Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Esteban propuso llevar a toda la familia al campo, para preservarla del contagio, pero Clara no quiso oír hablar del asunto. Estaba muy ocupada socorriendo a los pobres en una tarea que no tenía principio ni fin. Salía muy temprano y a veces llegaba cerca de la medianoche. Vació los armarios de la casa, quitó la ropa a los niños, las frazadas de las camas, las chaquetas a su marido. Sacaba la comida de la despensa y estableció un sistema de envíos con Pedro Segundo García, quien mandaba desde Las Tres Marías quesos, huevos, cecinas, frutas, gallinas, que ella distribuía entre sus necesitados. Adelgazó y se veía demacrada. En las noches volvió a caminar sonámbula.

La ausencia de Férula se sintió como un cataclismo en la casa y hasta la Nana, que siempre había deseado que ese momento llegara algún día, se conmovió. Cuando comenzó la primavera y Clara pudo descansar un poco, aumentó su tendencia a evadir la realidad y perderse en el ensueño. Aunque ya no contaba con la impecable organización de su cuñada para barajar el caos de la gran casa de la esquina, se despreocupó de las cosas domésticas. Delegó todo en manos de la Nana y de los otros empleados y se sumió en el mundo de los aparecidos y de los experimentos psíquicos. Los cuadernos de anotar la vida se embrollaron, su caligrafía perdió la elegancia de convento, que siempre tuvo, y degeneró en unos trazos despachurrados que a veces eran tan minúsculos que no se podían leer y otras tan grandes que tres palabras llenaban la página.

En los años siguientes se juntó alrededor de Clara y las tres hermanas Mora un grupo de estudiosos de Gourdieff, de rosacruces, de espiritistas y de bohemios trasnochados que hacían tres comidas diarias en la casa y que alternaban su tiempo entre consultas perentorias a los espíritus de la mesa de tres patas y la lectura de los versos del último poeta iluminado que aterrizaba en el regazo de Clara. Esteban permitía esa invasión de estrafalarios; porque hacía mucho tiempo que se dio cuenta que era inútil interferir en la vida de su mujer. Decidió que por lo menos los niños varones debían estar al margen de la magia, de modo que Jaime y Nicolás fueron internos a un colegio inglés victoriano, donde cualquier pretexto era bueno para bajarles los pantalones y darles varillazos por el trasero, especialmente a Jaime, que se burlaba de la familia real británica y a los doce años estaba interesado en leer a Marx, un judío que provocaba revoluciones en todo el mundo. Nicolás heredó el espíritu aventurero del tío abuelo Marcos y la propensión de fabricar horóscopos y descifrar el futuro de su madre, pero eso no constituía un delito grave en la rígida formación del colegio, sino sólo una excentricidad, así es que el joven fue mucho menos castigado que su hermano.

El caso de Blanca era diferente, porque su padre no intervenía en su educación. Consideraba que su destino era casarse y brillar en sociedad, donde la facultad de comunicarse con los muertos, si se mantenía en un tono frívolo, podría ser una atracción. Sostenía que la magia, como la religión y la cocina, era un asunto propiamente femenino y tal vez por eso era capaz de sentir simpatía por las tres hermanas Mora, en cambio detestaba a los espirituados de sexo masculino casi tanto como a los curas. Por su parte, Clara andaba para todos lados con su hija pegada a sus faldas, la incitaba a las sesiones de los viernes y la crió en estrecha familiaridad con las ánimas, con los miembros de las sociedades secretas y con los artistas misérrimos a quienes hacía de mecenas. Igual corno ella lo había hecho con su madre en tiempos de la mudez, llevaba ahora a Blanca a ver a los pobres, cargada de regalos y consuelos.

— Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija–explicaba a Blanca-. Pero no ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia.

Era en ese punto donde tenía las peores discusiones con Esteban, que tenía otra opinión al respecto.

— ¡Justicia! ¿Es justo que todos tengan lo mismo? ¿Los flojos lo mismo que los trabajadores? ¿Los tontos lo mismo que los inteligentes? ¡Eso no pasa ni con los animales! No es cuestión de ricos y pobres, sino de fuertes y débiles. Estoy de acuerdo en que todos debemos tener las mismas oportunidades, pero esa gente no hace ningún esfuerzo. ¡Es muy fácil estirar la mano y pedir limosna! Yo creo en el esfuerzo y en la recompensa. Gracias a esa filosofía he llegado a tener lo que tengo. Nunca he pedido un favor a nadie y no he cometido ninguna deshonestidad, lo que prueba que cualquiera puede hacerlo. Yo estaba destinado a ser un pobre infeliz escribiente de notaría. Por eso no aceptaré ideas bolcheviques en mi casa. ¡Vayan a hacer caridad en los conventillos, si quieren! Eso está muy bien: es bueno para la formación de las señoritas. ¡Pero no me vengan con las mismas estupideces de Pedro Tercero García, porque no lo voy a aguantar!

Era verdad, Pedro Tercero García estaba hablando de justicia en Las Tres Marías. Era el único que se atrevía a desafiar al patrón, a pesar de las zurras que le había dado su padre, Pedro Segundo García, cada vez que lo sorprendía. Desde muy joven el muchacho hacía viajes sin permiso al pueblo para conseguir libros prestados, leer los periódicos y conversar con el maestro de la escuela, un comunista ardiente a quien años más tarde lo matarían de un balazo entre los ojos. También se escapaba en las noches al bar de San Lucas donde se reunía con unos sindicalistas que tenían la manía de componer el mundo entre sorbo y sorbo de cerveza, o con el gigantesco y magnífico padre José Dulce María, un sacerdote español con la cabeza llena de ideas revolucionarias que le valieron ser relegado por la Compañía de Jesús a aquel perdido rincón del mundo, pero ni por eso renunció a transformar las parábolas bíblicas en panfletos socialistas. El día que Esteban Trueba descubrió que el hijo de su administrador estaba introduciendo literatura subversiva entre sus inquilinos, lo llamó a su despacho y delante de su padre le dio una tunda de azotes con su fusta de cuero de culebra.

— ¡Éste es el primer aviso, mocoso de mierda! — le dijo sin levantar la voz y mirándolo con ojos de fuego-. La próxima vez que te encuentre molestándome a la gente, te meto preso. En mi propiedad no quiero revoltosos, porque aquí mando yo y tengo derecho a rodearme de la gente que me gusta. Tú no me gustas, así es que ya sabes. Te aguanto por tu padre, que me ha servido lealmente durante muchos años, pero anda con cuidado, porque puedes acabar muy mal. ¡Retírate!

Pedro Tercero García era parecido a su padre, moreno, de facciones duras, esculpidas en piedra, con grandes ojos tristes, pelo negro y tieso cortado como un

cepillo. Tenía sólo dos amores, su padre y la hija del patrón, a quien amó desde el día en que durmieron desnudos debajo de la mesa del comedor, en su tierna infancia. Y Blanca no se libró de la misma fatalidad. Cada vez que iba de vacaciones al campo y llegaba a Las Tres Marías en medio de la polvareda provocada por los coches cargados con el tumultoso equipaje, sentía el corazón batiéndole como un tambor africano de impaciencia y de ansiedad. Ella era la primera en saltar del vehículo y echar a correr hacia la casa, y siempre encontraba a Pedro Tercero García en el mismo sitio donde se vieron por primera vez, de pie en el umbral, medio oculto por la sombra de la puerta, tímido y hosco, con sus pantalones raídos, descalzo, sus ojos de viejo escrutando el camino para verla llegar. Los dos corrían, se abrazaban, se besaban, se reían, se daban trompadas cariñosas y rodaban por el suelo tirándose de los pelos y gritando de alegría.

— ¡Párate, chiquilla! ¡Deja a ese rotoso! — chillaba la Nana procurando separarlos.

— Déjalos, Nana, son niños y se quieren–decía Clara, que sabía más.

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