Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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andaba como espirituada. La única que permanecía ajena por completo a lo que estaba sucediendo, era Clara, que en su distracción e inocencia, no se daba cuenta de nada.
El odio de Esteban y Férula demoró mucho tiempo en estallar. Empezó como un malestar disimulado y un deseo de ofenderse en los pequeños detalles, pero fue creciendo hasta que ocupó toda la casa. Ese verano Esteban tuvo que ir a Las Tres Marías porque justamente en el momento de la cosecha, Pedro Segundo García se cayó del caballo y fue a parar con la cabeza rota al hospital de las monjas. Apenas se recuperó su administrador, Esteban regresó a la capital sin avisar. En el tren iba con un presentimiento atroz, con un deseo inconfesado de que ocurriera algún drama, sin saber que el drama ya había comenzado cuando él lo deseó. Llegó a la ciudad a media tarde, pero se fue directamente al Club, donde jugó unas partidas de brisca y cenó, sin conseguir calmar su inquietud y su impaciencia, aunque no sabía lo que estaba esperando. Durante la cena hubo un ligero temblor de tierra, las lámparas de lágrimas se bambolearon con el usual campanilleo del cristal, pero nadie levantó la vista, todos siguieron comiendo y los músicos tocando sin perder ni una nota, excepto Esteban Trueba, que se sobresaltó como si aquello hubiera sido un aviso. Terminó de comer aprisa, pidió la cuenta y salió.
Férula, que en general tenía sus nervios bajo control, nunca había podido habituarse a los temblores. Llegó a perder el miedo a los fantasmas que Clara invocaba y a los ratones en el campo, pero los temblores la conmovían hasta los huesos y mucho después que habían pasado ella seguía estremecida. Esa noche todavía no se había acostado y corrió a la pieza de Clara, que había tomado su infusión de tilo y estaba durmiendo plácidamente. Buscando un poco de compañía y calor, se acostó a su lado procurando no despertarla y murmurando oraciones silenciosas para que aquello no fuera a degenerar en un terremoto. Allí la encontró Esteban Trueba. Entró a la casa tan sigiloso como un bandido, subió al dormitorio de Clara sin encender las luces y apareció como una tromba ante las dos mujeres amodorradas, que lo creían en Las Tres Marías. Se abalanzó sobre su hermana con la misma rabia con que lo hubiera hecho si fuera el seductor de su esposa y la sacó de la cama a tirones, la arrastró por el pasillo, la bajó a empujones por la escalera y la introdujo a viva fuerza en la biblioteca mientras Clara, desde la puerta de su habitación clamaba sin comprender lo que había ocurrido. A solas con Férula, Esteban descargó su furia de marido insatisfecho y gritó a su hermana lo que nunca debió decirle, desde marimacho hasta meretriz, acusándola de pervertir a su mujer, de desviarla con caricias de solterona, de volverla lunática, distraída, muda y espiritista con artes de lesbiana, de refocilarse con ella en su ausencia, de manchar hasta el nombre de los hijos, el honor de la casa y la memoria de su santa madre, que ya estaba harto de tanta maldad y que la echaba de su casa, que se fuera inmediatamente, que no quería volver a verla nunca más y le prohibía que se acercara a su mujer y a sus hijos, que no le faltaría dinero para subsistir con decencia mientras él viviera, tal como se lo había prometido una vez, pero que si volvía a verla rondando a su familia, la iba a matar, que se lo metiera adentro de la cabeza. ¡Te juro por nuestra madre que te mato!
— ¡Te maldigo, Esteban! — le gritó Férula-. ¡Siempre estarás solo, se te encogerá el alma y el cuerpo y te morirás como un perro!
Y salió para siempre de la gran casa de la esquina, en camisa de dormir y sin llevar nada consigo.
Al día siguiente Esteban Trueba se fue a ver al padre Antonio y le contó lo que había pasado, sin dar detalles. El sacerdote le escuchó blandamente con la impasible mirada de quien ya había oído antes el cuento.
— ¿Qué deseas de mí, hijo mío? — preguntó cuando Esteban terminó de hablar.
— Que le haga llegar a mi hermana todos los meses un sobre que yo le entregaré. No quiero que tenga necesidades económicas. Y le aclaro que no lo hago por cariño sino por cumplir una promesa.
El padre Antonio recibió el primer sobre con un suspiro y esbozó el gesto de dar la bendición, pero Esteban ya había dado media vuelta y salía. No dio ninguna explicación a Clara de lo que había ocurrido entre su hermana y él. Le anunció que la había echado de la casa, que le prohibía volver a mencionarla en su presencia y le sugirió que si tenía algo de decencia, tampoco la mencionara a sus espaldas. Hizo sacar su ropa y todos los objetos que pudieran recordarla y se hizo el ánimo de que había muerto.
Clara comprendió que era inútil hacerle preguntas. Fue al costurero a buscar su péndulo, que le servía para comunicarse con los fantasmas y que usaba como instrumento de concentración. Extendió un mapa de la ciudad en el suelo y sostuvo el péndulo a medio metro y esperó que las oscilaciones le indicaran la dirección de su cuñada, pero después de intentarlo durante toda la tarde, se dio cuenta que el sistema no resultaría si Férula no tenía un domicilio fijo. Ante la ineficacia del péndulo para ubicarla, salió a vagar en coche, esperando que su instinto la guiara, pero tampoco esto dio resultado.
Consultó la mesa de tres patas sin que ningún espíritu baqueano apareciera para conducirla donde Férula a través de los vericuetos de la ciudad, la llamó con el pensamiento y no obtuvo respuesta y tampoco las cartas del Tarot la iluminaron. Entonces decidió recurrir a los métodos tradicionales y comenzó a buscarla entre las amigas, interrogó a los proveedores y a todos los que tenían tratos con ella, pero nadie la había vuelto a ver. Sus averiguaciones la llevaron por último donde el padre Antonio.
— No la busque más, señora dijo el sacerdote-. Ella no quiere verla.
Clara comprendió que ésa era la causa por la cual no habían funcionado ninguno de sus infalibles sistemas de adivinación.
— Las hermanas Mora tenían razón–se dijo-. No se puede encontrar a quien no quiere ser encontrado.
Esteban Trueba entró en un período muy próspero. Sus negocios parecían tocados por una varilla mágica. Se sentía satisfecho de la vida. Era rico, tal como se lo había propuesto una vez. Tenía la concesión de otras minas, estaba exportando fruta al extranjero, formó una empresa constructora y Las Tres Marías, que había crecido mucho en tamaño, estaba convertida en el mejor fundo de la zona. No lo afectó la crisis económica que convulsionó al resto del país. En las provincias del Norte la quiebra de las salitreras había dejado en la miseria a miles de trabajadores. Las famélicas tribus de cesantes, que arrastraban a sus mujeres, sus hijos, sus viejos, buscando trabajo por los caminos, habían terminado por acercarse a la capital y lentamente formaron un cordón de miseria alrededor de la ciudad, instalándose de cualquier manera, entre tablas y pedazos de cartón, en medio de la basura y el abandono. Vagaban por las calles pidiendo una oportunidad para trabajar, pero no había trabajo para todos y poco a poco los rudos obreros, adelgazados por el hambre, encogidos por el frío, harapientos, desolados, dejaron de pedir trabajo y pidieron simplemente una limosna. Se llenó de mendigos. Y después de ladrones. Nunca se habían visto heladas más terribles que las de ese año. Hubo nieve en la capital, un espectáculo inusitado que se mantuvo en primera plana de los periódicos, celebrado como una noticia festiva, mientras en las poblaciones marginales amanecían los niños azules, congelados. Tampoco alcanzaba la caridad para tantos desamparados.
Ese fue el año del tifus exantemático. Comenzó como otra calamidad de los pobres y pronto adquirió características de castigo divino. Nació en los barrios de los indigentes, por culpa del invierno, de la desnutrición, del agua sucia de las acequias. Se juntó con la cesantía y se repartió por todas partes. Los hospitales no daban abasto. Los enfermos deambulaban por las calles con los ojos perdidos, se sacaban los piojos y se los tiraban a la gente sana. Se regó la plaga, entró a todos los hogares, infectó los colegios y las fábricas, nadie podía sentirse seguro. Todos vivían con miedo, escrutando los signos que anunciaban la terrible enfermedad. Los contagiados empezaban a tiritar con un frío de lápida en los huesos y a poco eran presas del estupor. Se quedaban como imbéciles, consumiéndose en la fiebre, llenos de manchas, cagando sangre, con delirios de fuego y de naufragio, cayéndose al suelo, los huesos de lana, las piernas de trapo y un gusto de bilis en la boca, el cuerpo en carne viva, una pústula roja al lado de otra azul y otra amarilla y otra negra, vomitando hasta las tripas y clamando a Dios que se apiade y que los deje morir de una vez, que no aguantan más, que la cabeza les revienta y el alma se les va en mierda y espanto.
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