Peter Ackroyd - Los Lamb de Londres

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Esta es la historia de una familia londinense, los Lamb, poco conocida en España pero cuya importancia en la recuperación y valorización de Shakespeare es indiscutible.
Charles Lamb intenta hacerse un sitio en la sociedad literaria del siglo XIX (al tiempo que frecuenta en exceso los pubs), y Mary busca el modo de huir de una casa en la que convive con unos progenitores al borde de la locura. La pasión que comparten por la obra de Shakespeare es para ambos un perfecto modo de evasión. Sin embargo, cuando un joven y ambicioso librero les asegura haber encontrado diversos manuscritos de Shakespeare e incluso una obra teatral inédita, se sumergen en una estremecedora investigación que les puede llevar a la inmortalidad o al más estrepitoso de los ridículos.
Peter Ackroyd nos recrea con todo lujo de detalles, el ambiente literario y la sociedad del Londres del siglo XIX en esta intersante novela.

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***

– «¿Tenéis escrita la parte del León?» -Tom Coates ensayaba el papel de Berbiquí-. «Os ruego que me la deis, si la tenéis, porque aprendo despacio.»

– Hay que reconocer que es cierto.

– Señor Jowett, le ruego que no interrumpa. Señor Milton, continúe con su papel.

– «Podéis improvisar, pues no habéis de hacer más que rugir.»

– Señor Milton, ¿se ve capaz de adoptar un tono más vulgar? -Mary estaba concentrada en el texto y no levantó la cabeza-. ¿Puede expresarse con tosquedad?

– Señorita Lamb, eso me parece dificilísimo.

– Por favor, inténtelo. No puede sonar como un empleado de banco. Debe hablar como un carpintero.

Bastante sorprendido, Charles había reparado en la intensidad e impaciencia con las que su hermana dirigía el ensayo. En ese momento tuvo la sensación de que todos sus actos eran extremos. En las últimas semanas también se había mostrado nerviosa e inquieta… y autoritaria, en particular, con su madre.

***

Tres días antes, la señora Lamb había regañado a Tizzy porque llevó a la mesa tostadas quemadas.

– ¿Qué te pasa? -reprendió a la vieja criada-. El señor Lamb no soporta la corteza dura.

Mary arrojó sobre el mantel la cucharadilla llena de azúcar que sostenía sobre la taza.

– Madre, esta casa no es un reformatorio ni nosotros somos tus internos.

El señor Lamb miró a su hija con ternura y admiración, y musitó:

– En el rellano a la izquierda. Es la última puerta.

La señora Lamb permaneció muda y, azorada, comprobó que Mary abandonaba su sitio y la estancia. Charles untó la tostada con mantequilla y adoptó una actitud reflexiva.

– No entiendo a esa muchacha -reconoció la señora Lamb-. Es tan voluble… Señor Lamb, ¿tú qué opinas?

– Norte cuarta al nordeste -replicó, ante lo cual su esposa se mostró en apariencia satisfecha.

Charles era propenso a atribuir la conducta excéntrica de Mary a su amistad con William Ireland; aquel joven se las apañaba para inquietarla. No lo censuraba por ello porque, a juzgar por lo que sabía, el comportamiento de Ireland era impecable. No obstante, Mary jamás había establecido una relación de confianza con alguien relativamente desconocido. Era así de simple… y de grave.

***

– «Pues no habéis de hacer más que rugir» -Benjamin Milton interpretaba ahora el papel de Cartabón con un marcado acento barriobajero.

– Así está mejor, señor Milton, pero, ¿no le parece que un dialecto rural sería más adecuado?

– Señorita Lamb, ¿con modismos campesinos? ¿Se le ocurre algo?

– ¿Alguna vez ha asistido a las clases del profesor Porson sobre antigüedad clásica?

– Por supuesto, en el Masonic Hall.

– ¿Podría emplear una voz como la del profesor?

Tizzy salió al jardín y anunció que «el joven» esperaba a la señorita Mary en la puerta.

– ¿Ha dicho «el joven»? -preguntó Benjamin con gran alborozo.

Charles lo fulminó con la mirada mientras, presa de la confusión, Mary seguía a Tizzy por el jardín bajo la iluminada lluvia estival.

***

Mary contuvo el impulso de mirarse al espejo cuando entró en la casa.

– Tizzy, ¿lo has hecho esperar en la calle?

– ¿Dónde más podía dejarlo? Su madre está en el salón y el recibidor está lleno de zapatos.

Mary se dirigió a la puerta y saludó a William que, sombrero en mano, aguardaba en el umbral.

– Señor Ireland, no sabe cuánto lo lamento. Le pido mil disculpas porque…

– Mary, no puedo quedarme. El miércoles por la mañana visitaré Southwark. -De pronto William titubeó-. Por si no lo recuerda, usted dijo que deseaba venir conmigo.

– Claro que lo recuerdo. Le estaré muy agradecida. -Ése no era un comentario adecuado y durante unos segundos Mary dejó de mirarlo-. Iré encantada. ¿Ha dicho el miércoles por la mañana? -William asintió-. Lo apuntaré en mi diario. ¿Quiere pasar?

Más allá de las palabras, existe una comunicación muda y William supo que la muchacha no quería que entrase en la casa. Además, vio que el señor Lamb atisbaba desde el otro lado de la cortina, como el guardián de un castillo presto a repeler un ataque.

– Es muy amable de su parte, pero no, no puedo hacerlo. El tiempo apremia. -William extendió la mano y Mary la cogió-. Vendré a recogerla. ¿Le parece bien a las nueve de la mañana?

William se alejó, con el sombrero en la mano, y Mary lo contempló mientras bajaba por Laystall Street en dirección al corrillo de mujeres formado alrededor de la bomba de agua.

Mary se dio media vuelta, suspiró y oyó que su madre se acercaba con rapidez a la chimenea. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero la señora Lamb la llamó con aquel tono quejumbroso que tan bien conocía:

– Mary, ¿puedes venir un momento?

– Sí, mamá, ¿qué quieres?

– Ese jovencito…

– El señor Ireland.

– A él me refería. Ese jovencito debe haber abierto un camino hasta esta casa. Se presenta constantemente.

– Mamá, ¿qué tiene de malo?

– Nada, sólo era un comentario. -Mary guardó silencio-. Mary, ¿te parece correcto interpretar un drama de Shakespeare un domingo por la mañana?

– No estamos actuando, mamá. Tan sólo leemos algunas partes.

– Pues tu padre se pone nervioso. Basta mirarlo para verlo. -El señor Lamb estaba tumbado en el diván y contemplaba las idas y venidas de una mosca. Desde el estallido colérico de Mary a la hora del té, la señora Lamb se había mostrado más circunspecta con su hija; sólo se permitía comentarios y «observaciones» amplios o aludía a los sentimientos del señor Lamb sobre cuestiones concretas-. Tu padre siempre ha respetado el día del Señor.

– En ese caso, ¿por qué no habéis ido a la capilla?

– Por los pies del señor Lamb. Quizá se curen a tiempo para asistir al oficio vespertino.

Mary ya no la escuchaba. Experimentó un extraño mareo que la llevó a aferrarse al brazo de un butacón. Fue como si alguien hubiese abierto un agujero en su cráneo e introducido aire caliente.

– Nunca dice nada, pero yo me doy cuenta de que cojea como el caballo de un cervecero. ¿No es así, señor Lamb? -Mary reparó en los sonidos que se produjeron a su alrededor y se restregó la cara con impaciencia-. Pase lo que pase, el señor Lamb no se queja. Mary, ¿te ocurre algo?

La muchacha se arrodilló en la alfombra y apoyó la cabeza en un costado de la silla.

Su padre la miró y sonrió encantado.

– El Señor te lo quita -declaró.

– ¿Se te ha caído algo?

– Sí. -Mary comenzó a recuperarse y clavó la mirada en la alfombra, pero sin verla-. Enseguida voy. Se me ha caído una horquilla.

– Me gustaría ser lo bastante joven como para agacharme. ¡Hablando del ruin de Roma y por aquí asoma! Charles, ayuda a tu hermana a buscar una horquilla. La ha extraviado.

Al entrar desde el jardín, Charles se sorprendió de que lo llamasen ruin.

– Querida, ¿dónde la dejaste?

– No sé. -Aferró la mano de su hermano, que la ayudó a ponerse en pie-. Me equivoqué. No he perdido nada.

– El señor Ireland acaba de presentarse -informó la señora Lamb a su hijo con una actitud que resultó harto significativa.

– ¿De verdad? ¿No se ha quedado?

– Mary habló con él en la puerta.

– Mamá, tenía cosas que hacer.

La muchacha se apoyó en el brazo de su hermano.

– Por lo que parece, es un joven muy ocupado.

***

Lo cierto es que Charles empezaba a envidiar a William Ireland. En un mes, el director de Westminster Words ya había publicado dos artículos suyos, «El humor en El rey Lear » y «Los juegos de palabras en Shakespeare»; también le había propuesto escribir una serie de esbozos sobre personajes shakespearianos. En cambio, el artículo de Charles sobre los deshollinadores todavía no había visto la luz, aunque Matthew Law también le había pedido que redactase un texto sobre los mendigos de la metrópoli. El director había aconsejado que se centrase en los mendigos más pintorescos o excéntricos en lugar de en los más necesitados o depravados, pero Charles sólo se había topado con dos o tres de ese tipo: el enano que pedía limosna en la esquina de Gray's Inn Lane con Theobald's Road y que en alguna ocasión se deslizaba entre los caballos con el propósito de espantarlos, y la calva de Saint Giles, que se desplomaba en plena calle a cambio de monedas de medio penique. Charles no estaba para nada seguro de que semejantes personajes dieran lugar a reflexiones profundas sobre la vida vagabunda de la ciudad.

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