Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Los acontecimientos se precipitaron en los últimos meses antes de la elección. En todas las murallas estaban los retratos de los candidatos, tiraron volantes desde el aire con aviones y taparon las calles con una basura impresa que caía como nieve del cielo, las radios aullaban las consignas políticas y se cruzaron las apuestas más descabelladas entre los partidarios de cada bando. En las noches salían los jóvenes en pandillas para tomar por asalto a sus enemigos ideológicos. Se organizaron concentraciones multitudinarias para medir la popularidad de cada Partido y con cada una se atochaba la ciudad y se apiñaba la gente en igual medida. Alba estaba eufórica, pero Miguel le explicó que la elección era una bufonada y que cualquiera que ganara daba lo mismo, porque se trataba de la misma jeringa con distinto bitoque y que la revolución no se podía hacer desde las urnas electorales, sino con la sangre del pueblo. La idea de una revolución pacífica en democracia y con plena libertad era un contrasentido.

— ¡Ese pobre muchacho está loco! — exclamó Jaime cuando Alba se lo contó -. Vamos a ganar y tendrá que tragarse sus palabras.

Hasta ese momento, Jaime había conseguido eludir a Miguel. No quería conocerlo. Unos secretos e inconfesables celos lo atormentaban. Había ayudado a nacer a Alba y la había tenido mil veces sentada en sus rodillas, le había enseñado a leer, le había pagado el colegio y celebrado todos sus cumpleaños, se sentía como su padre y no podía evitar la inquietud que le producía verla convertida en mujer. Había notado el cambio en los últimos años y se engañaba con falsos argumentos, a pesar de que su experiencia cuidando a otros seres humanos le había enseñado que sólo el conocimiento del amor puede dar ese esplendor a una mujer. De la noche a la mañana había visto madurara Alba, abandonando las formas imprecisas de la adolescencia, para acomodarse en su nuevo cuerpo de mujer satisfecha y apacible. Esperaba con absurda vehemencia que el enamoramiento de su sobrina fuera un sentimiento pasajero, porque en el fondo no quería aceptar que necesitara a otro hombre más que a él. Sin embargo, no pudo seguir ignorando a Miguel. En esos días, Alba le contó que su hermana estaba enferma.

— Quiero que hables con Miguel, tío. Él te va a contar de su hermana. ¿Harías eso por mí? — pidió Alba.

Cuando Jaime conoció a Miguel, en un cafetín del barrio, toda su suspicacia no pudo impedir que una oleada de simpatía lo hiciera olvidar su antagonismo, porque el

hombre que tenía al frente revolviendo nerviosamente su café no era el extremista petulante y matón que había esperado, sino un joven conmovido y tembloroso, que mientras explicaba los síntomas de la enfermedad de su hermana, luchaba contra las lágrimas que nublaban sus ojos.

— Llévame a verla–dijo Jaime.

Miguel y Alba lo condujeron al barrio bohemio. En pleno centro, a escasos metros de los edificios modernos de acero y cristal, habían surgido en la ladera de una colina las empinadas calles de los pintores, ceramistas, escultores. Allí habían hecho sus madrigueras dividiendo las antiguas casas en minúsculos estudios. Los talleres de los artesanos se abrían al cielo por los techos vidriados y en los oscuros cuchitriles sobrevivían los artistas en un paraíso de grandezas y miserias. En las callecitas jugaban niños confiados, hermosas mujeres con largas túnicas cargaban a sus criaturas en la espalda o afirmadas en las caderas y los hombres barbudos, somnolientos, indiferentes, veían pasar la vida sentados en las esquinas y en los umbrales de las puertas. Se detuvieron frente a una casa estilo francés decorada como una torta de crema con angelotes en los frisos. Subieron por una escalera estrecha, construida como salida de emergencia en caso de incendio, y que las numerosas divisiones del edificio había transformado en el único acceso. A medida que ascendían, la escalera se doblaba sobre sí misma y los envolvía un penetrante olor a ajo, marihuana y trementina. Miguel se detuvo en el último piso, frente a una puerta angosta pintada de naranja, sacó una llave y abrió. Jaime y Alba creyeron entrar a una pajarera. La habitación era redonda, coronada por una absurda cúpula bizantina y rodeada de vidrios, desde los cuales se podía pasear la vista por los techos de la ciudad y sentirse muy cerca de las nubes. Las palomas habían anidado en el alféizar de las ventanas y contribuido con sus excrementos y sus plumas al jaspeado de los vidrios. Sentada en una silla frente a la única mesa, había una mujer con una bata adornada con un triste dragón en hilachas bordado sobre el pecho. Jaime necesitó unos segundos para reconocerla.

Amanda… Amanda… — balbuceó.

No había vuelto a verla desde hacía más de veinte años, cuando el amor que los dos sentían por Nicolás pudo más que el que se tenían entre ellos. En ese tiempo el joven atlético, moreno, con el pelo engominado y siempre húmedo, que se paseaba leyendo en alta voz sus tratados de medicina, se había transformado en un hombre ligeramente encorvado por el hábito de inclinarse sobre las camas de los enfermos, con el cabello gris, un rostro grave y gruesos lentes con montura metálica, pero básicamente era la misma persona. Para reconocer a Amanda, sin embargo, se necesitaba haberla amado mucho. Se veía mayor que los años que podía tener, estaba muy delgada, casi en los huesos, su piel macilenta y amarilla y las manos muy descuidadas, con los dedos teñidos de nicotina. Sus ojos estaban abotagados, sin brillo, enrojecidos, con las pupilas dilatadas, lo que le daba un aspecto desvalido y aterrorizado. No vio a Jaime ni a Alba, sólo tuvo ojos para Miguel. Trató de levantarse, tropezó y se tambaleó. Su hermano se acercó y la sostuvo, apretándola contra su pecho.

— ¿Se conocían? — preguntó Miguel extrañado.

— Sí, hace mucho tiempo–dijo Jaime.

Pensó que era inútil hablar del pasado y que Miguel y Alba eran muy jóvenes para comprender la sensación de pérdida irremediable que él sentía en ese momento. De una plumada se había borrado la imagen de la gitana que había guardado todos esos años en su corazón, único amor en la soledad de su destino. Ayudó a Miguel a tender a

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sujetó la bata con las manos, defendiéndose débilmente y balbuceando incoherencias. Estaba sacudida por temblores convulsivos y acezaba como perro cansado. Alba la observó horrorizada y sólo cuando Amanda estuvo acostada, quieta y con los ojos cerrados, reconoció a la mujer que sonreía en la pequeña fotografía que Miguel siempre llevaba en su billetera. Jaime le habló con una voz desconocida y poco a poco consiguió tranquilizarla, la acarició con gestos tiernos y paternales como los que empleaba a veces con los animales, hasta que la enfermase relajó y permitió que subiera las mangas de la vieja bata china. Aparecieron sus brazos esqueléticos y Alba vio que tenía millares de minúsculas cicatrices, moretones, pinchazos, algunos infectados y supurando pus. Luego descubrió sus piernas y sus muslos estaban también torturados. Jaime la observó con tristeza, comprendiendo en ese instante el abandono, los años de miseria, los amores frustrados y el terrible camino que esa mujer había recorrido hasta llegar al punto de desesperanza donde se encontraba. La recordó cómo era en su juventud, cuando lo deslumbraba con el revoloteo de su pelo, la sonajera de sus abalorios, su risa de campana y su candor para abrazar ideas disparatadas y perseguir las ilusiones. Se maldijo por haberla dejado ir y por todo ese tiempo perdido para ambos.

— Hay que internarla. Sólo una cura de desintoxicación podrá salvarla–dijo-. Sufrirá mucho–agregó.

La conspiración Capítulo XII

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