adelantó sobre la mesita del cafetín de Petit Thouars donde tomaban un refresco—. Loco por ti y mucho más que eso.
—Míreme bien, Juan, y contésteme con sinceridad. ¿Todavía le gusto como hace años?
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