Array Array - Atlas de geografía humana

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Cuando se abrió la puerta y una enfermera de aspecto apacible, una clásica madre de familia teñida de rubio, con la radiante sonrisa que uniformaba a todas las personas que trabajaban en aquel lugar, reclamó a la mujer triste por su nombre de pila —acompáñame, Socorro, tu hermana puede venir también, si quieres—, ella dejó escapar un quejido largo y puro, un ay que sonó exactamente así, ¡ay!, antes de levantarse. Entonces, sin pensar en lo que hacía, cogí a Marita de la mano, y ella estrechó la mía entre sus dedos, sin decir nada. Seguimos así, cogidas de la mano, durante casi una hora, hablando de tonterías, el verano, el viaje que más nos apetecería hacer, los libros que nos habían gustado últimamente, lo bueno y lo malo de comprarse un coche, y no sé lo que pensaría ella, pero yo estaba aterrada, creo que no he pasado más miedo en mi vida, y sólo podía pensar que todo aquello era siniestro, la blancura de las paredes, las sonrisas de aquellas mujeres de la bata blanca, la limpieza que se respiraba en cada objeto, siniestro, y temblaba sólo de pensar que algo pudiera salir mal, que Marita no se recuperara de aquella intervención tan sencilla —ni anestesia ni nada, me había dicho—, que la policía llamara al timbre cuando mi amiga estuviera a medias, tumbada sobre una camilla, absolutamente indefensa, a la pura merced del azar.

Como casi siempre ocurre, lo que sucedió a continuación fue mucho menos horrible que todo lo que había calculado previamente. Marita no perdió la calma en ningún momento. Con una fortaleza asombrosa, pagó cada sonrisa con sonrisas y no se quejó de dolor alguno, en ningún momento. Cuando la llamaron, se levantó sin vacilar e hizo sólo una pregunta.

—¿Puede pasar mi amiga conmigo?

Aquella fue la primera vez que me llamó amiga. Yo estuve a su lado, de pie, cogiéndola de la mano y hablando sin parar, mientras la miraba directamente a la cara para obligarla a devolverme la mirada y ahorrarle la tentación de estudiar el monitor situado a su izquierda. De repente, todo me pareció rápido, fácil e indoloro, demasiado técnico y complicado además corno para comprender a simple vista lo que estaba sucediendo. Entonces, la madre de familia teñida de rubio desconectó la pantalla y dijo que ya habíamos terminado. Media hora después, cuando Marita demostró que podía andar y hasta correr si hacía falta, ya estábamos en la calle.

Agradecí la bofetada de calor, ese aire reconcentrado, agotado de sí mismo, que sofoca las ciudades en las tardes de verano, como una indudable contraseña de la realidad, de esa libertad que había sentido misteriosamente perdida durante unas horas. De repente, me encontraba de tan buen humor que me habría atrevido a hacer cualquier cosa, cualquiera menos interpretar la expresión del

rostro de Marita, frío ahora, y duro, muy lejos del sereno alivio que yo, que jamás he tenido que pasar por un trago semejante, le había adjudicado sin pararme a pensarlo siquiera.

—Mi abuela tuvo a mi padre sola —dijo al principio, parada en la acera con un gesto de determinación casi fiero, los pies firmes y juntos contra el suelo, los puños cerrados dentro de los bolsillos del pantalón, y al principio no la entendí, no fui capaz de descifrar el brillo de sus ojos, la tensión de sus labios, que se curvaban hacia abajo como si su lengua retuviera aún el sabor de un líquido muy amargo—. Mi abuelo era un juez de la capital. Estuvo tres o cuatro años en el pueblo, la dejó preñada y se largó, pero ella pudo con todo. Yo también habría podido. Acabo de cumplir 23 años, estoy sana, soy fuerte, soy abogada…

Acerté a tender los dos brazos hacia delante un instante antes de que se desmoronara entre ellos, y sostuve a pulso su cuerpo pequeño, desmadejado y blando, como si todos sus huesos se hubieran fundido solos, de puro pesar, hasta que recuperó el control preciso para levantar primero la cabeza, el rostro deformado por el llanto, y luego los hombros, que no recuperaron del todo su tiesura mientras se apartaba de mí con la inseguridad de un bebé desorientado que intenta calcular si será capaz de dar dos pasos seguidos sin la ayuda de nadie. Durante unos pocos, larguísimos minutos, las dos seguimos así, clavadas en la acera, absolutamente inmóviles, ella intentando en vano recobrarse a sí misma, llorando todavía, yo contemplándola y reprochándome por dentro mi incapacidad para ayudarla, para tirar de ella hacia cualquier sitio mejor que aquél, cualquier lugar donde sus lágrimas perdieran la misteriosa facultad de inmovilizar mis piernas y mi imaginación de un solo golpe. La gente empezaba ya a pararse para mirarnos, cuando Marita se atrevió a levantar la cara otra vez.

—Lo siento —me dijo, y me cogió del brazo para echar a andar—.

Lo siento mucho, Fran. Yo… no contaba con esto. Estaba muy segura de todo, no sé…

—¿Cómo estás? —pregunté, para acabar de sentirme irremediablemente imbécil.

—Fatal. Muy mal. Y no lo entiendo, la verdad es que no lo entiendo, yo había pensado mucho en todo esto, y no quería ese niño, no quería a ese niño, no lo quería…

Mientras se doblaba hacia delante, para volver a llorar con todo el cuerpo, recobré al mismo tiempo la movilidad y la cordura.

—No era un niño —sentencié, al tiempo que levantaba la mano para parar un taxi libre.

La empujé dentro del coche y le di al conductor la dirección de mi casa. Aquel dato la hizo reaccionar.

—No —me pidió—. No quiero ir a tu casa. Vamos a la mía, mejor…

—Pero si estoy sola —aclaré—. Mis padres ya están en la playa.

—De todas formas. Mejor vamos a mi casa.

En aquella época, después de muchos cursos de casas compartidas, Manta vivía sola, en una buhardilla muy pequeña pero tan asombrosamente bien organizada como era de esperar, que se asomaba al cielo de Madrid justo encima de la plaza del Conde de Barajas, cuyos límites apenas se atisbaban sacando medio cuerpo por una de las dos claraboyas abiertas en el techo. Allí, mientras una botella de vodka más bien malo menguaba al mismo ritmo que una Coca–Cola de dos litros, Marita, tirada en la cama, me fue contando los últimos episodios de su vida, que escuché sentada a su lado, en la única butaca que poseía. La convicción con la que aplicaba todo su bagaje teórico a una sórdida historia de amor accidental con un tipo siniestro, citando a Wilheim Reich cada tres frases, y enunciando los presupuestos básicos de la liberación femenina, el amor libre y la lucha de clases para explicarme que él estaba casado pero no se lo había dicho, y que ella no lo sabía pero tenía la obligación de comprenderlo, y que él se había quitado de en medio nada más conocer la noticia del embarazo y ella había asumido libremente la decisión de abortar, me conmovió tanto como la tristeza que no se disolvía bajo la mecánica eficacia de un discurso que, irónico presagio de tiempos aún insospechadamente venideros, por muy justo que fuera en sus intenciones, no servía absolutamente para nada.

El último de sus desastres amorosos daba en realidad tan poco de sí que antes de que se acabara

el vodka ya estábamos hablando de su familia y de la mía, de la vida, del destino y de la Historia, tal y como la entendíamos entonces. Cuando me serví la última copa, instalada en el recuento de los primeros años de la carrera y borracha ya sin remedio, le conté que no había podido olvidarme de Martín, y esa confesión por fin la arrebató, haciéndola saltar en la cama de pura indignación.

—No le conoces —me dijo—. Pero yo sí, yo tengo la desgracia de conocerle de sobra. Y será guapo, no te digo que no, pero además es un estalinista, un machista y un pedazo de gilipollas. Entérate bien porque eso es lo que hay.

Media hora más tarde, mientras inflaba la colchoneta de goma en la que me disponía a dormir, al lado de su cama, casi me alegré de haber tenido que escuchar estas cosas y otras peores, porque al menos, el odio que sentía por Martín parecía haberle ayudado a superar la crisis del aborto. A la mañana siguiente, en cambio, despertó mustia, y tan triste otra vez, que llamé al trabajo para avisar de que no me encontraba bien, lo cual era muy cierto, y me quedé con ella. Era viernes, y no nos separamos en todo el fin de semana. El lunes por la tarde, cuando volví a acompañarla a Canillejas para que le hicieran una revisión, ya habíamos alcanzado un grado de intimidad superior al que yo había tenido nunca con nadie. Y sin embargo, la perdí otra vez.

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