Array Array - Atlas de geografía humana
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—A lo mejor nos hemos equivocado. A lo mejor no se puede vivir siempre igual, como si el tiempo no pudiera hacernos daño, como si la vida no cambiara por sí sola, como si el mundo no se nos fuera a venir encima de un momento a otro.
—Lo que dijo mi marido no es ninguna tontería, no crea. Es verdad que nosotros no hacemos esta clase de cosas. No hacemos las cosas que suelen hacer los demás. A lo mejor, lo único que pasa es eso, no sé… Le he hablado ya de Marita, ¿verdad?, mi mejor amiga, que murió hace un año y medio, de cáncer de útero. Yo la quería mucho, muchísimo, y todavía no me he acostumbrado a la idea de que se haya muerto, porque entró y salió de mi vida varias veces, pero siempre acababa sucediendo algo que me la devolvía, ¿sabe?, siempre volvíamos a encontrarnos. Ahora, sin embargo, nadie me la devolverá. Me cuesta mucho trabajo aceptarlo. La muerte siempre es una salvajada, desde luego, sobre todo cuando no se espera, y nadie podía esperar una muerte como la suya, una mujer tan joven, con hijos pequeños, casada con un médico, con todas las papeletas para morirse de vieja… Estos finales destrozan cualquier guión. La muerte siempre es una salvajada, pero hay muertes más terribles que otras, y la de Marita ha sido brutal para mí, para nosotros.
Y no sólo porque cuando alguien cercano se muere a destiempo, siendo aún tan joven, tan fuerte, el dolor te obliga a tomar conciencia de la precariedad de tu propia vida, le obliga a preguntarte por qué no habrás muerto tú, en lugar de ella, y a asumir de golpe que esto no va a durar siempre, que esto puede acabarse sin avisar, cualquier día, sino porque, además, cuando Marita murió, empecé a comprender que se estaban muriendo muchas cosas, que mi propia vida, el mismo mundo, había enfermado de gravedad sin que yo lo hubiera advertido siquiera…
Hubo una última cena. Sin pretexto, sin fútbol, sin nada que celebrar, una cena más, los cuatro solos, un sábado cualquiera, treinta y seis horas antes de que volviera a sentarme con Marita en una sala de espera bajo la advocación de un cartel del Sindicato de Sanidad de Comisiones Obreras, el mismo logotipo, los mismos colores, un peso infinitamente más liviano del que tuvo una vez un cartel tan parecido. España se preparaba para vivir su gran momento, quinientos años de gloria, Barcelona, Sevilla, alta velocidad. En los ojos de Paco brillaba una fiebre insana, la última y más astuta pincelada del esmalte que había barnizado ya un país entero, millones de corazones y de conciencias complacidas en el espesor de esa frágil capa de pintura nueva que asfixiaba los poros de la historia, quinientos años de penuria, de miseria, y de sueños soñados con la dignidad de los perdedores. Recuerdo su exasperación, sus gritos, las gotas de sudor que se remansaban un instante en sus cejas, en sus pestañas, antes de trazar su propio camino sobre las mejillas, y la rabiosa amargura de aquellas preguntas que parecían quedar suspendidas un instante en el aire antes de estrellarse contra el muro que levantaban mis respuestas, las respuestas de Martín. ¿Quiénes sois?, nos preguntaba, ¿qué queréis?, ¿a qué aspiráis? Mi marido parecía muy tranquilo, pero los pulgares de sus manos se disparaban hacia arriba, y el color huía a toda prisa de sus mejillas, secretos signos de su cólera, el primero, y de una prematura resignación a la soledad, el segundo, que no había manifestado nunca hasta entonces. Soy el mismo que hace veinte años, respondía, articulando concienzudamente cada sílaba, quiero lo mismo que hace veinte años, aspiro a lo mismo a lo que aspiraba hace veinte años… Entonces, mientras le escuchaba, intuí que mi amor por Martín, un patrimonio tan ajeno hasta aquel momento a todo lo que no fuera su propio objeto, desbordaría
pronto sus propios límites para convertirse en una especie de garantía de supervivencia en la derrota secreta, la más amarga, el voluntario destierro privado de quien persevera en una verdad que nadie quiere entender, que nadie quiere escuchar, que a nadie le interesa ya. Y mientras me estremecía por dentro de un orgullo salvaje y tal vez insensato, mientras me armaba de valor para los días más negros, Marita cambió de bando, y se lanzó a entonar el popular estribillo del progreso palpable, más vale pájaro en mano que cien utopías volando.
—Lo que pasa es que no tenéis hijos —remató, para que yo enrojeciera hasta el último pelo de la vergüenza que ella parecía haber perdido—. No os preocupa el futu…
—¡Vete a la mierda, Marita! —la corté, ignorando cuánto llegaría a lamentar aquellas palabras, y no sólo porque desde el día siguiente su cáncer se sentaría siempre a la mesa con nosotros, para presidir tácita o expresamente todas las conversaciones, sino porque mi exclamación endureció su discurso, forzando quizás a Martín a encontrar un argumento que me heló la sangre en las venas.
—Pues mira, sí, me alegro de no tener hijos —dijo, sin rastro alguno ya de pasión, un cansancio tremendo en la voz—, porque si los tuviera, estaría moralmente obligado a defender un mundo en el que vivirían mucho peor que en el que les espera, en el que van a vivir tus hijos, consumistas españoles postindustriales que se lo van a pasar de puta madre sin enterarse siquiera del precio que otros pagan por su diversión.
Ahí se acabaron la cena, los argumentos y la conversación. Nos despedimos deprisa, y volvimos a casa en coche, sin hablar, él seguramente arrepentido de haber cedido a la tentación de revelar la última verdad desagradable, yo masticando despacio las consecuencias de aquella profecía, y sin hablar entramos en casa, nos desnudamos y nos metimos en la cama. Me acerqué a él y le abracé, como todas las noches, y sus dedos se cerraron sobre mis brazos para darme la bienvenida, pero el silencio permaneció intacto, como un desconocido indeseable que se hubiera colado en nuestra casa sin que nadie lo invitara y no mostrara la menor intención de dejarnos solos. Sólo por ahuyentarle, quise decir algo más que buenas noches.
—Me alegro de que no hayas querido tener hijos… —murmuré.
—Yo nunca he dicho exactamente eso —me contestó, y entonces cobré conciencia de los estrechos límites de mi pobreza.
Tal vez, en ese preciso instante empecé a resbalar. Al final de la cuesta, la psicoanalista me miraba con curiosidad, esperando detalles concretos de esa agonía del mundo que ella no parecía percibir en ningún grado.
—La muerte de Marita —proseguí, escogiendo con precaución cada palabra— ha resultado una metáfora de mi propia crisis, una especie de frontera entre la vida de la persona que he sido hasta ahora, y la persona, distinta, que seré en el futuro. El problema es que siempre he creído saber quién era y no estoy muy segura, en cambio, de saber quién voy a ser. A veces tengo la impresión de haber vivido todos estos años en un sueño. Y no es eso lo que me preocupa, no crea, los sueños son casi siempre mejores que la realidad. El problema es que, un buen día, los sueños se mueren, y no es posible recuperarlos, revivirlos, zambullirse voluntariosamente en ellos. Estamos condenados a la vigilia perpetua, a llamar a las cosas par su nombre, a plegarnos bajo el peso de los hechos, a aceptar la realidad exactamente como lo que es, un paisaje tan inalterable como la sucesión de los días y las noches, y no como un inevitable punto de partida hacia una realidad mejor, que a lo mejor nunca ha existido, y que nunca existirá ya, eso seguro… —la miré y recogí en su mirada una expresión de tal perplejidad que por un momento pensé que hasta se estaba divirtiendo—. No entiende nada, ¿verdad?
—No —admitió.
—Muy bien, intentaré explicárselo de otra manera… El día que se murió Marita comprendí que la vida que yo estaba viviendo desde que la conocí agonizaba mucho más despacio, pero tan inexorablemente como ella. Una de sus frases favoritas, en aquellas asambleas universitarias de hace veinte años, era que iodos los seres humanos estamos condicionados por la historia, que todos somos hijos de una época determinada, y nos movemos en ella como los actores de teatro se
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