Array Array - Atlas de geografía humana
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No llegué hasta el final, no quise revelar el último detalle, el único dato ciertamente inimaginable, el secreto más oscuro. Eso sólo se lo he contado a Martín, y su respuesta al principio me descolocó. ¡Qué atrocidad!, eso me dijo, es brutal, ¿no? Y, en el fondo, igual de… anormal, igual de perverso, que los efectos de la educación católica más reaccionaria, no sé… Estábamos acurrucados en la esquina de una inmensa cama de hotel, en Bolonia, capital de la Emilia–Romagna y del poder comunista italiano, cinco años después de aquel primer discurso. Amanecía, y él se había despertado primero. Ensayando una táctica que acabaría convirtiéndose en costumbre, me habló al oído, me besó, me acarició y me zarandeó suavemente hasta que desperté sin llegar a sospechar siquiera que él hubiera tenido algo que ver con el prematuro principio de aquel día. Al abrir los ojos, lo primero que vi fueron los suyos, abiertos, muy cerca. La luz que atravesaba las rendijas de una persiana mal ajustada era blanca, fría, como la que sostiene el cielo débil de algunos sueños, y tal vez yo necesitaba precisamente aquel brillo afilado, el principio de irrealidad que flotaba en el aire de esa hora dudosa, un grisáceo camino de claridad abierto en tiempo de nadie, para atreverme a comprender qué había ocurrido, qué golpe de qué viento caprichoso había torcido el junco del azar a mi favor, qué espíritu oscuro y magnánimo se había apiadado de mí por fin. Por fin.
Después de aquella mañana y durante un año y medio, el tiempo que le faltaba para acabar la carrera, le seguí el rastro como un sabueso torpe, más incapaz aún, más lento y viejo tras el peor de
los comienzos. No estaba segura de ir a encontrármelo sentado a aquella mesa, pero desde luego sabía que existían muchas posibilidades de que acudiera a la reunión, sobre todo porque la habían convocado ellos, y si insistí hasta quedarme afónica en formar parte de la delegación que iba a discutir un posible «proyecto de acción conjunta de todas las fuerzas de izquierda en la universidad», si, a despecho de mis más arraigadas convicciones morales, me acerqué a mi ex novio y hasta le dejé babearme un poco para sugerirle que tal vez estaba pensando que me había equivocado al romper con él, si llegué incluso a insinuárselo con medias palabras hasta que por fin me seleccionó como una de sus acompañantes, fue solamente por eso, porque me moría de ganas de volver a verle, Y sin embargo, cuando lo tuve delante me vine abajo, y luego lo hice todo mal, pero todo, muy mal, fatal. Yo sólo quería impresionarle, llamar su atención, hacerme admirar, y en la primera oportunidad, el primer turno de palabra, desplegué ante sus ojos toda mi artillería pesada, afirmaciones tan arrolladoras como las orugas de una hilera de tanques, tan irritantes corno un chubasco de gases nerviosos, tan resplandecientes como un castillo de baterías antiaéreas. Hablé durante más de veinte minutos, y sólo cuando volví a sentarme, leí en las sombras que cubrían las caras de sus compañeros que, a pesar de la pureza, del vigor, de la rigurosa ortodoxia marxista que yacía, como un poso amargo, pero indudable, en el fondo de mis argumentos, lo único que ellos estaban dispuestos a interpretar era que yo había invertido más de veinte minutos en insultarles. Nunca en toda mi vida, he vuelto a sentirme tan imbécil como entonces mientras el gordo me cubría de besos, brincando de entusiasmo ante una precarísima victoria a los puntos. Sin embargo, eso no fue lo peor. Por encima de la euforia de los míos, muy lejos del desánimo y la indignación de los suyos, al margen del profundo estupor de los neutrales, él me dirigió media sonrisa indescifrable mientras levantaba la mano para pedir la palabra, y cuando abrió la boca creí distinguir un brillo perverso sobre el barniz de sus colmillos. Me va a destrozar, me advertí a mí misma, y acerté, porque me destrozó en cuatro palabras. Diletante, me llamó, y joven heredera insatisfecha—grandes carcajadas del sector masculino de todas las tendencias, incluida la mía—, portavoz del radicalismo irresponsable que ha inspirado las más sorprendentes connivencias con el fascismo, y turista de la política. Así terminó, y eso fue lo que peor me sentó. Cuando empecé a chillar que ya habíamos tenido bastante del discurso más rancio del machismo más rancio, alguien, nunca supe quién, me recomendó a gritos que me fuera a las rebajas de la calle Serrano y les dejara trabajar en paz, y entonces le miré de frente por primera vez y vi cómo se reía a carcajadas, cómo se reía de mí a carcajadas, y me entraron unas ganas tan tremendas de llorar que tuve que levantarme a toda prisa y salir corriendo, y no paré hasta que conseguí volver a casa, encerrarme con llave en mi cuarto, tirarme boca abajo en la cama, y hartarme de beber mis propias lágrimas.
Desde aquel día, sólo me atreví a seguirle a distancia. Averigüé su dirección, perseguí su número por las guías de teléfonos, me enteré de cuántos hermanos tenía, a qué se dedicaba su padre, cómo se llamaba su madre, quiénes eran sus mejores amigos… Empecé a aparcar alrededor de su facultad, me aficioné a desayunar allí, y no en la mía, y algunos días ni siquiera volvía después a clase. Malgasté horas enteras dando vueltas por el hall, al acecho de cualquier timbre, cualquier señal, haciendo tiempo o deshaciéndolo, sólo para verle, y mientras tanto, rogaba sin cesar al cielo —ese cielo incoloro, inconcreto, un tanto escaso, de quienes no aprendimos a rezar de pequeños— que no consintiera que mis ojos se encontraran con los suyos. Una sola vez perdí, o gané aquella apuesta. Él me vio, y me sonrió, cuando la avalancha de las dos en punto le empujaba a través de la puerta de salida, y si hubiera corrido, quizás habría podido encontrarlo fuera, pero me quedé dentro, absolutamente quieta, adherida al suelo como si alguien hubiera clavado allí mis pies con un centenar de agujas certeras y finísimas.
Todo me dolía, todo me dolió hasta que le perdí de vista. En la primavera de 1975, cuando la muerte velaba ya cada noche la cama de Francisco Franco, Martín Gutiérrez Treviso se licenció en Derecho para amenazarme con morir para siempre en mi vida. Dos años después, yo misma terminé la carrera, empecé a trabajar en la editorial de mi familia, me alejé sin pesar de la universidad y supongo que le olvidé, si el olvido consiste en dejar de pensar en algo a todas horas, pero su
recuerdo me seguía doliendo, y aunque la verdad era que no le conocía, que nunca había llegado a conocerle en realidad, también era verdad que no podía evitar la imagen de su rostro, de su cuerpo, aquella camisa roja, aquellos zapatos castaños, con cordones muy gordos, superponiéndose automáticamente, por encima de mi voluntad, a las camisas y a los zapatos, al rostro y al cuerpo de todos los hombres que conocía, de los que veía por la calle, de los que trabajaban a mi lado, de los que existían, simplemente, en cualquier rincón del mundo. No esperaba volver a verle jamás, pero tampoco, por mucho que me lo propusiera, logré nunca extirparme la fantasía de un encuentro casual, extremadamente azaroso, un purísimo capricho del destino, y a veces, por las noches, me metía en la cama antes de llegar a tener sueño para inventarme a solas la historia de aquel amor improbable, y me quedaba dormida mientras definía minuciosamente los detalles más nimios, el tacto de sus manos, el vocabulario que escogería para sostener una conversación de cama, la plácida indolencia que aflojaría sus hombros un instante después de separarse de la mujer a la que estuviera amando en aquel instante, recursos a los que acudía mi terca imaginación para asediar sin tregua a una memoria traidora, descuidada, estúpida, la mía, que no alcanzaba ya a evocar con precisión sus verdaderos rasgos. Y sin embargo, cuando todos los astros del universo se colocaron en línea recta para que lo que no podía llegar a suceder jamás, sucediera de una vez, no reconocí su voz, un susurro agresivo de puro próximo, sus labios rozando el lóbulo de mi oreja para sobresaltarme en mi propio idioma ante la recepción de aquel hotel italiano donde habría jurado que nada, ni nadie, me era familiar.
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