Array Array - Historia de Mayta
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—Por lo visto, no le ha perdonado usted tampoco eso —le digo.
—Me acuerdo y se me hiela la sangre —admite Adelaida.
¿Esa vez? Esa noche, o, más bien, amanecer. Sintió frenar el auto, un patinar de llantas frente a la quinta, y, como vivía con el temor de los policías, saltó de la cama a espiar. Por la ventana vio el auto: en la luz azulosa del amanecer bajaba la silueta sin cara de Mayta, y, por el otro lado, el chófer. Volvía a la cama cuando algo —algo extraño, insólito, difícil de explicar, de definir— la desasosegó. Retuvo la cara pegada al cristal. Porque el otro había hecho un movimiento para despedirse de Mayta que no le pareció normal, tratándose de su marido. Entre bromistas, juerguistas, borrachines, cabían esos disfuerzos. Pero Mayta no era juguetón ni confianzudo. ¿Y entonces? El tipo, como despidiéndose, le había cogido la bragueta. La bragueta. Se la tenía cogida todavía y Mayta, en vez de apartarle la mano—¡quita, borracho!, ¡suelta, borracho!—, se dejó ir contra él. Lo estaba abrazando. Se estaban besando. En la cara, en la boca. «Es una mujer», quiso, pensó, rogó que fuera, sintiendo que le temblaban manos y piernas. ¿Una con pantalones y casaca? El resplandor neblinoso no le permitía ver con nitidez con quién se besaba y frotaba su marido en esa callejuela desierta, pero no había duda —por su corpulencia, su hechura, su cabeza, sus pelos— que era un hombre. Sintió el impulso de salir, semidesnuda como estaba, a gritarles: «Maricones, maricones». Pero unos segundos después, cuando la pareja se desoldó y avanzó Mayta hacia la casa, se hizo la dormida. En la oscuridad, muerta de vergüenza, lo espió entrar. Rogaba que viniera en un estado tal que pudiera decirse: «no sabía lo que hacía ni con quién estaba». Pero, por supuesto, no había tomado ¿acaso tomaba nunca? Lo vio desvestirse en la sombra, quedarse con los calzoncillos que eran su pijama y deslizarse a su lado, con miramientos, para no despertarla. Entonces, a Adelaida le vino una arcada.
—No sé por cuánto tiempo —repuso Mayta, como si la pregunta lo hubiera tomado desprevenido—. Dependerá de cómo me vaya. Quiero cambiar de vida. Ni siquiera sé si volveré al Perú.
—¿Vas a dejar la política? —le preguntó Adelaida, sorprendida.
—En cierta forma —dijo él—. Me voy por algo que tú me machacabas tanto. He acabado por darte la razón.
—Lástima que tan tarde —dijo ella.
—Más vale tarde que nunca —sonrió Mayta: sentía sed, como si hubiera comido pescado. ¿Qué esperas para irte?
Adelaida había puesto esa expresión de disgusto que él recordaba y los aviones aparecieron tan inesperados en el cielo que la multitud no alcanzó siquiera a comprender hasta que —ruidosas, cataclísmicas— estallaron las primeras bombas. Empezaron a desplomarse, techos, muros, campanarios del Cusco, a saltar cascotes, piedras, tejas, ladrillos y a acribillar a la gente que corría y se pisoteaba, causándose tantas bajas como las ráfagas de metralleta de los aviones rasantes. En el crepitar de ayes, balas y rugidos, los que tenían fusiles disparaban al cielo sucio de humo.
—Usted fue la única persona de la que Mayta se despidió —le aseguró—. Ni de su tía Josefa lo hizo. ¿No le pareció rara esa visita, luego de años?
—Me dijo que se iba al extranjero, que quería saber algo de su hijo —responde Adelaida—. Pero, claro, lo entendí todo después, por los periódicos.
Afuera, hay una súbita agitación en la puerta del castillo Rospigliosi, como si, detrás de las alambradas y los sacos de arena, reforzaran la vigilancia. Allá, ni siquiera el horror del bombardeo ha podido cancelar los desmanes: las bandas enardecidas de prófugos de las Comisarías y de la cárcel saquean las tiendas del centro. Los comandantes rebeldes ordenan fusilar en el sitio a quien se sorprenda en pleno pillaje. Los gallinazos trazan círculos alrededor de los cadáveres de los fusilados, pronto indiferenciables de las víctimas del bombardeo. Huele a pólvora, carroña y chamusquina.
—Aprovecha, entonces, para que te curen —susurró Adelaida, tan bajito que apenas la oí. Pero sus palabras me hicieron el efecto de un chicotazo.
—No estoy enfermo —balbuceó Mayta—. Cuéntame del chico antes que me vaya.
—Sí, lo estás —insistió Adelaida, buscándole los ojos—. ¿Te has curado, acaso?
—No es una enfermedad, Adelaida—tartamudeé. Sentía las manos mojadas y más sed.
—En ti sí lo es —dijo ella y, pensó Mayta, algo le ha resucitado todo el rencor de entonces. Era tu culpa: qué hacías aquí, por qué no te ibas—. En otros es degeneración, pero tú no eres un vicioso. Yo lo sé, yo le consulté a ese médico. Dijo que se podía curar y tú no quisiste ponerte los electro–shocks. Te ofrecí conseguir un préstamo en el Banco para el tratamiento y tú no y no y no. Ahora que han pasado los años, dime la verdad. ¿Por qué no quisiste? ¿Por miedo?
—Los electroshocks no sirven para estas cosas —susurré—. No hablemos de eso. Convídame un vaso de agua, más bien.
¿No podía ser que el matrimonio con ella hubiera sido su «tratamiento», señora? ¿No se habría casado con ella pensando que la convivencia con una mujer joven y atractiva lo «curaría»?
—Es lo que quiso hacerme creer, cuando por fin hablamos —susurra Adelaida, manoteándose el fleco de cabellos—. Mentira, por supuesto. Si hubiera querido curarse, habría hecho el esfuerzo. Se casó para disimular. Sobre todo ante sus amigotes revolucionarios. Yo fui la pantalla para sus cochinadas.
—Si no quiere, no me conteste la pregunta —le digo—. ¿La vida sexual entre ustedes fue normal?
No parece incomodarse: como hay tantos muertos y no es posible enterrarlos, los comandantes rebeldes ordenan rociarlos de cualquier materia inflamable y prenderles fuego. Hay que evitar que los restos putrefactos desperdigados por la ciudad propaguen infecciones. El aire es tan espeso y viciado que apenas se puede respirar. Adelaida descruza las piernas, se acomoda, me escudriña; afuera, estalla una algarabía: una tanqueta ha venido a cuadrarse delante de las alambradas y los centinelas son más. Las cosas deben haber empeorado; se diría que se alistan para algo. Como si hubiera leído mi pensamiento, Adelaida susurra: «Si los atacan, nosotros somos los primeros que recibiremos las balas». La crepitación de las hogueras donde arden los cadáveres no acalla las voces irascibles, enloquecidas, de los parientes y amigos que tratan de impedir la quemazón, exigiendo sepultura cristiana para las víctimas. En medio del humo, la pestilencia, el pavor y la desolación, algunos tratan de arrebatar los cadáveres a los revolucionarios. De una cofradía, iglesia o convento sale una procesión. Avanza, fantasmal, salmodiando rezos y jaculatorias, entre la mortandad y la ruina que es el Cusco.
—Yo no sabía lo que eran relaciones normales ni anormales —murmura, apartándose el pelo con el gesto ritual—. No podía comparar. En ese tiempo, una no hablaba de eso con las amigas. Así que creí que eran normales.
Pero no lo eran. Vivían juntos y, de vez en cuando, hacían el amor. Lo que quería decir, ciertas noches, acariciarse, besarse, rápidamente terminar y dormirse. Algo superficial, rutinario, higiénico, algo que —se había dado cuenta después— era incompleto, por debajo de sus necesidades y deseos. No es que no le gustara que Mayta tuviera delicadezas, como apagar siempre la luz antes. Pero ella tenía la sensación de que estaba apresurado, inquieto, con el pensamiento en otra parte, mientras la acariciaba. ¿Estaba en otra parte?
Sí: preguntándose en qué instante este deseo que había despertado su sexo a fuerza de fantasías y recuerdos, comenzaría a ceder, a declinar, a hundirlo en ese pozo de zozobra del que trataba de salir balbuciendo explicaciones estúpidas que Adelaida, felizmente, parecía creer. Su pensamiento estaba en otras noches o madrugadas, en que su deseo no declinaba y más bien se embravecía si sus manos y su boca se afanaban, en vez de Adelaida, sobre uno de esos mariquitas que, con grandes vacilaciones, se atrevía a ir a buscar a veces al Porvenir o al Callao. En verdad, hacían el amor una de dos, una de tres veces, y Adelaida no sabía cómo pedirle que no acabara tan rápido. Después, cuando tuvo más confianza, se atrevió. A rogarle, a implorarle que no se apartara de ella, exhausto, justamente cuando ella empezaba a sentir un cosquilleo, un vértigo. La mayoría de las veces no ocurría siquiera eso, porque Mayta, de repente, parecía arrepentirse. Y ella era tan cacasena que hasta aquella noche se había atormentado preguntándose: ¿es mi culpa? ¿Soy fría? ¿No sé excitarlo?
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