Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Se corrió la voz de que el Presidente había muerto y nadie creyó la versión oficial de que se suicidó.
Esperé que se normalizara un poco la situación. Tres días después del Pronunciamiento Militar, me dirigí en el automóvil del Congreso al Ministerio de Defensa, extrañado de que no me hubieran buscado para invitarme a participar en el nuevo gobierno. Todo el mundo sabe que fui el principal enemigo de los marxistas, el primero que se opuso a la dictadura comunista y se atrevió a decir en público que sólo los militares podían impedir que el país cayera en las garras de la izquierda. Además yo fui quien hizo casi todos los contactos con el alto mando militar, quien sirvió de enlace con los gringos y puse mi nombre y mi dinero para la compra de armas. En fin, me jugué más que nadie. A mi edad el poder político no me interesa para nada. Pero soy de los pocos que podían asesorarlos, porque llevo mucho tiempo ocupando posiciones y sé mejor que nadie lo que le conviene a este país. Sin asesores leales, honestos y capacitados, ¿qué pueden hacer unos pocos coroneles improvisados? Sólo desatinos. O dejarse engañar por los vivos que se aprovechan de las circunstancias para hacerse ricos, como de hecho está sucediendo. En ese momento nadie sabía que las cosas iban a ocurrir como ocurrieron. Pensábamos que la intervención militar era un paso necesario para la vuelta a una democracia sana, por eso me parecía tan importante colaborar con las autoridades.
Cuando llegué al Ministerio de Defensa me sorprendió ver el edificio convertido en un muladar. Los ordenanzas baldeaban los pisos con estropajos, vi algunas paredes aportilladas por las balas v por todos lados corrían los militares agazapados, como si de verdad estuvieran en medio de un campo de batalla o esperaran que le cayeran los enemigos del techo. Tuve que aguardar casi tres horas para que me atendiera un oficial. Al principio creí que en ese caos no me habían reconocido y por eso me trataban con tan poca deferencia, pero luego me di cuenta cómo eran las cosas. El oficial me recibió con las botas sobre el escritorio, masticando un emparedado grasiento, mal afeitado, con la guerrera desabotonada. No me dio tiempo de preguntar por mi hijo Jaime ni para felicitarlo por la valiente acción de los soldados que habían salvado a la patria, sino que procedió a pedirme las llaves del automóvil con el argumento de que se había clausurado el Congreso y, por lo tanto, también se habían terminado las prebendas de los congresistas. Me sobresalté. Era evidente, entonces, que no tenían intención alguna de volver a abrir las puertas del Congreso, como todos esperábamos. Me pidió, no, me ordenó, presentarme al día siguiente en la catedral, a las once de la mañana, para asistir al Te Deum con que la patria agradecería a Dios la victoria sobre el comunismo.
— ¿Es cierto que el Presidente se suicidó? — pregunté.
— ¡Se fue! — me contestó.
— ¿Se fue? ¿Adónde?
— ¡Se fue en sangre! — rió el otro.
Salí a la calle desconcertado, apoyado en el brazo de mi chofer. No teníamos forma de regresar a la casa, porque no circulaban taxis ni buses y yo no estoy en edad para caminar. Afortunadamente pasó un jeep de carabineros y me reconocieron. Es fácil distinguirme, como dice mi nieta Alba, porque tengo una pinta inconfundible de viejo cuervo rabioso y siempre ando vestido de luto, con mi bastón de plata.
— Suba, senador–dijo un teniente.
Nos ayudaron a trepar al vehículo. Los carabineros se veían cansados y me pareció evidente que no habían dormido. Me confirmaron que hacía tres días que estaban patrullando la ciudad, manteniéndose despiertos con café negro y pastillas.
— ¿Han encontrado resistencia en las poblaciones o en los cordones industriales? — pregunté.
— Muy poca. La gente está tranquila–dijo el teniente-. Espero que la situación se normalice pronto, senador. No nos gusta esto, es un trabajo sucio.
— No diga eso, hombre. Si ustedes no se adelantan, los comunistas habrían dado el Golpe y a estas horas usted, yo y otras cincuenta mil personas estaríamos muertos. Sabía que tenían un plan para implantar su dictadura, ¿no?
— Eso nos han dicho. Pero en la población donde yo vivo hay muchos detenidos. Mis vecinos me miran con recelo. Aquí a los muchachos les pasa lo mismo. Pero hay que cumplir órdenes. La patria es lo primero, ¿verdad?
— Así es. Yo también siento lo que está pasando, teniente. Pero no había otra solución. El régimen estaba podrido. ¿Qué habría sido de este país, si ustedes no empuñan las armas?
En el fondo, sin embargo, no estaba tan seguro. Tenía el presentimiento de que las cosas no estaban saliendo como las habíamos planeado y que la situación se nos estaba escapando de las manos, pero en ese momento acallé mis inquietudes razonando que tres días son muy pocos para ordenar un país y que probablemente el grosero oficial que me atendió en el Ministerio de Defensa representaba una minoría
insignificante dentro de las Fuerzas Armadas. La mayoría era como ese teniente escrupuloso que me llevó a la casa. Supuse que al poco tiempo se restablecería el orden y cuando se aliviara la tensión de los primeros días, me pondría en contacto con alguien mejor colocado en la jerarquía militar. Lamenté no haberme dirigido al general Hurtado, no lo había hecho por respeto y también, lo reconozco, por orgullo, porque lo correcto era que él me buscara y no yo a él.
No me enteré de la muerte de mi hijo Jaime hasta dos semanas después, cuando se nos había pasado la euforia del triunfo al ver que todo el mundo andaba contando a los muertos y a los desaparecidos. Un domingo se presentó en la casa un soldado sigiloso y relató a Blanca en la cocina lo que había visto en el Ministerio de Defensa y lo que sabía de los cuerpos dinamitados.
— El doctor Del Valle salvó la vida de mi madre–dijo el soldado mirando el suelo, con el casco de guerra en la mano-. Por eso vengo a decirles cómo lo mataron.
Blanca me llamó para que oyera lo que decía el soldado, pero me negué a creerlo. Dije que el hombre se había confundido, que no era Jaime, sino otra persona la que había visto en la sala de las calderas, porque Jaime no tenía nada que hacer en el Palacio Presidencial el día del Pronunciamiento Militar. Estaba seguro que mi hijo había escapado al extranjero por algún paso fronterizo o se había asilado en alguna embajada, en el supuesto de que lo estuvieran persiguiendo. Por otra parte, su nombre no aparecía en ninguna de las listas de la gente solicitada por las autoridades, así es que deduje que Jaime no tenía nada que temer.
Había de pasar mucho tiempo, varios meses, en realidad, para que yo comprendiera que el soldado había dicho la verdad. En los desvaríos de la soledad aguardaba a mi hijo sentado en la poltrona de la biblioteca, con los ojos fijos en el umbral de la puerta, llamándolo con el pensamiento, tal como llamaba a Clara. Tanto lo llamé, que finalmente llegué a verlo, pero se me apareció cubierto de sangre seca y andrajos, arrastrando serpentinas de alambres de púas sobre el parquet encerado. Así supe que había muerto tal como nos había contado el soldado. Sólo entonces comencé a hablar de la tiranía. Mi nieta Alba, en cambio, vio perfilarse al dictador mucho antes que yo. Lo vio destacarse entre los generales y gentes de guerra. Lo reconoció al punto, porque ella heredó la intuición de Clara. Es un hombre tosco y de apariencia sencilla, de pocas palabras, como un campesino. Parecía modesto y pocos pudieron adivinar que algún día lo Verían envuelto en una capa de emperador, con los brazos en alto, para acallar a las multitudes acarreadas en camiones para vitorearlo, sus augustos bigotes temblando de vanidad, inaugurando el monumento a Las Cuatro Espadas, desde cuya cima una antorcha eterna iluminaría los destinos de la patria, pero, que por un error de los técnicos extranjeros, jamás se elevó llama alguna, sino solamente una espesa humareda de cocinería que quedó flotando en el cielo como una perenne tormenta de otros climas.
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