Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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hacían más daño al Presidente que los de derecha. Pero nada de eso impedía que le tuviera simpatía y se inclinara ante la fuerza de sus convicciones, su alegría natural, su tendencia a la ternura y la generosidad con que estaba dispuesto a dar la vida por ideales que Jaime compartía, pero que no tenía el valor de llevar a cabo hasta las últimas consecuencias.
Esa noche Jaime se durmió apesadumbrado e inquieto, incómodo en su saco de dormir, escuchando muy–cerca la respiración de su sobrina. Cuando despertó, ella se había levantado y estaba calentando el café del desayuno. Soplaba una brisa fría y el sol iluminaba con reflejos dorados las cumbres de las montañas. Alba echó los brazos al cuello de su tío y lo besó, pero él mantuvo las manos en los bolsillos y no devolvió la caricia. Estaba turbado.
Las Tres Marías fue uno de los últimos fundos que expropió la Reforma Agraria en el Sur. Los mismos campesinos que habían nacido y trabajado por generaciones en esa tierra, formaron una cooperativa y se adueñaron de la propiedad, porque hacía tres años y cinco meses que no veían a su patrón y se les había olvidado el huracán de sus rabietas. El administrador, atemorizado por el rumbo que tomaban los acontecimientos y por el tono exaltado de las reuniones de los inquilinos en la escuela, juntó sus bártulos y se largó sin despedirse de nadie y sin avisar al senador Trueba, porque no quería enfrentar su furia y porque pensó que ya había cumplido con advertírselo varias veces. Con su partida, Las Tres Marías quedó por un tiempo a la deriva. No había quien diera las órdenes y ni quien estuviera dispuesto a cumplirlas, pues los campesinos saboreaban por primera vez en sus vidas el gustillo de la libertad y de ser sus propios arios. Se repartieron equitativamente los potreros y cada uno cultivó lo que le dio la gana, hasta que el gobierno mandó un técnico agrícola que les dio semillas a crédito y los puso al día sobre la demanda del mercado, las dificultades de transporte para los productos y las ventajas de los abonos y desinfectantes. Los campesinos hicieron poco caso al técnico, porque parecía un alfeñique de ciudad y era evidente que jamás había tenido un arado en las manos, pero de todos modos celebraron su visita abriendo las sagradas bodegas del antiguo patrón, saqueando sus vinos añejos y sacrificando los toros reproductores para comer las criadillas con cebolla y cilantro. Después que partió el técnico, se comieron también las vacas importadas y las gallinas ponedoras. Esteban Trucha se enteró de que había perdido la tierra, cuando le notificaron que iban a pagársela con bonos del Estado, a treinta años plazo y al mismo precio que él había puesto en su declaración de impuestos. Perdió el control. Sacó de su arsenal una ametralladora que no sabía usar y le ordenó a su chofer que lo llevara en el coche de un tirón hasta Las Tres Marías sin avisar a nadie, ni siquiera a sus guardaespaldas. Viajó varias horas, ciego de rabia, sin ningún plan concreto en la mente.
Al llegar, tuvieron que frenar el automóvil en seco, porque les cerraba el paso u.na gruesa tranca en el portón. Uno de los inquilinos estaba montando guardia armado con un chuzo y una escopeta de caza sin balas. Trueba se bajó del vehículo. Al ver al patrón, el pobre hombre se colgó frenéticamente de la campana de la escuela, que le habían instalado cerca para dar la alarma, v en seguida se arrojó de boca al suelo. La ráfaga de balas le pasó por encima de la cabeza y se incrusto en los árboles cercanos. Trueba no se detuvo a ver si lo había matado. Con una agilidad inesperada a su edad, se metió por el camino del fundo sin mirar para ningún lado, de modo que el golpe en la nuca le llegó de sorpresa y lo tiró de bruces en el polvo antes que alcanzara a darse cuenta de lo que había pasado. Despertó en el comedor de la casa patronal, acostado sobre la mesa, con las manos amarradas y una almohada bajo la cabeza. Una mujer estaba poniéndole paños mojados en la frente y a su alrededor estaban casi todos los
— ¿Cómo se siente, compañero? — preguntaron.
— ¡Hijos de puta! ¡Yo no soy compañero de nadie! — bramó el viejo tratando de incorporarse.
Tanto se debatió y gritó, que soltaron sus ligaduras y lo ayudaron a pararse, pero cuando quiso salir, vio que las ventanas estaban tapiadas por fuera y la puerta cerrada con llave. Trataron de explicarle que las cosas habían cambiado y ya no era el amo, pero no quiso escuchar a nadie. Echaba espuma por la boca y el corazón amenazaba con estallarle, lanzaba improperios como un demente, amenazando con tales castigos y venganzas, que los otros terminaron por echarse a reír. Por último, aburridos, lo dejaron solo encerrado en el comedor. Esteban Trucha se derrumbó en una silla, agotado por el tremendo esfuerzo. Horas después se enteró de que se había convertido en un rehén y que querían filmarlo para la televisión. Advertidos por el chofer, sus dos guardaespaldas y algunos jóvenes exaltados de su partido habían hecho el viaje hasta Las Tres Marías, armados con palos, manoplas y cadenas, para rescatarlo, pero se encontraron con la guardia redoblada en el portón, encañonados por la misma metralleta que el senador Trucha les había proporcionado.
— Al compañero rehén no se lo lleva nadie–dijeron los campesinos, y para dar énfasis a sus palabras los corrieron a tiros.
Apareció un camión de la televisión a filmar el incidente y los inquilinos, que nunca habían visto nada semejante, lo dejaron entrar y posaron para las cámaras con sus más amplias sonrisas, rodeando al prisionero. Esa noche todo el país pudo ver en sus pantallas al máximo representante de la oposición amarrado, echando espumarajos de rabia y bramando tales palabrotas que tuvo que actuar la censura. El presidente también lo vio y el asunto no le hizo gracia, porque vio que podía ser el detonante que haría estallar el polvorín donde se asentaba su gobierno en precario equilibrio. Mandó a los carabineros a rescatar al senador. Cuando éstos llegaron al fundo, los campesinos, envalentonados por el apoyo de la prensa, no los dejaron entrar. Exigieron una orden judicial. El juez de la provincia, viendo que podía meterse en un lío y salir también en la televisión vilipendiado por los reporteros de izquierda, se fue apresuradamente a pescar. Los carabineros tuvieron que limitarse a esperar al otro lado del portón de Las Tres Marías, hasta que mandaran la orden de la capital. ,
Blanca y Alba se enteraron, como todo el mundo, porque lo vieron en el noticiario. Blanca esperó hasta el día siguiente sin hacer comentarios, pero al ver que tampoco los carabineros habían podido rescatar al abuelo, decidió que había llegado el momento de volver a encontrarse con Pedro Tercero García.
— Quítate esos pantalones roñosos y ponte un vestido decente–ordenó a Alba.
Se presentaron ambas en el ministerio sin haber pedido cita. Un secretario intentó detenerlas en la antesala, pero Blanca lo eliminó de un empujón y pasó con tranco firme llevando a su hija a remolque. Abrió la puerta sin golpear e irrumpió en la oficina de Pedro Tercero, a quien no veía desde hacía dos años. Estuvo a punto de retroceder, creyendo que se había equivocado. En tan corto plazo, el hombre de su vida había adelgazado y envejecido, parecía muy cansado y triste, tenía el pelo todavía negro, pero más ralo y corto, se había podado su hermosa barba y estaba vestido con un traje gris de funcionario y una mustia corbata del mismo color. Sólo por la mirada de sus antiguos ojos negros Blanca lo reconoció.
— ¡Jesús! ¡Cómo has cambiado…! — balbuceó.
A Pedro Tercero, en cambio, ella le pareció más hermosa de lo que recordaba, como si la ausencia la hubiera rejuvenecido. En ese plazo él había tenido tiempo de arrepentirse de su decisión y de descubrir que sin Blanca había perdido hasta el gusto
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