Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Tal como había pronosticado el Candidato, los socialistas, aliados con el resto de los partidos de izquierda, ganaron las elecciones presidenciales. El día de la votación transcurrió sin incidentes en una luminosa mañana de septiembre. Los de siempre, acostumbrados al poder desde tiempos inmemoriales, aunque en los últimos años habían visto debilitarse mucho sus fuerzas, se prepararon para celebrar el triunfo con semanas de anticipación. En las tiendas se terminaron los licores, en los mercados se agotaron los mariscos frescos y las pastelerías trabajaron doble turno para satisfacer la demanda de tortas y pasteles. En el Barrio Alto no se alarmaron al oír los resultados de los cómputos parciales en las provincias, que favorecían a la izquierda, porque todo el mundo sabía que los votos de la capital eran decisivos. El senador Trueba siguió la votación desde la sede de su Partido, con perfecta calma y buen humor, riéndose con petulancia cuando alguno de sus hombres se ponía nervioso por el avance indisimulable del candidato de la oposición. En anticipación al triunfo, había roto su duelo riguroso poniéndose una rosa roja en el ojal de la chaqueta. Lo entrevistaron por televisión y todo el país pudo escucharlo: «Ganaremos los de siempre», dijo soberbiamente, y luego invitó a brindar por el «defensor de la democracia».
En la gran casa de la esquina, Blanca, Alba y los empleados estaban frente al televisor, sorbiendo té, comiendo tostadas y anotando los resultados para seguir de cerca la carrera final, cuando vieron aparecer al abuelo en la pantalla, más anciano y testarudo que nunca.
— Le va a dar un yeyo–dijo Alba-. Porque esta vez van a ganar los otros.
Pronto fue evidente para todos que sólo un milagro cambiaría el resultado que se iba perfilando a lo largo de todo el día. En las señoriales residencias blancas, azules y amarillas del Barrio Alto, comenzaron a cerrar las persianas, a trancar las puertas y a retirar apresuradamente las banderas y los retratos de su candidato, que se habían anticipado a poner en los balcones. Entretanto, de las poblaciones marginales y de los barrios obreros salieron a la calle familias enteras, padres, niños, abuelos, con su ropa de domingo, marchando alegremente en dirección al centro. Llevaban radios portátiles para oír los últimos resultados. En el Barrio Alto, algunos estudiantes, inflamados de idealismo, hicieron una morisqueta a sus parientes congregados alrededor del televisor con expresión fúnebre, y se volcaron también a la calle. De los cordones industriales llegaron los trabajadores en ordenadas columnas, con los puños en alto, cantando los versos de la campaña. En el centro se juntaron todos, gritando como un solo hombre que el pueblo unido jamás será vencido. Sacaron pañuelos blancos y esperaron. A medianoche se supo que había ganado la izquierda. En un abrir y cerrar de ojos, los grupos dispersos se engrosaron, se hincharon, se extendieron y las calles se llenaron de gente eufórica que saltaba, gritaba, se abrazaba y reía. Prendieron antorchas y el desorden de las voces y el baile callejero se transformó en una jubilosa y disciplinada comparsa que comenzó a avanzar hacia las pulcras avenidas de la burguesía. Y entonces se vio el inusitado espectáculo de la gente del pueblo, hombres con sus zapatones de la fábrica, mujeres con sus hijos en los brazos, estudiantes en mangas de camisa, paseando tranquilamente por la zona reservada y preciosa donde muy pocas veces se habían aventurado y donde eran extranjeros. El clamor de sus cantos.
sus pisadas y el resplandor de sus antorchas penetraron al interior de las casas cerradas y silenciosas, donde temblaban los que habían terminado por creer en su propia campaña de terror y estaban convencidos que la poblada los iba a despedazar o, en el mejor de los casos, despojarlos de sus bienes y enviarlos a Siberia. Pero la rugiente multitud no forzó ninguna puerta ni pisoteó los perfectos jardines. Pasó alegremente sin tocar los vehículos de lujo estacionados en la calle, dio vuelta por las plazas y los parques que nunca había pisado, se detuvo maravillada ante las vitrinas del comercio, que brillaban como en Navidad y donde se ofrecían objetos que no sabía siquiera qué uso tenían y siguió su ruta apaciblemente. Cuando las columnas pasaron frente a su casa, Alba salió corriendo y se mezcló con ellas cantando a voz en cuello. Toda la noche estuvo desfilando el pueblo alborozado. En las mansiones las botellas de champán quedaron cerradas, las langostas languidecieron en sus bandejas de plata y las tortas se llenaron de moscas.
Al amanecer, Alba divisó en el tumulto que ya empezaba a dispersarse la inconfundible figura de Miguel, que iba gritando con una bandera en las manos. Se abrió paso hasta él, llamándolo inútilmente, porque no podía oírla en medio de la algarabía. Cuando se puso al frente y Miguel la vio, pasó la bandera al que estaba más cerca y la abrazó, levantándola del suelo. Los dos estaban en el límite de sus fuerzas y mientras se besaban, lloraban de alegría.
— ¡Te dije que ganaríamos por las buenas, Miguel! — rió Alba.
— Ganamos, pero ahora hay que defender el triunfo–replicó.
Al día siguiente, los mismos que habían pasado la noche en vela aterrorizados en sus casas salieron como una avalancha enloquecida y tomaron por asalto los bancos, exigiendo que les entregaran su dinero. Los que tenían algo valioso, preferían guardarlo debajo del colchón o enviarlo al extranjero. En veinticuatro horas, el valor de la propiedad disminuyó a menos de la mitad y todos los pasajes aéreos se agotaron en la locura de salir del país antes que llegaran los soviéticos a poner alambres de púas en la frontera. El pueblo que había desfilado triunfante fue a ver a la burguesía que hacía cola y peleaba en las puertas de los bancos y se rió a carcajadas. En pocas horas el país se dividió en dos bandos irreconciliables y la división comenzó a extenderse entre todas las familias.
El senador Trueba pasó la noche en la sede de su Partido, retenido a la fuerza por sus seguidores, que estaban seguros que si salía a la calle la multitud no iba a tener dificultad alguna en reconocerlo y lo colgaría de un poste.'Iirueba estaba más sorprendido que furioso. No podía creer lo que había ocurrido, a pesar de que llevaba muchos años repitiendo la cantinela de que el país estaba lleno de marxistas. No se sentía deprimido, por el contrario. En su viejo corazón de luchador aleteaba una emoción exaltada que no sentía desde su juventud.
— Una cosa es ganar la elección y otra muy distinta es ser Presidente–dijo misteriosamente a sus llorosos correligionarios.
La idea de eliminar al nuevo Presidente, sin embargo, no estaba todavía en la mente de nadie, porque sus enemigos estaban seguros que acabarían con él por la misma vía legal que le había permitido triunfar. Eso era lo que Trueba estaba pensando. Al día siguiente, cuando fue evidente que no había que temer de la muchedumbre enfiestada, salió de su refugio y se dirigió a una casa campestre en los alrededores de la ciudad, donde se llevó a cabo un almuerzo secreto. Allí se juntó con otros políticos, algunos militares y con los gringos enviados por el servicio de inteligencia, para trazar el plan que tumbaría al nuevo gobierno: la desestabilización económica, como llamaron al sabotaje.
Aquélla era una casona de estilo colonial rodeada por un patio de adoquines. Al llegar el senador Trucha ya había varios coches estacionados. Lo recibieron efusivamente, porque era uno de los líderes indiscutidos de la derecha y porque él, previniendo lo que se avecinaba, había hecho los contactos necesarios con meses de anticipación. Después de la comida: corvina fría con salsa de palta, lechón asado en brandy y mousse de chocolate, despidieron a los mozos y trancaron las puertas del salón. Allí trazaron a grandes líneas su estrategia y después, de pie, hicieron un brindis por la patria. Todos ellos, menos los extranjeros, estaban dispuestos a arriesgar la mitad de su fortuna personal en la empresa, pero sólo el viejo Trucha estaba dispuesto a dar también la vida.
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