Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Pero la realidad era diferente, Clara parecía andar volando en aeroplano, como su tío Marcos, desprendida del suelo firme, buscando a Dios en disciplinas tibetanas, consultando a los espíritus con mesas de tres patas que daban golpecitos, dos para sí, tres para no, descifrando mensajes de otros mundos que podían indicarle hasta el
estado de las lluvias. Una vez anunciaron que había un tesoro escondido debajo de la chimenea y ella hizo primero tumbar el muro, pero no apareció, luego la escalera, tampoco, enseguida la mitad del salón principal, nada. Por último resultó que el espíritu, confundido con las modificaciones arquitectónicas que ella había hecho en la casa, no reparó en que el escondite de los doblones de oro no estaba en la mansión de los Trueba, sino al otro lado de la calle, en la casa de los Ugarte, quienes se negaron a echar abajo el comedor, porque no creyeron el cuento del fantasma español. Clara no era capaz de hacer las trenzas a Blanca para ir al colegio, de eso se encargaban Férula o la Nana, pero tenía con ella una estupenda relación basada en los mismos principios de la que ella había tenido con Nívea, se contaban cuentos, leían los libros mágicos de los baúles encantados, consultaban los retratos de familia, se pasaban anécdotas de los tíos a los que se les escapan ventosidades y los ciegos que se caen como gárgolas de los álamos, salían a mirar la cordillera y a contar las nubes, se comunicaban en un idioma inventado que suprimía la te al castellano y la reemplazaba por ene y la erre por ele, de modo que quedaban hablando igual que el chino de la tintorería. Entretanto Jaime y Nicolás crecían separados del binomio femenino, de acuerdo con el principio de aquellos tiempos de que «hay que hacerse hombres». Las mujeres, en cambio, nacían con su condición incorporada genéticamente y no tenían necesidad de adquirirla con los avatares de la vida. Los mellizos se hacían fuertes y brutales en los juegos propios de su edad, primero cazando lagartijas para rebanarles la cola, ratones para hacerlos correr carreras y mariposas para quitarles el polvo de las alas y, más tarde, dándose puñetazos y patadas de acuerdo a las instrucciones del mismo chino de la tintorería, que era un adelantado para su época y que fue el primero en llevar al país el conocimiento milenario de las artes marciales, pero nadie le hizo caso cuando demostró que podía partir ladrillos con la mano y quiso poner su propia academia, por eso terminó lavando ropa ajena. Años más tarde, los mellizos terminaron de hacerse hombres escapando del colegio para meterse en el sitio baldío del basural, donde cambiaban los cubiertos de plata de su madre por unos minutos de amor prohibido con una mujerona inmensa que podía acunarlos a los dos en sus pechos de vaca holandesa, ahogarlos a los dos en la pulposa humedad de sus axilas, aplastarlos a los dos con sus muslos de elefante y elevarlos a los dos a la gloria con la cavidad oscura, jugosa, caliente, de su sexo. Pero eso no fue hasta mucho más tarde y Clara nunca lo supo, de modo que no pudo anotarlo en sus cuadernos para que yo lo leyera algún día. Me enteré por otros conductos.
A Clara no le interesaban los asuntos domésticos. Vagaba por las habitaciones sin extrañarse de que todo estuviera en perfecto estado de orden y de limpieza. Se sentaba a la mesa sin preguntarse quién preparaba la comida o dónde se compraban los alimentos, le daba igual quién la sirviera, olvidaba los nombres de los empleados y a veces hasta de sus propios hijos, sin embargo, parecía estar siempre presente, como un espíritu benéfico y alegre, a cuyo paso echaban a andar los relojes. Se vestía de blanco, porque decidió que era el único color que no alteraba su aura, con los trajes sencillos que le hacía Férula en la máquina de coser y que prefería a los atuendos con volantes y pedrerías que le regalaba su marido, con el propósito de deslumbrarla y verla a la moda.
Esteban sufría arrebatos de desesperación, porque ella lo trataba con la misma simpatía con que trataba a todo el mundo, le hablaba en el tono mimoso con que acariciaba a los gatos, era incapaz de darse cuenta si estaba cansado, triste, eufórico o con ganas de hacer el amor, en cambio le adivinaba por el color de sus irradiaciones cuándo estaba tramando alguna bellaquería y podía desarmarle una rabieta con un par de frases burlonas. Lo exasperaba que Clara nunca parecía estar realmente agradecida de nada y nunca necesitaba algo que él pudiera darle. En el lecho era distraída y
risueña como en todo lo demás, relajada y simple, pero ausente. Sabía que tenía su cuerpo para hacer todas las gimnasias aprendidas en los libros que escondía en un compartimiento de la biblioteca, pero hasta los pecados más abominables con Clara parecían retozos de recién nacido, porque era imposible salpicarlos con la sal de un mal pensamiento o la pimienta de la sumisión. Enfurecido, en algunas ocasiones Trueba volvió a sus antiguos pecados y tumbaba a una campesina robusta entre los matorrales durante las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños en la capital y él tenía que hacerse cargo del campo, pero el asunto, lejos de aliviarlo, le dejaba un mal sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialmente porque si se lo hubiera contado a su mujer, sabía que se habría escandalizado por el maltrato a la otra, pero en ningún caso por su infidelidad. Los celos, como muchos otros sentimientos propiamente humanos, a Clara no le incumbían. También fue al Farolito Rojo dos o tres veces, pero dejó de hacerlo porque ya no funcionaba con las prostitutas y tenía que tragarse la humillación con pretextos mascullados de que había tomado mucho vino, de que le cayó mal el almuerzo, de que hacía varios días que andaba resfriado. No volvió, sin embargo, a visitar a Tránsito Soto, porque presentía que ella contenía en sí misma el peligro de la adicción. Sentía un deseo insatisfecho bulléndole en las entrañas, un fuego imposible de apagar, una sed de Clara que nunca, ni aun en las noches más fogosas y prolongadas, conseguía saciar. Se dormía extenuado, con el–corazón–a punto de estallarle en el pecho, pero hasta en sus sueños estaba consciente de que la mujer que reposaba a su lado no estaba allí, sino en una dimensión desconocida a la que él jamás podría llegar. A veces perdía la paciencia y sacudía furioso a Clara, le gritaba los peores reclamos y terminaba llorando en su regazo y pidiendo perdón por su brutalidad. Clara comprendía, pero no podía remediarlo. El amor desmedido de Esteban Trueba por Clara fue sin duda el sentimiento más poderoso de su vida, mayor incluso que la rabia y el orgullo y medio siglo más tarde seguía invocándolo con el mismo estremecimiento y la misma urgencia. En su lecho de anciano la llamaría hasta el fin de sus días.
Las intervenciones de Férula agravaron el estado de ansiedad en que se debatía Esteban. Cada obstáculo que su hermana atravesaba entre Clara y él, lo ponía fuera de sí. Llegó a detestar a sus propios hijos porque absorbían la atención de la madre, se llevó a Clara a una segunda luna de miel en los mismos sitios de la primera, se escapaban a hoteles por el fin de semana, pero todo era inútil. Se convenció de que la culpa de todo la tenía Férula, que había sembrado en su mujer un germen maléfico que le impedía amarlo y que, en cambio, robaba con caricias prohibidas lo que le pertenecía como marido. Se ponía lívido cuando sorprendía a Férula bañando a Clara, le quitaba la esponja de las manos, la despedía con violencia y sacaba a Clara del agua prácticamente en vilo, la zarandeaba, le prohibía que volviera a dejarse bañar, porque a su edad eso era un vicio, y terminaba secándola él, arropándola en su bata y llevándola a la cama con la sensación de que hacía el ridículo. Si Férula servía a su mujer una taza de chocolate, se la arrebataba de las manos con el pretexto de que la trataba como a una inválida, si le daba un beso de buenas noches, la apartaba de un manotazo diciendo que no era bueno besuquearse, si le elegía los mejores trozos de la bandeja, se separaba de la mesa enfurecido. Los dos hermanos llegaron a ser rivales declarados, se medían con miradas de odio, inventaban argucias para descalificarse mutuamente a los ojos de Clara, se espiaban; se celaban. Esteban descuidó de ir al campo y puso a Pedro Segundo García a cargo de todo, incluso de las vacas importadas, dejó de salir con sus amigos, de ir a jugar al golf, de trabajar, para vigilar día y noche los pasos de su hermana y plantársele al frente cada vez que se acercaba a Clara. La atmósfera de la casa se hizo irrespirable, densa y sombría y hasta la Nana
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