Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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— El compañero García no está–dijo sin invitarla a entrar.
Entonces comprendió que lo había perdido. Tuvo la fugaz visión de su futuro, se vio a sí misma en un vasto desierto, consumiéndose en ocupaciones sin sentido para consumir el tiempo, sin el único hombre que había amado en toda su vida y lejos de esos brazos donde había dormido desde los días inmemoriales de su primera infancia. Se sentó en la escalera y rompió en llanto. El hombre de bigotes cerró la puerta sin ruido.
No dijo a nadie lo que había pasado. Alba le preguntó por Pedro Tercero y ella le contestó con evasivas, diciéndole que el nuevo cargo en el gobierno lo tenía muy ocupado. Siguió haciendo sus clases para señoritas ociosas y niños mongólicos y además comenzó a enseñar cerámica en las poblaciones marginales, donde se habían organizado las mujeres para aprender nuevos oficios y participar, por primera vez, en la actividad política y. social del país. La organización era una necesidad, porque «el camino al socialismo» muy pronto se convirtió en un campo de batalla. Mientras el pueblo celebraba la victoria dejándose crecer los pelos y las barbas, tratándose unos a otros de compañeros, rescatando el folklore olvidado y las artesanías populares y ejerciendo su nuevo poder en eternas e inútiles reuniones de trabajadores donde todos hablaban al mismo tiempo y nunca llegaban a ningún acuerdo, la derecha realizaba una serie de acciones estratégicas destinadas a hacer trizas la economía y desprestigiar al gobierno. Tenía en sus manos los medios de difusión más poderosos, contaba con recursos económicos casi ilimitados y con la ayuda de los gringos, que destinaron fondos secretos para el plan de sabotaje. A los pocos meses se pudieron apreciar los resultados. El pueblo se encontró por primera vez con suficiente dinero para cubrir sus necesidades básicas y comprar algunas cosas que siempre deseó, pero no podía hacerlo, porque los almacenes estaban casi vacíos. Había comenzado el desabastecimiento, que llegó a ser una pesadilla colectiva. Las mujeres se levantaban al amanecer para pararse en las interminables colas donde podían adquirir un escuálido pollo, media docena de pañales o papel higiénico. El betún para lustrar zapatos, las agujas y el café pasaron a ser artículos de lujo que se regalaban envueltos en papel de fantasía para los cumpleaños. Se produjo la angustia de la escasez, el país
sobre los productos que iban a faltar y la gente compraba lo que hubiera, sin medida, para prevenir el futuro. Se paraban en las colas sin saber lo que se estaba vendiendo, sólo para no dejar pasar la oportunidad de comprar algo, aunque no lo necesitaran. Surgieron profesionales de las colas, que por una suma razonable guardaban el puesto a otros, los vendedores de golosinas que aprovechaban el tumulto para colocar sus chucherías y los que alquilaban mantas para las largas colas nocturnas. Se desató el mercado negro. La policía trató de impedirlo, pero era como una peste que se metía por todos lados y por mucho que revisaran los carros y detuvieran a los que portaban bultos sospechosos no lo podían evitar. Hasta los niños traficaban en los patios de las escuelas. En la premura por acaparar productos, se producían confusiones y los que nunca habían fumado terminaban pagando cualquier precio por una cajetilla de cigarros, y los que no tenían niños se peleaban por un tarro de alimento para lactantes. Desaparecieron los repuestos de las cocinas, de las máquinas industriales, de los vehículos. Racionaron la gasolina y las filas de automóviles podían durar dos días y una noche, bloqueando la ciudad como una gigantesca boa inmóvil tostándose al sol. No había tiempo para tantas colas y los oficinistas tuvieron que desplazarse a pie o en bicicleta. Las calles se llenaron de ciclistas acezantes y aquello parecía un delirio de holandeses. Así estaban las cosas cuando los camioneros se declararon en huelga. A la segunda semana fue evidente que no era un asunto laboral, sino político, y que no pensaban volver al trabajo. El ejército quiso hacerse cargo del problema, porque las hortalizas se estaban pudriendo en los campos y en los mercados no había nada que vender a las amas de casa, pero se encontró con que los chóferes habían destripado los motores y era imposible mover los millares de camiones que ocupaban las carreteras como carcasas fosilizadas. El presidente apareció en televisión pidiendo paciencia. Advirtió al país que los camioneros estaban pagados por el imperialismo y que iban a mantenerse en huelga indefinidamente, así es que lo mejor era cultivar sus propias verduras en los patios y balcones, al menos hasta que se descubriera otra solución. El pueblo, que estaba habituado a la pobreza y que no había comido pollo más que para las fiestas patrias y la Navidad, no perdió la euforia del primer día, al contrario, se organizó como para una guerra, decidido a no permitir que el sabotaje económico le amargara el triunfo. Siguió celebrando con espíritu festivo y cantando por las calles aquello de que el pueblo unido jamás será vencido, aunque cada vez sonaba más desafinado, porque la división y el odio cundían inexorablemente.
Al senador Trueba, como a todos los demás, también le cambió la vida. El entusiasmo por la lucha que había emprendido le devolvió las fuerzas de antaño y alivió un poco el dolor de sus pobres huesos. Trabajaba como en sus mejores tiempos. Hacía múltiples viajes de conspiración al extranjero y recorría infatigablemente las provincias del país, de norte a sur, en avión, en automóvil y en los trenes, donde se había acabado el privilegio de los vagones de primera clase. Resistía las truculentas cenas con que lo agasajaban sus partidarios en cada ciudad, pueblo y aldea que visitaba, fingiendo el apetito de un preso, a pesar de que sus tripas de anciano ya no estaban para esos sobresaltos. Vivía en conciliábulos. Al principio, el largo ejercicio de la democracia lo limitaba en su capacidad para poner trampas al gobierno, pero pronto abandonó la idea de jorobarlo dentro de la ley y aceptó el hecho de que la única forma de vencerlo era empleando los recursos prohibidos. Fue el primero que se atrevió a decir en público que para detener el avance del marxismo sólo daría resultado un golpe militar, porque el pueblo no renunciaría al poder que había estado esperando con ansias durante medio siglo, porque faltaran los pollos.
— ¡ Déjense de mariconadas y empuñen las armas! — decía cuando oía hablar de sabotaje.
Sus ideas no eran ningún secreto, las divulgaba a todos los vientos y, no contento con ello, iba de vez en cuando a tirar maíz a los cadetes de la Escuela Militar y gritarles que eran unas gallinas. Tuvo que buscarse un par de guardaespaldas que lo vigilaran de sus propios excesos. A menudo olvidaba que él mismo los había contratado y al sentirse espiado sufría arrebatos de mal humor, los insultaba, los amenazaba con el bastón y terminaba generalmente sofocado por la taquicardia. Estaba seguro de que si alguien se proponía asesinarlo, esos dos imbéciles fornidos no servirían para evitarlo, pero confiaba en que su presencia al menos podría atemorizar a los insolentes espontáneos. Intentó también poner vigilancia a su nieta, porque pensaba que se movía en un antro de comunistas donde en cualquier momento alguien podría faltarle al respeto por culpa del parentesco con él, pero Alba no quiso oír hablar del asunto. «Un matón a sueldo es lo mismo que una confesión de culpa. Yo no tengo nada que temer», alegó. No se atrevió a insistir, porque ya estaba cansado de pelear con todos los miembros de su familia y, después de todo, su nieta era la única persona en el mundo con quien compartía su ternura y que lo hacía reír.
Entretanto, Blanca había organizado una cadena de abastecimiento a través del mercado negro y de sus conexiones en las poblaciones obreras, donde iba a enseñar cerámica a las mujeres. Pasaba muchas angustias y trabajos para escamotear un saco de azúcar o una caja de jabón. Llegó a desarrollar una astucia de la que no se sabía capaz, para almacenar en uno de los cuartos vacíos de la casa toda clase de cosas, algunas francamente inútiles, como dos barriles de salsa de soja que le compró a unos chinos. Tapió la ventana del cuarto, puso candado a la puerta y andaba con las llaves en la cintura, sin quitárselas ni para bañarse, porque desconfiaba de todo el mundo, incluso de Jaime y de su propia hija. No le faltaban razones. «Pareces un carcelero, mamá», decía Alba, alarmada por esa manía de prevenir el futuro a costa de amargarse el presente. Alba era de opinión que si no había carne, se comían papas, y si no había zapatos, se usaban alpargatas, pero Blanca, horrorizada con la simplicidad de su hija, sostenía la teoría de que, pase lo que pase, no hay que bajar de nivel, con lo cual justificaba el tiempo gastado en sus argucias de contrabandista. En realidad, nunca habían vivido mejor desde la muerte de Clara, porque por primera vez había alguien en la casa que se preocupaba de la organización doméstica y disponía lo que iba a parar en la olla. De Las Tres Marías llegaban regularmente cajones de alimentos que Blanca escondía. La primera vez se pudrió casi todo y la pestilencia salió de los cuartos cerrados, ocupó la casa y se desparramó por el barrio. Jaime sugirió a su hermana que donara, cambiara o vendiera los productos perecibles, pero Blanca se negó a compartir sus tesoros. Alba comprendió entonces que su madre, que hasta entonces parecía ser la única persona equilibrada de la familia, también tenía sus locuras. Abrió un boquete en el muro de la despensa, por donde sacaba en la misma medida en que Blanca almacenaba. Aprendió a hacerlo con tanto cuidado para que no se notara, robando el azúcar, el arroz y la harina por tazas, rompiendo los quesos y desparramando las frutas secas para que pareciera obra de los ratones, que Blanca se demoró más de cuatro meses en sospechar. Entonces hizo un inventario escrito de lo que tenía en la bodega y marcaba con cruces lo que sacaba para el uso de la casa, convencida que así descubriría al ladrón. Pero Alba aprovechaba el menor descuido de su madre para hacerle cruces en la lista, de modo que al final Blanca estaba tan confundida que no sabía si se había equivocado al contabilizar, si en la casa comían tres veces más de lo que ella calculaba o si era cierto que en ese maldito caserón todavía circulaban almas errantes.
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