Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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A esas alturas de la conversación, el senador Trueba había perdido la paciencia y estaba seguro que se encontraba frente a una andana demente. Diez meses y once días más tarde, recordaría la profecía de Luisa Mora, cuando se llevaron a Alba en la noche durante el toque de queda.
El terror Capítulo XIII
El día del golpe militar amaneció con un sol radiante, poco usual en la tímida primavera que despuntaba. Jaime había trabajado casi toda la noche y a las siete de la mañana sólo tenía en el cuerpo dos horas de sueño. Lo despertó la campanilla del teléfono y una secretaria, con la voz ligeramente alterada, terminó de espantarle la modorra. Lo llamaban de Palacio para informarle que debía presentarse en la oficina del compañero Presidente lo antes posible, no, el compañero Presidente no estaba enfermo, no, no sabía lo que estaba pasando, ella tenía orden dé llamar a todos los médicos de la Presidencia. Jaime se vistió como un sonámbulo y tomó su automóvil, agradeciendo que por su profesión tuviera derecho a una cuota semanal de gasolina, porque o si no, habría tenido que ir al centro en bicicleta. Llegó al Palacio a las ocho y se extrañó de ver la plaza vacía y un fuerte destacamento de soldados en los portones de la sede del gobierno, vestidos todos con ropa de batalla, cascos y armamentos de guerra. Jaime estacionó su automóvil en la plaza solitaria, sin reparar en los gestos que hacían los soldados para que no se detuviera. Se bajó y de inmediato lo rodearon apuntando con sus armas.
— ¿Qué pasa, compañeros? ¿Estamos en guerra con los chinos? — sonrió Jaime.
— ¡Siga, no puede detenerse aquí! ¡El tráfico está interrumpido! — ordenó un oficial.
— Lo siento, pero me han llamado de la Presidencia–alegó Jaime mostrando su identificación-. Soy médico.
Lo acompañaron hasta las pesadas puertas de madera del Palacio, donde un grupo de carabineros montaba guardia. Lo dejaron entrar. En el interior del edificio reinaba una agitación de naufragio, los empleados corrían por las escaleras como ratones mareados y la guardia privada del Presidente estaba arrimando los muebles contra las ventanas y repartiendo pistolas entre los más próximos. El Presidente salió a su encuentro. Tenía puesto un casco de combate, que se veía incongruente junto a su fina ropa deportiva y sus zapatos italianos. Entonces Jaime comprendió que algo grave estaba ocurriendo.
— Se ha sublevado la Marina, doctor–explicó brevemente-. Ha llegado el momento de luchar.
Jaime tomó el teléfono y llamó a Alba para decirle que no se moviera de la casa y pedirle que avisara a Amanda. No volvió a hablar con ella nunca más, porque los acontecimientos se desencadenaron vertiginosamente. En el transcurso de la siguiente hora llegaron algunos ministros y dirigentes políticos del gobierno y comenzaron las negociaciones telefónicas con los insurrectos para medir la magnitud de la sublevación y buscar una solución pacífica. Pero a las nueve y media de la mañana las unidades aunadas del país estaban al mando de militares golpistas. En los cuarteles había comenzado la purga de los que permanecían leales a la Constitución. El general de los carabineros ordenó a la guardia del Palacio que saliera, porque también la policía acababa de plegarse al Golpe.
— Pueden irse, compañeros, pero dejen sus armas–dijo el Presidente.
Los carabineros estaban confundidos y avergonzados, pero la orden del general era terminante. Ninguno se atrevió a desafiar la mirada del jefe de Estado, depositaron sus armas en el patio y salieron en fila, con la cabeza gacha. En la puerta uno se volvió.
— Yo me quedo con usted, compañero Presidente–dijo.
A media mañana fue evidente que la. situación no se arreglaría con el diálogo y empezó a retirarse casi todo el mundo. Sólo quedaron los amigos más cercanos y la guardia privada. Las hijas del Presidente fueron obligadas por su padre a salir. Tuvieron que sacarlas a la fuerza y desde la calle podían oír sus gritos llamándolo. En el interior del edificio quedaron alrededor de treinta personas atrincheradas en los salones del segundo piso, entre quienes estaba Jaime. Creía encontrarse en medio de una pesadilla. Se sentó en un sillón de terciopelo rojo, con una pistola en la mano, mirándola idiotizado. No sabía usarla. Le pareció que el tiempo transcurría muy lentamente, en su reloj sólo habían pasado tres horas de ese mal sueño. Oyó la voz del Presidente que hablaba por radio al país. Era su despedida.
«Me dirijo a aquellos que serán perseguidos, para decirles que yo no voy a renunciar: pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Siempre estaré junto a ustedes. Tengo fe en la patria y su destino. Otros hombres superarán este momento y mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Éstas serán mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano.»
El cielo comenzó a nublarse. Se oían algunos disparos aislados y lejanos. En ese momento el Presidente estaba hablando por teléfono con el jefe de los sublevados, quien le ofreció un avión militar para salir del país con toda su familia. Pero él no estaba dispuesto a exiliarse en algún lugar lejano donde podría pasar el resto de su vida vegetando con otros mandatarios derrocados, que habían salido de su patria entre gallos y medianoche.
— Se equivocaron conmigo, traidores. Aquí me puso el pueblo y sólo saldré muerto–respondió serenamente.
Entonces oyeron el rugido de los aviones y comenzó el bombardeo. Jaime se tiró al suelo con los demás, sin poder creer lo que estaba viviendo, porque hasta el día anterior estaba convencido de que en su país nunca pasaba nada y hasta los militares respetaban la ley. Sólo el Presidente se mantuvo en pie, se acercó a una ventana con una bazooka en los brazos y disparó hacia los tanques de la calle. Jaime se arrastró hasta él y lo tomó de las pantorrillas para obligarlo a agacharse, pero el otro le soltó una palabrota y se mantuvo de pie. Quince minutos después ardía todo el edificio y adentro no se podía respirar por las bombas y el humo. Jaime gateaba entre los muebles rotos y los pedazos de cielo raso que caían a su alrededor como una lluvia mortífera, procurando dar auxilio a los heridos, pero sólo podía ofrecer consuelo y cerrar los ojos a los muertos. En una súbita pausa del tiroteo, el Presidente reunió a los sobrevivientes y les dijo que se fueran, que no quería mártires ni sacrificios inútiles, que todos tenían una familia y tendrían que realizar una importante tarea después. «Voy a pedir una tregua para que puedan salir», agregó. Pero nadie se retiró. Algunos temblaban, pero todos estaban en aparente posesión de su dignidad. El bombardeo fue breve, pero dejó el Palacio en ruinas. A las dos de la tarde el incendio había devorado los antiguos salones que habían servido desde tiempos coloniales, y sólo quedaba un puñado de hombres alrededor del Presidente. Los militares entraron al edificio y ocuparon todo lo que quedaba de la planta baja. Por encima del estruendo escucharon la voz histérica de un oficial que les ordenaba rendirse y bajar en fila india y con los
brazos en alto. El Presidente estrechó la mano a cada uno. «Yo bajaré al final», dijo. No volvieron a verlo con vida.
Jaime bajó con los demás. En cada peldaño de la amplia escalera de piedra había soldados apostados. Parecían haber enloquecido. Pateaban y golpeaban con las culatas a los que bajaban, con un odio nuevo, recientemente inventado, que había florecido en ellos en pocas horas. Algunos disparaban sus armas por encima de las cabezas de los rendidos. Jaime recibió un golpe en el vientre que lo dobló en dos y cuando pudo enderezarse, tenía los ojos llenos de lágrimas y los pantalones tibios de mierda. Siguieron golpeándolos hasta la calle y allí les ordenaron acostarse boca abajo en el suelo, los pisaron, los insultaron hasta que se le acabaron las palabrotas del castellano y entonces le hicieron señas a un tanque. Los prisioneros lo oyeron acercarse, estremeciendo el asfalto con su peso de paquidermo invencible.
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