Array Array - Historia de Mayta
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La impresionó también que fuera respetuoso, desenvuelto, dueño de sí mismo. Le decía cosas bonitas. ¿Por qué no la besaba? Un día, la llevó a visitar a una tía de Surquillo, la única pariente de Mayta que conocería. La señora Josefa les preparó un lonche, pastelitos, y trató a Adelaida con cariño. Estuvieron conversando y, de pronto. Doña Josefa tuvo que salir. Se quedaron en la salita, oyendo radio y Adelaida pensó: «Ahora». Mayta estaba a su lado, en el sillón, y ella esperando. Pero no intentó ni cogerle la mano y ella se dijo: «Debe estar muy enamorado de mí». La muchacha de las canastas ha tenido que resignarse a que la registren. Entonces, la dejan pasar. Cuando cruza frente a la ventana veo que mueve los labios, insultándolos.
—Te ruego que no insistas —dijo Adelaida—. Además, está en el colegio. ¿Para qué, con qué objeto? Si adivina algo, sería terrible.
—¿Al ver mi cara descubriría milagrosamente que soy su padre? —se burló Mayta.
—Me da miedo, me parece llamar la mala suerte —balbuceó Adelaida.
En efecto, su voz y su cara estaban comidas por la aprensión. Inútil insistir más. ¿No era un mal síntoma este arranque sentimental, querer ver a un hijo al que rara vez recordaba? Perdía minutos preciosos, era una imprudencia haber venido. Si lo encontraba Juan Zárate, tendría un incidente y cualquier escándalo, por pequeño que fuera, repercutiría negativamente en el plan. «Párate, despídete.» Pero estaba soldado al brazo del sillón.
—Juan era jefe de Correos aquí en Lince —dice Adelaida—. Venía a verme entrar a mi trabajo, a verme salir. Me seguía, me invitaba, me proponía matrimonio cada semana. Aguantaba mis desaires, sin darse por vencido.
—¿Él se ofreció a poner su nombre al niño?
—Fue la condición que le puse para casarnos. —Echo una mirada a la fotografía de Cañete y ahora entiendo que la bella empleada se casara con ese funcionario de Correos, feúcho y mayor. El hijo de Mayta debe andar por los treinta años. ¿Tuvo la vida normal que quería su madre? ¿Qué piensa de lo que ocurre? ¿Ha tomado partido por los rebeldes e internacionalistas o por el Ejército y los «marines»? ¿O, como su madre, cree que una y otra cosa son la misma basura?—. Y, sin haberme besado, a la quinta o sexta vez que salimos me dio la gran sorpresa.
—¿Qué me dirías si un día te propusiera casarnos?
—Esperemos ese día y lo sabrás —coqueteó ella.
—Te lo propongo —dijo Mayta—. ¿Quieres casarte conmigo, Adelaida?
—No me había dado un beso —repite, moviendo la cabeza—. Y me lo propuso, sin más ni más. Y, sin más ni más, lo acepté. Yo sólita me las busqué, no puedo echarle la culpa a nadie.
—Prueba de que estaba usted enamorada.
—No es que me muriera por casarme —afirma; a la vez, hace el ademán, que le he observado varias veces, de echarse atrás los cabellos—. Era joven, bastante agraciada, no me faltaban partidos. Juan Zárate no era el único. Y acepté al que no tenía dónde caerse muerto, al revolucionario, al que además era lo que era. ¿No es ser cacasena?
—Está bien, no lo veré —murmuró Mayta. Pero tampoco esta vez se levantó del sillón—. Cuéntame algo de él, por lo menos. Y de ti. ¿Te va bien en tu matrimonio?
—Me va mejor que contigo —dijo Adelaida, con resignación y hasta melancolía— Vivo tranquila, sin pensar en que los soplones vendrán en cualquier momento a dejarlo todo hecho un desbarajuste y a llevarse a mi marido. Con Juan sé que comeremos cada día y que no nos botarán por no pagar el alquiler.
—Por la manera de decirlo, no pareces tan feliz —murmuró Mayta. ¿No era absurdo, en este preciso momento, semejante conversación? ¿No debía estar comprando medicamentos, recogiendo el dinero de la France Presse, haciendo su maleta?
—No lo estoy —dijo Adelaida: desde que él había consentido en no ver al niño, se mostraba más hospitalaria—. Juan me hizo renunciar al Banco. Si siguiera trabajando, viviríamos mejor y vería gente, la calle. Aquí, me la paso barriendo, lavando y cocinando. No es para sentirse muy feliz.
—No, no lo es —dijo Mayta, echando una ojeada a la salita—. Y eso que, comparada con millones, vives muy bien, Adelaida.
—¿Me vas a hablar de política? —se encrespó ella—. Entonces, te vas. Por tu culpa he llegado a odiar la política por encima de todas las cosas.
Se casaron a las tres semanas, por lo civil, en la Municipalidad de Lince. Entonces empezó a conocer al verdadero Mayta: bajo el cielo purísimo y sobre los techos de tejas rojas del Cusco ondean cientos, miles, de banderas rojas, y las viejas fachadas de sus iglesias y palacios y las antiquísimas piedras de sus calles están enrojecidas con la sangre de los recientes combates. Al principio, no entendió bien eso del POR. Ella sabía que en el Perú había un partido, el Apra, al que el general Odría puso fuera de la ley y que, al subir Prado, volvió a ser permitido. Pero ¿un partido llamado POR? Manifestaciones rugientes, disparos al aire, discursos frenéticos proclaman el inicio de otra era, el advenimiento del hombre nuevo. ¿Han comenzado los fusilamientos de traidores, soplones, torturadores, colaboradores del viejo orden, en la hermosa Plaza de Armas donde las autoridades virreinales descuartizaron a Túpac Amaru? Mayta se lo explicó a medias: el Partido Obrero Revolucionario era todavía pequeño.
—No le di importancia, me pareció un juego —dice, apartándose el pelo de la cara—. Pero no había pasado ni un mes, y una noche, estando sola, tocaron la puerta. Abrí y eran dos investigadores. Con el cuento de hacer un registro se llevaron hasta una bolsa de arroz que tenía en la cocina. Así principió la pesadilla.
Apenas veía a su marido y nunca sabía si estaba en reuniones, en la imprenta o escondiéndose. La vida de Mayta no era la France Presse, iba allá sólo por horas y ganaba miserias, jamás les habría alcanzado si ella no hubiera seguido en el Banco. Muy pronto se dio cuenta que lo único importante para Mayta era la política. A veces venía a la casa con esos tipos y se quedaba discutiendo hasta las mil quinientas. ¿O sea que el POR es comunista?, le preguntó. «Somos los verdaderos comunistas», le dijo él. ¿Con quién te has casado?, empezó a preguntarse.
—Creí que Juan Zárate te quería y que se desvivía por hacerte feliz.
—Me quería antes de que aparecieras tú —murmuró ella—. Y debía quererme cuando aceptó darle su nombre a tu hijo. Pero una vez que lo hizo empezó a mostrarme rencor.
¿La trataba mal, entonces? No, la trataba bien, pero haciéndola sentir que él había sido el generoso. Con el chico, en cambio, era bueno, se preocupaba por su educación. ¿Qué haces aquí, Mayta? ¿Perder las últimas horas en Lima hablando de eso? Pero una inercia le impedía partir. Que, en esa última conversación, cuando Mayta estaba ya con un pie en Jauja, hablaran de problemas conyugales, me decepcionaba. Anhelaba, en esa última conversación, algo espectacular, dramático, que arrojara una luz conflictiva sobre lo que sentía y soñaba Mayta en vísperas del alzamiento. Pero, por lo que oigo, veo que hablaron sobre usted más que sobre él. Perdóneme la interrupción, sigamos. ¿O sea que las actividades políticas de él la hicieron sufrir mucho?
—Más me hizo sufrir que fuera maricón —responde. Se ruboriza y sigue—. Más, descubrir que se había casado conmigo para disimular que lo era.
Una revelación dramática, por fin. Y, sin embargo, mi atención sigue escindida entre Adelaida y las banderas, la sangre, los fusilamientos y la euforia de los insurrectos e internacionalistas en el Cusco. ¿Estará así Lima dentro de unas semanas? En el colectivo en que venía a Lince, el chófer aseguró que el Ejército, desde anoche, estaba fusilando públicamente a presuntos terroristas en Villa el Salvador, Comas, Ciudad del Niño y otros pueblos jóvenes. ¿Se reproducirán en Lima los linchamientos y matanzas de cuando entraron los chilenos en la guerra del Pacífico? Nítidamente vuelvo a escuchar la conferencia de un historiador, en Londres, relatando el testimonio del Cónsul inglés de la época: mientras los voluntarios peruanos se hacían despedazar resistiendo el ataque chileno en Chorrillos y Miraflores, el populacho de Lima asesinaba a los chinos de las bodegas, ahorcándolos, acuchillándolos y prendiéndoles fuego en la vía pública, acusándolos de ser cómplices del enemigo, y saqueaba luego las casas de la gente adinerada, señoras y señores que, aterrorizados, desde las legaciones diplomáticas donde se habían refugiado, clamaban por el ingreso pronto del invasor, a quien, en ese momento, descubrieron que temían menos que a esas masas desenfrenadas de indios, cholos, mulatos y negros que se habían adueñado de la ciudad. ¿Ocurriría algo así ahora? ¿Las muchedumbres de hambrientos entrarán a saco en las casas de San Isidro, Las Casuarinas, Miraflores, Chacarilla, mientras los últimos vestigios del Ejército se deshacen ante la ofensiva final de los rebeldes? ¿Habrá una estampida hacia las embajadas y consulados mientras generales, almirantes, funcionarios, ministros, trepan a aviones, barcos, con todas las joyas, dólares, títulos desenterrados de sus escondites, precipitadamente? ¿Llameará Lima como llamea en estos momentos la ciudad de los Cuatro Suyos?
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